Quito, 18 de noviembre de 2006
Confieso que iba un tanto predispuesto con el espectáculo que iba a ver: el cierre de temporada de Manuela y Bolívar, la tan aclamada primera ópera ecuatoriana llevada a escena, de la autoría del contemporáneo Diego Luzuriaga. Y digo que iba predispuesto porque mi imaginación coqueteaba por adelantado con imágenes barrocas y rimbombantes, muy propias del género y también de la época a que hace referencia el argumento de la obra. Lo primero que tengo que decir es que recibí una bofetada blanca. Muy por el contrario a lo que suponía, quedé fascinado por lo elemental y minimalista del diseño general; y particularmente impresionado por el aire de modernidad que exhalaba la concepción de la… ¿opera? Ojo, que este espectáculo que unos pocos (y adinerados) habitantes de la mitad del mundo pudieron presenciar, no es un género puro. Según su propio autor “La obra toma elementos de tres géneros musicales: la antigua ópera de números, el musical y la cantata.” Pero yo me atrevería a preguntarle si muy en el fondo no reconocería alguna influencia de la española (y también cubana) zarzuela. Los pasajes cantados alternaban constantemente con escenas habladas —literalmente actuadas— y con momentos de baile, en los que los jóvenes protagonistas, el tenor Marlon Valverde y la soprano Vanesa Lamar, demostraron una completísima formación actoral. Sus voces, si bien no eran del todo dívicas, no dejaban lugar a dudas de una calidad decantada por talento y escuela. Me conmovió particularmente la potencia del bajo que encarnaba a Sucre. Y por no sé qué laberíntica conexión subconsciente, las primeras escenas a dúo entre Manuela y su esclava me provocaron agradables reminiscencias de los duetos de Butterfly y Zuzuki. Retomando el hilo de la modernidad del espectáculo: Al mejor estilo “brechtiano”, una enorme pantalla negra, desde lo alto de la boca del escenario, iba desplegando los subtítulos de todo lo que se cantaba en escena y cuando era preciso, narraba las imágenes cinematográficas que se reflejaban al fondo en breves y frecuentes intermezzos que al tiempo que procuraban ilustrar escenas de batallas imposibles de reproducir adecuadamente en vivo, además de funcionar como telones entre una escena y otra, iban hilvanando una larga y compleja historia que no careció de deslices dramatúrgicos. Tanto el vestuario como los accesorios y la utilería fueron absolutamente fieles a la época de la epopeya libertadora, y en equilibrada conjunción con la música —bien cuajada de marchas, como era de esperar en una obra eminentemente épica, y exquisitamente interpretada por la Orquesta Sinfónica Nacional— le hacían honor a las escenas que coloreaban. La tónica bélica, bastante dominante, estaba bien balanceada con intensos tempos de pasión y romance, así como de arias muy europeas, pero también felizmente salpicada de pintorescas escenas populares donde se tocó el cuatro venezolano, el cajón peruano y se bailaron la cueca y la zamacueca. No pienso hacer la síntesis argumental. ¿Quién por estas tierras no conoce la historia de Manuela Sáenz “la quiteña”, y “el libertador” Simón Bolívar? Pero, en cambio, no puedo dejar de mencionar que quedé gratamente sorprendido por la forma desenfadada y hasta iconoclasta que el libreto humaniza a estos personajes, tan arquetípicos como míticos, que la voz de la historia ha terminado casi por canonizar. Creo que sin pretensiones amarillistas, el autor se ha permitido la originalidad de caer en detalles particularmente “escandalosos” de las vidas del héroe y de la heroína. Nos muestra a la Manuela sacrificada, patriota y heroica que supo abandonar a su marido e irse con el Libertador, quien a su vez es capaz de engañarla con una meretriz mientras ella arriesgaba la vida en el campo de batalla. Aplaudo la osadía del autor al seleccionar estos pasajes, como aplaudo en la puesta en escena, la crítica manifiesta a la intolerancia social y religiosa de la sociedad quiteña, que para nadie es secreto que se mantiene incólume hasta nuestros días. Me atrevería a afirmar que en Manuela y Bolívar, el equipo de realización nos habla, en parábola, claro está, igual que lo hacen la Biblia, y muy particularmente el Arte, de males contemporáneos que no hemos sabido dejar en el pasado.Jorge Alberto G. Fernández, La Habana, Cuba, 1971. Hizo estudios profesionales de inglés y veterinaria. Transitó por diversos grupos teatrales de aficionados de La Habana hasta 1995, cuando ingresa al grupo de teatro Jácara. En 1999, dirige y actúa en su primera pieza teatral, “Gisselle o El Bache” que obtiene un primer premio en el Encuentro municipal de escritores. En 2001, recibe premio con la obra “Habana–New York-¿Habana?” así como con el cuento “El otro lado del espejo”, mención en el concurso internacional del website argentino El Escriba. Pone en escena en 2002 su obra “Quién es Usted” obteniendo un premio. Obtiene un premio municipal con la obra “Deyanira” y estrena la escenifricación de “La Moira”. Ha publicado “Opera Prima”, Editorial Extramuros, La Habana, 2003.