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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
4 8 2020
El hombre que se llevó la cruz por Miguel Montoya

El hombre estiraba los pasos al caminar, con apuro o con entusiasmo o tal vez necesitaba llegar a su destino antes que aclarara la mañana. Ese día era uno de los primeros del mes de junio, y a las seis de la mañana, aún es de noche. O la noche se queda un rato largo, porque hace mucho frio y abriga a los hombres con su sombra. Eran las seis y media de la mañana y las calles estaban todavía vacías. Las luces, que no son abundantes, se apagan como a las ocho y media. Y media hora más tarde abren las tiendas y las confiterías. Se ponen en actividad los empleados que limpian las veredas. Uno que otro colectivo cruzaba la avenida con el cartel apagado porque comenzaría después su recorrido.
El hombre entraba por la avenida que atraviesa de punta a punta la ciudad. Seguía hac mucho frio y el aire estaba húmedo y la humedad todavía caía sobre el asfalto limpio, que brillaba. Los troncos de los árboles daban su parte mojada hacia la calle, la parte seca estaba protegida del rocío nocturno con los toldos de los comercios. El viento pegaba filoso sobre el rostro y sobre las manos desnudas, pero no se lo veía ni hacía ruido. Estaba en las calles anunciando que ya era invierno. Uno que otro transeúnte caminaba por las veredas. Bueno: vi a sólo dos hombres, pasar acurrucados en sus abrigos. Quizás eran empleados de los bancos, ya que en esa zona había dos o tres.
El hombre iba por el medio de la avenida, tenía el pelo, largo y aparentemente despeinado de varios días. Si hubiese habido gente en las calles hubiese llamado la atención, porque iba en mangas de camisa. Sin abrigo, no como los demás que pasaban con bufanda y con gorro de lana.
El hombre daba trancos largos con rapidez, llevaba la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y la otra repetía el ritmo de sus pasos. Parecía que no lo distraía nada, o parecía murmurar o conversar en voz muy baja con alguien que sólo él veía. Iba concentrado en alguna conversación o iría repasando lo que haría cuando llegase a donde iba. Si era así, había venido a eso a la ciudad. No era de la ciudad, ya que ningún vecino hacía lo que él estaba haciendo a esa hora de la madrugada y con ese frio y con ese ritmo en sus trancos larguísimos y en mangas de camisa.
Casi corría como si conociera bien el lugar y hacia donde se dirigía.
El hombre delgado y más bien alto, llevaba pantalón y camisa mangas largas, de tonos parecidos, como si fuese un hombre prolijo, como visten aquellos que ponen atención en la combinación de los colores de sus ropas.
A mí eso me llamaba la atención porque yo ignoraba ese ejercicio. Con sacar la ropa limpia, cada mañana, me dejaba tranquilo. Más bien me incomoda, cuando estoy comprando ropa y el vendedor, con una amabilidad de mercado, me aconseja: “lleve esta camisa que le pega con...” Bueno: toda mi ropa tiene un color vecino al negro o al azul y no ando tan llamativo por la calle ni en mi trabajo. Casi como en mis cuadros que cuando no pinto en negro y blanco, siempre tienen azul y verde.
El hombre hizo las cinco cuadras de la avenida que le quedaban. Ésta se interrumpía en una plaza y seguían después unas veinte cuadras, para determinar los dos costados de la zona más residencial de la ciudad. Antes de la plaza, dobló a su derecha e hizo tres cuadras por esa calle pituca y angosta revestida de adoquines, hasta la iglesia, de no sé qué señora nuestra, que está al terminar esa calle de dos cuadras. Y que siempre tenía las puertas abiertas. Dos puertas de madera labradas, más altas que todos los hombres del pueblo. Tal vez para que cuando los fieles al atravesar la entrada comiencen a disminuirse frente al misterio de la revelación. En una de las puertas hay un cartel que dice: “La casa del señor siempre está abierta para sus siervos que no reniegan del rebaño”, y en la otra hay un cartel que dice: “Jesús camina sobre las aguas”. No se detuvo a leer ninguno de los carteles. Empujo la puerta de la derecha y entró. La puerta se había abierto por el viento de la noche, aunque fuera bastante pesada, o alguien la dejó abierta al salir de la misa ayer por la tarde.
Entró y después de un rato salió con la cruz de madera, sin algún cristo que presidía las ceremonias diarias de lunes a viernes. Los sábados no había misa y el domingo la ceremonia era en el altar que preside la “patrona de la congregación”. Una cruz de unos dos metros y medio de alto, por un metro y medio de ancho, más o menos. Con maderas de unos quince o veinte centímetros de espesor. La arrastró, aparentemente sin dificultad, hasta la puerta, la apoyó y colgó un cartel en una de las puertas sin hacer ningún ademan de recogimiento ni de veneración. El cartel decía: “Busquemos juntos a Jesús, porque las aguas están turbias”, lo puso debajo del cartel que decía que Jesús camina sobre las aguas.
Acomodó su pelo, le dio forma de cola y subió la cruz sobre el hombro derecho, sin mostrar dificultad para llevar un peso excesivo y volvió por la misma calle.
Con tranco tan largo como antes, pero más tranquilo. No huía de nadie, su aspecto daba confianza y, caminando por la calle adoquinada, llegó a la avenida. Dobló a la izquierda para tomar la misma dirección en sentido opuesto al de su venida, así que caminó a contramano.
Todavía no aclaraba del todo, faltaría una hora u hora y media para que abrieran los negocios. Todavía no estaban los empleados que pasan el lampazo en las veredas. A las nueve levantan las persianas y brota un tránsito de hombres y mujeres caminando, de ómnibus por la avenida y de automóviles que hacen bastante ruido con sus bocinas y amenazan cruzar las esquinas antes que los peatones sin distinción de edades y de condiciones físicas. El tránsito no disminuye hasta que definitivamente se aquieta a las nueve de la noche, hora que sólo quedan abiertos los bares y algunos putin-club de la ciudad. Nada de eso había a esa hora, sólo el hombre que llevaba la cruz sobre su hombro derecho, sin ninguna señal de cansancio. La cruz no era pesada o era un milagro, la llevaba al hombro, no del modo que muestran las figuritas ilustradas con el Jesús arrastrando la cruz a su crucifixión. Si no, como algunos hombres que he visto en el campo, llevando una pala o una anchada al hombro, cuando van a hacer el riego de los parrales.
Bueno: esta era de menor tamaño que aquella que se muestra, y estaría hecha en una carpintería con herramientas modernas, por carpinteros sin ninguna intención de tortura.
Después del suceso, todos los habitantes hablaron de él, le pusieron el nombre “Jesús”. Seguramente que para abreviar y para darle armonía a los comentarios. Lo que enojó a las autoridades eclesiásticas, porque lo consideraron como una burla, que era posible por una desconsideración y desinterés ocultos, hasta por los asiduos asistentes al sacramento. Lo condenaron como una actitud que lindaba con un pecado de penitencia igual a ciento cincuenta padres nuestros y ciento cincuenta aves marías. Y esta igualdad de magnitudes, según aparecía en los diarios locales, era una señal de que la iglesia abogaba por la igualdad de género. Lo que no significaría que las monjas pudiesen oficiar misas, porque esa era otra igualdad inexplicable terrenalmente ya que correspondía a la trascendencia de los Hombres.
Además, los ocupaba el suceso de la cruz. El cura y la comisión amigos de la capilla no denunciaron ni hurto, ni atentado, ni atropello, ni daño al credo, porque ellos no podían discernir el carácter del hecho, ellos que tenían la razón y la voluntad terrenales, entonces podía ser un milagro o mientras tanto un misterio. Por eso hablaban de “suceso”, para no personalizarlo, para librarlo de una identidad de sentimientos y deseos.  “Pudo ser un milagro”, decían.
El hombre de la cruz salió de la avenida, antes de que esta entrara al bajo que bordea la terminal. Una zona de indigentes durmiendo en las escaleras y en las puertas de las boleterías. Tres o cuatro cuadras semiiluminadas, llenas de putas en las puertas de casas descuidadas y oscuras. Entró por el sendero de la izquierda donde están los árboles, que conforman casi un bosque, en una de las márgenes del cañadón que, impermeabilizado, lleva una gran cantidad de agua de norte a sur, cruza por debajo de la avenida, para regar la arboleda publica de muchos barrios del sur y del centro de la ciudad. Antes del puente, sale un sendero de tierra hacía la izquierda de la dirección que llevaba el hombre con la cruz.
Una arboleda de eucaliptus y aguaribay, que por las mañanas es solitaria y por las noches, muy poblada de parejas condenadas por el cura en sus sermones, pero felices, sonrientes haciendo la humanidad.
Entró por el sendero, a la izquierda, cuando aclarada la mañana, los comercios levantaban sus persianas y los vehículos particulares y el transporte público llenaba de bulla la ciudad y los hombres y mujeres que caminaban por sus calles sólo podían poner atención en sus necesidades, en el mercado, en las condiciones de trabajo y tal vez en alguna promesa de los gobernantes que los diarios exhibían en los puestos de revistas que eran los comercios que primero abrían por las mañanas. El hombre que llevaba la cruz se había perdido en ese bullicio, caminaría por debajo de esa indiferencia a todo lo que no se puede asociar a la inmediatez de la cotidianeidad. Y digo “no se puede”, porque es el carácter de impersonal con que cada uno explica al otro su estado diario de sobrevivencia. Nada se supo del hombre ni de la cruz.
Nadie podía dar, con racionalidad una pista de adonde iría, ni por qué, ni para qué sacó la cruz.
Siete días después, la religión de los creyentes se había desparramado o se había encriptado en una multiplicidad de adoraciones, que hicieron aparecer una diversidad de grupos de fieles y adeptos, que aunque no se diferenciaban en su esencia, adoraban aproximaciones que si se distinguían, según ellos, en el modo de ascenso a la divinidad. Tantas adoraciones próximas para tantas pequeñas colectividades de creyentes, que ningún sociólogo pudo determinar: si eran barriales, o correspondían a las diferencias de clase, o si tenían simpatías de acuerdo con preferencias partidarias, o si tenían que ver con la descendencia familiar, o el grado de escolaridad, o tal vez el espacio que ocupaban en el entorno de la iglesia.
La noche de la búsqueda y la conmoción, el cartel que decía que la puerta siempre estaba abierta, ya no colgaba del clavo que tenía la puerta. Sólo estaba en la otra puerta, el otro cartel. El cura no dijo nada y nadie sabía si lo voló el viento o lo sacaron para no contradecir la nueva actitud de los dueños de casa, que sería cerrar por las noches, al menos. Eso se decía.
Los comentarios sobre eso eran: “algo pasó”. Y como siempre esa despersonalización, que es tan propia de este dogma, como hay en el “perdón” y en la “esperanza”, eludía acusaciones. Y tal vez no por respeto, sino por temor a “eso” que lleva adentro el misterio.
Tal había sido y seguía siendo la diversidad de veneraciones y otros tantos colectivos sociales que habían adquirido una influencia pagana. A muchos les alcanzaba a confiar sus promesas al nombre de sus difuntos y otros encontraban reposo a sus emociones y temores a la presencia de la luna y el sol, simultáneamente durante la vigilia, por ejemplo. En el pueblo es común que tres o cuatro días a la semana la luna se quede con el sol durante la vigilia. A la hora de la oración el sol se esconde detrás de la montaña y la luna se queda, dicen que para cuidar el sueño de mujeres y hombres.
Desde entonces, era común leer en las vidrieras de los comercios, en el interior de los ómnibus, aún en las mesas de los bares, frases como esa, que la luna se queda…
Siete días pasaron para que se despoblara la Iglesia.
En los cambios colectivos, sobresalía en las conductas un miedo que tenía diferentes objetos de amenaza, según quien se animara a contarlo. Atravesaba las edades y las ocupaciones. Así fue como los políticos, en sus discursos sacaron la repetida frase: “si dios quiere”, y se escuchaban inauguraciones donde los discursos tenían cada tanto un silencio. No se habían animado a suplantarla por otra frase u otra recomendación. También se dijo, que eso daba seguridad a quienes escuchaban las promesas de los funcionarios. Y a quienes solicitaban algo, porque las respuestas tenían sólo la voluntad y el Yo del que respondía. Y había aparecido con fuerza y relevancia el adjetivo de “mentiroso” para el que no cumplía. Ya no podían “trascender” las responsabilidades. Nadie se interponía entre sus ofrecimientos y el cumplimiento. Antes, tenían el respaldo de lo indiscutible.
Buscaron cuatro meses, con todas las fuerzas de seguridad rastrillando la ciudad y los alrededores, hasta que los uniformados se fueron desconsolando. Declaraban que no era nada liviana la tarea de búsqueda llevando, después de sus conocimientos y estrategias, un vacío como el que llevaban. Cuando la prensa los entrevistaba para que dieran datos sobre su trabajo, después de alguna respuesta de protocolo, hacían un silencio profundo por el que entraban ellos y el periodista. Aun en la prensa sobre el hecho y la búsqueda de la cruz, los párrafos tenían renglones en blanco. Donde antes hubiesen escrito: “si Dios quiere”.
La cruz no apareció y tampoco se supo la identidad de quien la sacó de la iglesia.
Por supuesto, yo nada diría, porque no soy informante de la policía ni de la iglesia, soy escritor.
Hubo allanamientos en las carpinterías de la ciudad. Hasta que una sociedad de “mentalistas” consultores, al que acudieron los curas con toda una carga de prejuicios, dijeron que buscaran en el bosque de la entrada de la ciudad y principalmente, en las arboledas, alejadas, que rodeaban los asentamientos y las villas miserias. Detrás de ese rancherío perdía su cauce el cañadón que pasaba por debajo de la avenida y con sus aguas turbias inundaba una zona extensa donde crecía la totora, vegetación que algunos de los habitantes de la vecindad recolectaban para tejer los asientos de las sillas. De eso vivían algunos. Otros sacaban “carpas” que también las vendían a otros pobres de la zona.
El mentalista que presidía la consultora, al salir el cura que los visitó, cuando se despidieron le dijo, mientras le daba la mano: “Recuerde que Jesús esta viejo. Y los viejos sólo caminamos por las cercanías”.
La cruz no apareció. Y que se callaran los comentarios que salían de la iglesia y que el diario y las radios que se alimentaban con la pauta del gobierno no publicaran nada del caso, fue sospechoso.
Y digo “sospechoso”, porque desde hacía unos meses, los habitantes de la ciudad y sus alrededores habían adquirido una aptitud para sospechar y hablar de la sospecha. Cuando se referían al suceso con gestos inéditos del rostro y del cuerpo.
Detrás de ese silencio oficial, hubo voces desde una clandestinidad pública, en los bares, en los micros, en las colas de los trámites. Aparecieron “mariposas” con tres o cuatro frases que arriesgaban el secreto. Lo que se decía (“lo que se decía”, así para no perder la clandestinidad) era que en el tronco de unos árboles de los que rodeaban los asentamientos y la indigencia, estaban las maderas de la cruz, como una alteración del tronco, como crecidas ahí. Sobresaliendo de la corteza, hasta con el color que dicen que supo tener y que era distinta a la del resto del árbol. Algunos le agregaban: “un llamado de atención de la Naturaleza”.
Volvió el invierno, frío, muy frio desde los primeros días de junio, sin esperar hasta el veintiuno.
Yo me había quedado toda la noche a escribir, necesitaba concluir un ensayo y después de preparar por segunda vez el mate, decidí terminar de escribir este relato. Me levante de la silla unos minutos a mirar la madrugada por la ventana de mi biblioteca, donde trabajo. La pieza está en el altillo de la casa, miro desde arriba. Muchas veces que hago eso de arrimarme a la ventana, pienso en Nietzsche, cuando dice: “Hay que aprender a mirar desde lo alto”. El aire permanecía húmedo, todavía estaba el rocío de la noche helada sobre el pavimento de la avenida, que brillaba y los troncos de los árboles de las veredas.
Serían las seis y media. Por el medio de la calle, por la correspondiente para no moverse en contramano, un hombre delgado de cabellos largos y despeinados caminaba con trancos muy largos, pero sin apuro. Lo que me llamó la atención es que iba en mangas de camisa. Pantalón y camisa de tonos parecidos, como un hombre prolijo, esos que ponen atención a los colores de su vestimenta. Ágil y concentrado. Tuve la sensación de que murmuraba algo, tal vez sería uno de esos hombres ansiosos que hablan solos, mientras caminan.
El hombre, en mangas de camisa, si hubiese habido transeúntes les habría llamado la atención. Dos hombres que pasaron, acurrucados en sus abrigos, con bufandas y gorro de lana. Llegó hasta donde la avenida se interrumpe en la plaza y dobló hacia su derecha por la calle angosta, pituca, revestida con adoquines.
Yo desde la ventana de mi biblioteca, tengo toda esa vista. Cuando anduvo unos pasos por esa calle ya no lo vi más.
Me quedé en la ventana… pensando…
El mate se me había enfriado, necesite ponerle agua más caliente que la que uso en el termo. Lo acomodé, y volví a sentarme a escribir.
Cuando comenzó a moverse la ciudad, bajé. Necesitaba caminar. Llegué hasta la iglesia, dos cuadras desde la avenida y sus puertas estaban cerradas. Donde estaban los dos carteles, sólo había uno que decía: “No encontré a Jesús las aguas estaban muy turbias”.
Tenía la sensación de que instintivamente iba a encontrarme con el hombre de la madrugada en algún café. Estuve un rato en un café, al que voy por las mañanas y no estaba.
Escribí estos últimos renglones en el cuaderno que siempre llevo. Y volví a mi casa, había dejado la máquina encendida. Los puse y cerré el texto.

acerca del autor
Miguel

Miguel Montoya, escritor y filósofo, nació en San Juan (Argentina), 1948. Estudio Ingeniería en la UNSJ y se pos-graduó como diplomado superior en Ciencias Sociales, mención Sociología, y después como Magister en Ciencia Política y Sociología en la FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales). Además cursó posgrados de Psicología Social y de Psicoanálisis; entre otros. Profesor Titular Exclusivo en la Universidad Nacional de San Juan. Ha publicado libros, de filosofía, de psicología social, de educación y ha participado con sus cuentos en convocatorias nacionales e internacionales. Ha escrito para semanarios provinciales y revistas de Sociología.