Lunes 04 | Noviembre de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 11 2019
Naufragio en Bibbona (fragmento) por Marcos Rosenzveig

Y entonces me dejaron, como siempre, solo, la vida en peligro. El cielo y el mar confundidos en una única línea: horizontal, lejana, irremediable. Un paisaje trágico y azul. Y yo sin más remedio que flotar, estirarme en el agua como quien hace la plancha, todavía seguro, confiado del retorno incierto del yate.
Soy trozado por un sol que cae vertical a la manera de una sierra carnicera. A la larga aceptaré que la vida es una cuestión de esperas y que la impaciencia de mi juventud será una mala compañía para mis proyectos. Junio de 1978. Aquí estoy, boyando, bajo el calor del mediodía en las aguas del Tirreno.
Hay un momento en que todo da lo mismo, los sentidos se embotan y el sol te revolea de los pelos y es capaz de hacer un niño de un hombre. La angustia tiene los mismos tintes que el mar por lo que esconde, y por ese espasmo que causa lo inconmensurable. Al cabo de minutos me convierto en una botella bamboleante con anhelos de playa.
¿De qué o de quién depende la vida? De la madre, del trabajo, de la enfermedad, de las mareas, del viento, de los médicos. Ya nada depende de mí y eso produce vergüenza, la vergüenza de morir, de ser mirado con lástima, de ser una carga, un trámite en una oficina bizarra, un empleado que toma tu hoja de vida y escribe algo, con desgano, algo, quizá lo necesario para una cremación, y yo estoy impedido de explicar que soy judío y que a los judíos no se los crema.
El cuerpo suele hincharse, el color de la piel se hace grisáceo, mientras tanto esa masa de células muertas comienza a peregrinar o queda anclada en una heladera. Un cuerpo perdido en el mar. Las olas lo acercan a la playa. Finalmente llego y un viejo pescador me confunde con un lobo muerto; un instante después con la sombra de un pantalón flotando. El pescador se acerca, golpea mi cuerpo con un remo y llego a la playa. Me amortaja con una red vieja y desteñida y me remonta al hombro como si fuese una media res bajada del camión a la carnicería. Está a punto de incinerarme pero alguien lo previene de futuros problemas, así que me entrega a otras manos, y de allí vendrán muchas manos distintas hasta alcanzar los guantes negros de látex que me recibirán como un objeto prestado. Finalmente todos somos prestados. Se puede prestar el peine, la camisa, hasta los zapatos, pero ¿la vida? A mi juicio había vivido demasiado poco, aunque desde la mirada de los niños que mueren, demasiado mucho. ¿Cuál es la medida de la vida?
Estoy en el medio del océano sin siquiera saber hacia dónde está la playa, hacia dónde debo nadar. Me habían dicho que me fuera de la Argentina, que corría peligro, que podía terminar en el Río de la Plata. Lo cierto es que cambié el famoso río color dulce de leche por el mar Tirreno. Buenos Aires era una Muerte en Venecia, pero estar aquí, en el medio del mar, esperando un rescate es otra forma de morir.
Me exilié en la época en que Buenos Aires se había quedado sin pájaros, el cielo incinerado se había llevado consigo hasta el último trino, era como una masa acuosa del color de los moribundos. El departamento de Rosario era oscuro y contaba con una pequeña ventana que espiaba a una medianera de otro edificio. Desde allí la luz se esforzaba por penetrar. Rosario tenía un dormir sereno, a veces se sonreía como una niña y apoyaba sus labios en mi mejilla. Estábamos desnudos cuando me contó que le acababan de detectar un cáncer. La última noche antes de despedirnos hicimos el amor. Después sobrevino un silencio largo. El cabello largo desparramado sobe la almohada. Cómo sería la muerte de alguien que apenas está viendo las primeras cosas de este mundo, que no sufre pesadillas y que tiene la mirada pacífica de un cordero. La amaba.
El avión salía temprano. Ella se había encargado del preparado del mate y había rescatado un pedazo de pan viejo que resucitó en la plancha para bifes.
—Te dejo todo —dije— y señalé mis libros y el winco junto a un disco de Leonardo Fabio mezclado con James Porter y Lito Nebia.
Nos abrigamos y salimos a la noche fresca. Un colectivo en la avenida Rivadavia nos llevó al aeropuerto. El chofer cortó dos boletos de 15 y Rosario eligió un asiento libre para los dos. Las luces interiores estaban apagadas y brillaba la luz verde del tablero. El conductor cuidaba en exceso su bondi, se veían los fileteados de la virgen de Luján mezclados con el escudo de Independiente, una franela encima del tablero, la difunta Correa y el sonido bajo de la radio con la voz de Ariel Delgado dando “las informaciones para el último boletín…”. A la altura de Flores, observamos a policías tirar abajo la puerta de entrada de una casa. El colectivo aminoró la velocidad y escuchamos el grito de un cana a un transeúnte: ¡Circulá hijo de puta!
El chofer detuvo el ómnibus. Nadie dijo nada, solo un murmullo. Arrastraban a un detenido descalzo. El chofer esperó la orden policial hasta que el cana gritó: ¡seguí hijo de una gran puta! El colectivo siguió hasta llegar a Ezeiza.
La despedida fue sobria. En el aeropuerto había que esconder todo, incluso el amor. No estaba bien visto andar besuqueándose en lugares públicos. El exterior parecía una vidriera y nosotros los objetos en exposición. Había ventanas con el formato de orejas. Todo tenía ojos, incluso una larga hilera de valijas que apoyadas en el suelo observaban. Rosario se quedaba a un paso del secuestro y a otro del cáncer. Dos sentencias eran demasiado para una niña que dormía con sus labios entreabierto sobre mi mejilla.
Mostré el pasaje y pasé el primer control. Cuando llegué al segundo, un poco antes de devolverme el pasaporte sufrí un temblequeo que se iniciaba en la mejilla y llegaba hasta el parpado. Un temblor de grado ocho, un tic nacido en el escenario antes de articular el primer texto. El empleado miró el pasaporte con desprecio. Cotejó dos veces la foto con mi cara, y a regañadientes selló mi libertad.
—Buen viaje, Mario— dijo como poniendo a prueba la veracidad del nombre.
La aurora comenzaba a dibujar la noche. Miré el cielo desde la ventanilla del ómnibus que me transportaba al avión, la sublime luz de Claude Monet en el cuadro Impresión, sol naciente. Me hubiese encantado viajar en una gabarra bajo esa misma aurora. Subí la escalerilla del avión. La azafata repartía diarios. Me quedé tildado en la primera página de La Razón: “siete muertos en un enfrentamiento contra subversivos”. Alguien podía estar vigilándome. Simulé buscar a la azafata para observar a los pasajeros detrás de mí. Clareaba. La ventanilla parecía un huevo que filtraba las luces del aeropuerto. Me inquietó la demora. En el bolsillo interior del saco descansaba mi marquilla Gitane. Alguien me había contado acerca de historias de militantes obligados a descender. Las azafatas parecían nerviosas yendo y viniendo de un extremo al otro. Muchos desajustaban los cinturones de seguridad. ¿Por qué no partía? A último momento tal vez revisaron las listas de pasajeros y saltó mi nombre. Escuché una sirena y me temblaron las piernas. Mi compañera de asiento era una mujer muy blanca y de arrugas gruesas. Los pasajeros continuaban inquietos. El comandante dijo algo que no alcancé a escuchar y le pregunté a la mujer si no le parecía extraño esa sirena. Ella me sonrió y contestó en otro idioma. ¡Qué imbécil —me dije— esta mujer es alemana! Probablemente desde la torre de control hayan dado aviso. Me sentí perdido, sin escape posible. ¿Esconderme en el baño? El avión se demoraba por problemas, dijo la azafata, pero no aclaró cuáles. Yo era el problema, lo había sido para mi madre, para mi hermano, para el partido y ahora para el vuelo de Lufthansa. ¡Qué vergüenza ser bajado a la vista de todos los pasajeros! La viví como una penitencia. Los chicos te escupen; algo horrendo ser escupido, expuesto a la saliva de los otros. El tío de Spinoza fue escupido por todos los judíos de Viena a la entrada de la sinagoga y al otro día se suicidó. La humillación diaria te convierte en lo que ellos quieren de vos, un ser que no piensa, que acata, que es igual de mediocre a los demás, vestido y peinado de la misma forma que ellos, alguien que debería buscar una buena chica, casarse, tener hijos, trabajar y dejarse de joder.
El tic en la mejilla reapareció junto a un temblor pedidural como si el cuerpo hubiese dejado de pertenecerme. Me asustaba más la vergüenza que el campo de concentración, porque no se tiene pánico de aquello que permanece en un espacio intermedio entre la realidad y la irrealidad, como los desaparecidos. Finalmente nunca había visto el cadáver de un compañero supuestamente asesinado. Las personas podían desaparecer pero también reaparecer, esa idea circulaba en mi imaginario. No era posible un asesinato legal.
Con señas le expliqué a la alemana que era el aire acondicionado el que me provocaba temblores. La alemana avaló lo dicho abrigándose con un poncho comprado en Jujuy o en Tucumán.
A través de la ventanilla observé un camión del ejército estacionarse a unos cien metros del avión. A la carrera descendió un pelotón de conscriptos. El avión no tenía ninguna intención de partir y las azafatas dejaron de pasearse. Los pasajeros se impacientaban y hubo algunos que se quejaron. Cuando sepan la causa de la demora caerán sobre mí con garras, una masa de patadas y trompadas. Una invasión de ratas en el avión.
—¡Bajen a ese intruso apátrida, a ese judío cagón que pretende engañarnos!
El comandante habló a los pasajeros y a la tripulación. Los soldados estaban formados a un costado de la pista y trotaban en dirección nuestro. ¿Y necesitaban semejante regimiento para detenerme? ¡Otra imbecilidad! Las azafatas volvieron a correr de una punta a la otra de un avión que remedaba una ciudad de dos calles únicas. Una mano me indicó algo. ¿Qué quería la azafata? Una invitación a bajarme. Ella me habló pero yo me resistía a escuchar. La miraba sin entender
—¿Se siente bien?
—Sí, claro.
—¿Le traigo un vaso de agua?
—Sí, sí.
La azafata volvió con una botellita de agua. Ella hablaba y hacía señas hasta que tomó el cinturón y me lo colocó. El comandante anunció que las puertas ya estaban cerradas y que estábamos pronto a partir. Respiré hondo. Yo creo que la alemana me preguntó si tenía miedo, para ahorrar le dije que sí. Me importaban tres carajos lo que pensaba la alemana. El avión se movió. Los latidos se aceleraron. Una mascarilla de oxígeno hacía un monstruo de una azafata que parada daba indicaciones. El batallón trotaba de a pasos cortos a un costado de la pista. La masa de acero carreteaba lentamente, la azafata estiraba los dos brazos señalando las dos puertas de salida, las turbinas rugieron a más no poder, la voz del comandante se perdió en el estruendo del león de acero, las luces de la ciudad y el avión en la altura. Una emoción única sin nadie con quien compartirla. En tierra quedaban los soldaditos, los muertos, los acorralados y en el aire los desaparecidos. El avión aleteó de contento y yo me sentí a salvo.
La ciudad parecía inocente desde la altura, atrás quedaban los insomnes, los que transitaban sin documentos de identidad, los autos, las avenidas y los semáforos, los que estaban al acecho del alerta de los perros y de la brutalidad de los golpes en las puertas, los que nunca más volverían a ver la luz. Cerré los ojos y apareció Rosario y yo metido entre sus anteojos y sus ojos. Me hubiese quedado allí a vivir. Yo partía hacia la libertad y ella quedaba encerrada en las noches interminables de gritos, de torturados, el otro destino era el exterminio de células atacadas por el cobalto. ¿Qué hago aquí convertido en lejanía?
El avión ascendió como un golpe certero de billar. Me sentí culpable a los ojos de todos, como si resultaba imposible escapar a los gritos de ese joven arrastrado por la policía de civil. Desde la ventanilla se divisaba una geografía de luces demarcada por una sombra profunda de río. Yo estaba escapando de un lugar en que las desapariciones se murmuraban en silencio entre los compañeros. Muchas veces me había preguntado cómo era una lista negra. Quién la escondía y dónde. ¿Estaba escrita en papel o grabado cada nombre en uno de esos Geloso? La soñaba con el formato de una sábana blanca escrita con colores: el rojo, muerte; el azul, detención y el amarillo devolución con vida. Un dueño del gallinero con un cuchillo filoso. Las gallinas formando fila, asustadas, sometidas al escarnio de un cuello retorcido a la vista de todos y un corte pequeño de cuchillo para que salpique de sangre la pileta. A pesar de los allanamientos sufridos, continuaba sin reconocer el peligro al que estaba expuesto. La muerte era algo que podía sucederle a los demás, a los viejos, a los conocidos de mis padres.
El avión ingresaba en una masa de nubes. Distinguí, entre ellas, el contorno de perros que yo mismo había envenenado para evitar ser denunciado por ladridos en una probable fuga por los techos. Esa fuga no aconteció. A veces la revolución también arrastra injusticias, habían dicho mis compañeros.
Las luces se apagaron después de la cena. La mujer alemana dormía, y yo me entregué al sueño como nunca. El color de mi nombre en la sábana blanca. Las clases de latín. Los gritos del joven. Mi vida comenzaba a escribir un nuevo capítulo. Escribiré que siempre se regresa cuando uno nunca se termina de ir, y que el tiempo patalea el traste de la infancia de los hombres, y que buscar un lugar en el mundo consume la vida. Incliné el asiento y me dormí.      
Aquí estoy, flotando, a la deriva, dentro de todo es mejor el peligro del mar que el de ser un desaparecido. Llevo dos años desde que llegué a Europa. Ese día, Bucarest era un aguacero. Lo malo era arruinar los zapatos, se endurecen con la lluvia, guardan el agua y lastiman en la talonera. Encendí el primer cigarrillo y descargué una bocanada grande de humo. A falta de Gitane, bueno eran los Carpats sin filtro, una versión rumana y espantosa de los Imparciales pero como mezclados con yerba mate. Tomé un taxi hasta el edificio estudiantil y el primer recuerdo fue advertir todos los carteles colgados de los edificios públicos proclamando el socialismo y a su líder Ceaucesco. Las banderas rojas y los niños caminando a sus escuelas con los pañuelitos rojos. Esto es la verdadera libertad, me dije, lo que observaba desde la ventanilla del taxi era lo que hubiese buscado para mi patria. No podía compartir la emoción con un taxista que no hablaba español, con un hombre que era un verdadero proletario.