Narrativa
1 3 2007
Pueblo dormido (cuento) por Raquel Cortés Fernández
Cuando Nikolaí sueña, es imposible leerle el pulso. Sueña con el cuerpo entero. Sueña para ser visto. Pero nadie lo ve. Sus sueños salen por la garganta, a veces a viva voz, otras con largos susurros. Surgen por sus brazos larguiruchos y en su cuerpo que se estira y se encoge. Despierta descansado, con bostezos largos y acariciándose la cabeza. A menudo se palpa la cabeza con las dos manos, asegurándose que no se ha roto nada mientras dormía. Nikolaí muestra en su rostro esa perpetua juventud reservada a los maniquís de los escaparates. Disfruta mirando al vacío y terminar sonriéndose para sí mismo como si hubiera encontrado la respuesta a un acertijo. Se estira como un gato entre la manta y las sabanas, terminando por calzar sus pies calientes en las zapatillas llenas de agujeros. Sale de la habitación. Entra directamente al salón, donde tiene a un lado la cocina. Es una casa pequeña, acabas de verla desde una esquina. Arrastrando su bata color pistacho cual velo de novia, se acerca a su sillón grana e inclinándose un poco mira directamente al espejo que tiene colocado enfrente de este. Dirigiéndose a su reflejo pregunta “¿Tomarás café hoy?”. Espera un poco y exclama sorprendido: “¿¡Tampoco hoy!? Sabes que el desayuno es la comida más importante del día ¿no?”. Nikolai calienta café para dos, prepara zumo, y busca algunos bollos por los armarios mientras imita el sonido de las gotas del grifo cayendo al fregadero como quien recuerda una canción. Capta los sonidos. Los reproduce a su forma. Se revuelve el pelo con desesperación y termina por coger galletas de mantequilla. Un bote con pastillas rojas sin empezar parece mirarle desde el otro lado de la encimera. Esta mañana se encuentra un poco más cansado de lo normal. Toma una de ellas sin pensarlo demasiado. Sentado en el sofá, coloca la bandeja del desayuno en la mesita que se encuentra entre el espejo y él. —No me mires así. Deberías comer más. ¿Te has visto la cara? —pregunta Nikolaí mientras se mete dos galletas en la boca. Mirando a su reflejo niega con la cabeza dejándolo por imposible y continúa hablándole de lo solos que están los dos hasta que se le hace la hora de marcharse a trabajar. Se ducha, se pone la camisa, los pantalones beige… Extiende su brazo fuera de la ventana y la mete rápidamente recogiéndola en su regazo. “Demasiado frío” piensa. Se coloca por encima de la ropa su bata color pistacho, corre a la cocina a recoger el almuerzo que deja siempre preparado. Abre la puerta y desde el felpudo se gira y grita: “¡Te veo a la vuelta!” y añade: “Por cierto, arreglate el pelo, pareces un chiflado”. Cierra la puerta y se escuchan las mirillas de las puertas B y C. Nikolai se coloca enfrente de éstas y se despide con un “Que tengan un buen día”. Baja los dos pisos de dos en dos las escaleras, cantando canciones polacas. Acercándose a los buzones saca la llave y coge su cámara Minolta que guarda en una bolsita de pana verde. Algo se cae al sacar la bolsa. Un sobre marrón. Nikolaí utiliza el buzón como su armario secreto para la cámara precisamente porque nunca recibe cartas, y las cartas de recibos las dejan debajo de la puerta desde hace años. Por un momento se asusta y piensa con la frente fruncida: “¿Una bomba cabe en un sobre?” Se encoge de hombros. Se rasca la garganta y alborotándose aún más el pelo la guarda en su bata. Sale del portal como si él hubiera dejado una bomba. Ni siquiera se molesta en mirarlo. El sol ya esta subiendo, pero el frío sigue abajo, en las calles. Baja la calle con grandes zancadas. La parada de autobús se encuentra a cinco manzanas de su casa. Los comercios del barrio empiezan a levantar sus persianas metálicas. Nikolaí se fija en una de ellas e inclinando la cabeza intenta averiguar el sentido de lo que esta viendo. Es Berta, la panadera, se ha quedado colgando de la persiana. Balanceándose como una veleta. Nikolai no duda en sacarle una instantánea acercándose un poco más a la escena, tomando un punto de vista más bajo, colocándose de rodillas. Después, sonriendo se acerca hasta ella, la coge por las piernas y la baja como una bailarina de ballet. Berta se ríe de forma nerviosa y le da las gracias estirándose la falda. Entra casi corriendo en su establecimiento y cierra tras de sí con un golpe fuerte la puerta de cristal. Nikolai se encoge de hombros, tocándose el nudo que se le ha hecho en la garganta continua andando. De vez en cuando piensa en el sobre, pero no le presta mayor atención. Quedan cuatro minutos para el autobús. Los cuatro minutos de siempre en la cuarta manzana antes de llegar a la parada. Se queda mirando al cielo, esperando a que los rayos del sol pasen por los huecos de una nube, y entonces sonríe abiertamente. Un grupo de adolescentes se tapa la boca con la mano al verle desde la otra acera. Les mira y sonríe tímidamente, algunos de los adolescentes cuchichean entre ellos. Caminan unos detrás de otros de forma ordenada. Varios comerciantes mueven la cabeza de un lado para otro mirándole. Nikolaí mira el reloj y corre calle abajo. Ve el autobús a lo lejos. Sabe que lo cojera, siempre le ocurre lo mismo. Alza la mano para que el conductor pueda verle, y este, mirando hacia abajo balbucea algo que no se llega a entender. Sube jadeando, da las gracias y se sienta en el primer hueco que encuentra vacío, sin que en el asiento de al lado le rehuyan la mirada. Acaba por tomar asiento al lado de una mujer de unos treinta años pero que aparenta tener diez más por su cara llena de ojeras, arrugas de sabanas y mirada abatida. —Son pa-para los pá-pájaros —tartamudea nervioso Nikolaí mostrando el pan duro que lleva en los bolsillos de su bata. La mujer asiente con la cabeza y continúa mirando por la ventanilla. —A veces me pregunto si no se romperán esos picos tan pequeños con un pan tan duro —le dice sonriendo a la mujer, aunque ella ni siquiera repara en él—. Pero nunca dejan ni una miga, así que supongo que les gusta. Apoya sus manos en las rodillas y simula tocar el piano, moviendo la cabeza emitiendo un suave sonido por la boca. Es un sonido que provoca paz y serenidad, pero la mujer se siente incómoda. Cambia de postura continuamente. Parece que quisiera escapar por la ventana. La carta le empieza a palpitar igual que si llevara un corazón en el bolsillo. A pesar de ello, Nikolaí se convence en no mirarlo hasta que llegue a casa. El autobús se detiene. Han llegado a la fábrica. La mujer se levanta y le pide permiso para salir. Ni siquiera se despide de él. Las puertas de la fábrica son enormes al lado de los trabajadores, igual que una colmena llenándose de abejas. Ya se empiezan a escuchar los sonidos de las maquinarias de fábricas contiguas. Igual que una orquesta de instrumentos viejos, desafinados y pesados. Poniéndose el buzo, se coloca en su puesto. Pasan cuatro horas desde que han comenzado y tienen su primer y único descanso de un cuarto de hora. Al lado de la máquina de cafés se encuentra uno de los directores de la fábrica repartiendo vasitos de plástico con “bebida energética” para sus trabajadores. Nikolaí aprovecha y sale corriendo a buscar a sus pajarillos para almorzar con ellos, como hace todos los días. Al sacar los mendrugos de pan el sobre cae de su bolsillo. Nikolaí lo mira como esperando a que suceda algo. No tiene remitente. Lo vuelve a guardar siguiendo su primera idea. Leerlo en casa. Es observado por los trabajadores de la fábrica al otro lado de los cristales, intercambiando risas y llenándose la boca de malas palabras en la hora del almuerzo. Termina el descanso y cuando entra a la fábrica de nuevo, la gente se retira unos pasos hacia atrás. Pasa las horas amenizándolas con sus canciones y sonidos de hierros. Suena la bocina de fin de jornada. De nuevo con su bata, sale hacia el autobús. Una vez en su casa, vuelve a cruzarse con los adolescentes, que regresan de estudiar. Todos esperan a que haga algo. Él desde el otro lado, únicamente les mira, esperando lo mismo. Sube la cuesta hasta su portal, pero antes se para en la panadería de Berta y compra unos bollos de chocolate. Al verle entrar, Berta aspira aire e intenta respirar tranquila. Entra al portal y abre el buzón para dejar la cámara. Cuando llega al segundo piso suenan las mirillas B y C. Nikolaí como de costumbre, se aproxima a ellas y acercando la cara les dice muy bajito; “Que tengan buena tarde”. Acto seguido se escucha un pequeño grito en la puerta B, y un paragüero que cae al suelo. Nikolaí entra en casa riendo, meneando la cabeza. —Hola —saluda—, había un sobre en el buzón, ¿no lo has visto? —silencio—. ¿Es qué no vas a salir nunca de casa? —pregunta dejando el sobre en el frigorífico. El sobre marrón continúa como un enigma. Sin ser descubierto. Empieza a simular que toca el piano en sus rodillas, igual que siempre que esta nervioso por algo. Acerca su oreja al sobre. Lo agita. Y cuidadosamente lo va abriendo. Lo ahueca un poco y acerca sus ojos hacia el interior. Una nota. Una nota y una tableta de pastillas rojas. “Sr. N. Romanek: El Gobierno le da la bienvenida a una convivencia más ordenada y común a todos. Como comprobará en pocos días, los notables resultados son tan efectivos como prometimos hace ya un año. Sus vecinos, compañeros de trabajo… se entenderán con usted como no lo habían echo hasta ahora. Intégrese gracias a su gobierno.” Nikolaí se gira con la nota en la mano mirando el bote de pastillas rojas que esta encima de la encimera. Recuerda que hace un año, una mañana, unos hombres repartieron esos botes con propaganda barata; “energía para todo el día”. Le viene a la memoria que esta mañana tomó su primera y única pastilla por que se había levantado un poco más cansado de lo normal. Se sienta en el sofá, confuso, moviendo la bolsita de los bollos diciendo: “Te he traído tus bollos preferidos”. Muestra su sonrisa más pícara, y mira al espejo. Los labios se le despegan. La mandíbula cae hacia abajo, la bolsa se balancea igual que un columpio vacío. Se ha ido —solloza en voz baja. Y sus palabras llenan toda la casa de silencio. Su reflejo ha desaparecido. Lo único que ve ahora es un sillón rojo. La bolsa de bollos se desprende de los dedos de Nikolaí, cayendo al suelo. galería
acerca del autor

Raquel Cortés Fernández nació en Vitoria en 1982. Escribe desde los once años, y estudió para titularse como Técnica Superior en Fotografía Artística. Su afición a la lectura se la debe a su madre que les leia cuentos a la hora de las comidas. Ha realizado el libro “Laberintos” y el taller de escritura creativa fusionado con la fotografia dentro de la Fundación Ph15 en Buenos Aires (Argentina), del que se hizo un libro con los textos y fotografias de los chicos de la Villa. Forma equipo de trabajo con Jennifer Garcia, ilustradora. Realizará talleres de fotografia dentro del Festival de Teatralia en Madrid; “Lo que piensa mi sombra”.
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