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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Muestras
1 12 2002
"La memoria ya no será nunca inocente" por Juan Benet
Tiene la vista puesta en un punto fijo que no ha sido elegido al azar. O bien lo atesoraba la memoria, en la forma que fuera, o bien le fue asignado par el instrumento que enfrente —un objetivo fotográfico o un fusil— se encargó de cerrar y concluir aquel instante. No se tratará par consiguiente de un recuerdo sino de la imperfecta vigilia de esa facultad insomne, que apenas trabajaba, que rara vez se esfuerza en sacar a la superficie los deteriorados testimonios de su archivo. No trabaja, pero no está ociosa; parece que vive y respira porque cuando el semblante vuelve cl papel viene adornado con un trazo rojo, el reguero de una reciente gota de sangre fantasmal que ha brotado porque seguía palpitando de la profanación de la memoria; o bien la delgada cinta con los colores de la enseña que la niña ha guardado en un cajón cerrado durante todo el lapso del olvido. Se ha cerrado la puerta de golpe, han volado unos papeles, ha salido a la superficie una foto olvidada o bien un álbum se ha abierto, un cuaderno escolar ha caído del estante.

El objeto es ton ingrávido y el aire donde flota tan ligero, que basta para sacarlo de un sueño; el mismo se adelanta deseoso de anticiparse a la voluntad de quien recuerda, para advertirle que aún conserva ese resto de espíritu suficiente para tener un instante de autonomía y volver, por penúltima vez, al mundo de los vivos, sin que nadie lo llame. No, no es el mismo, el polvo lo ha transfigurado a su antojo y aún cuando la memoria había estatuido la degradación, su semblante le sorprende. Está joven y aún tras la deformación provocada par la larga ausencia en las sombras, conserva y hace gala de una insospechada lozanía. Apenas tiene carne, pero el lápiz no repara en ello porque, con su capacidad para atribuírsela con un simple trazo, prefiere resaltar aquello que puede ser incluso un número, un baile dramático de números que insinúan el caos por más individual sería más permanente. Y aún cuando se respire la serenidad, la fijeza o la inmutabilidad lo que no cabe es la expresión risueña; las dos hermanas cogidas de sorpresa en la sonrisa obligada por las circunstancias transformarán su curiosidad en la melancolía del viaje a través del tiempo, para el cual —como para cualquier exilio— tendrán que renunciar a todo lo instantáneo y conformarse ton sólo con lo duradero.

El yacente oculta su perdida mirada bajo un improvisado antifaz quién sabe si para esconder su secreta aquiescencia con la muerte. Pero por paradoja surge lo instantáneo, elevado en un momento a la eternidad, lo que fue ton solo obra de un azaroso sentido en su reducción al momento sin el menor afán por ser memorializado. Recuérdese aquel pasatiempo de nuestra niñez, cuando sobre une hoja de papel encima de una moneda pasábamos delicadamente el lápiz para que por sí mismo fuera descubriendo el relieve acuñado; los primeros trazos que se insinuaban en el fondo del desvanecido eran los más sorprendentes, a duras penas se acertaba a adivinar qué rasgo de la efigie emergía e incluso se llegaba a sospechar que un espíritu maligno había trucado la moneda para dar lugar a la espectral aparición de un ser del más allá, ansioso de servirse del más inocente procedimiento para volver a la superficie de los vivos. Es posible que de manera parecida haya trabajado ese lápiz, tras haber colocado el papel sobre esos dudosos e inquietantes relieves que los ojos han alterado y sublimado, para reducirlos a lo que siempre pretendieron ser y sólo lo lograron en la desaparición: llega un día en la vida del adulto en que la memoria ya no será nunca inocente porque en ningún momento pueden desentenderse de la premonición de la ruina y si aquel secreto y sereno anhelo de una armonía final se va desvaneciendo, será para que —sin necesidad de acontecimientos trágicos— ocupe su lugar la congoja de toda pérdida, la melancólica convicción de que toda la aventura fue inútil y sólo su futilidad reclama la exigencia de ser disimulada con decoro.
Madrid 1975.

Texto extraído del libro de arte, « Roser Bru », editado por el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile, 1996.

acerca del autor

Roser Bru nació en Barcelona en 1923. Residió con sus padres en París. En Barcelona a partir de 1928, vivió siendo niña las experiencias de la República Española y la guerra civil. Tras la victoria de Franco, sus padres la llevan a Francia y después a Chile en 1939. En Santiago, estudia en la Escuela de Bellas Artes. Desde 1958, realiza exposiciones individuales en Santiago, Barcelona, Madrid, Ibiza, Ciudad de México, Buenos Aires y Río de Janeiro. Sus lienzos se encuentra en museos de Nueva York, Río de Janeiro, Berlín, Santiago y Barcelona.