A poco de la salida de su nueva novela, “Naufragio en Bibbona”, el dramaturgo y novelista reflexiona sobre su paso por el relato histórico e indaga en su ruta de vida para exponer los estímulos de su multifacética escritura.
Cae el sol en el barrio de Caballito. Es un miércoles por la tarde. Debajo del monumento al Cid Campeador sobre la Avenida Honorio de Pueyrredón hay un hombre cargando sobre sus espaldas un bolsón de Purina Dogchow. A pocas cuadras vive Marcos Rosenzvaig: actor, director, dramaturgo y autor, entre otras novelas, de “Perder la cabeza” y “Monteagudo: Anatomía de una revolución”. Abre la puerta de un largo pasillo. Lleva puesta una remera y unas bermudas de jean. Tras las escaleras se accede a su estudio: un pequeño cuarto con una cama de una plaza y dos cuadros detrás. Marcos prepara el mate mientras la gata Roma busca treparse a la ventana para salir al patio del vecino. Habla del auge de los audiolibros. De su paso emotivo por la novela histórica tras haber escrito una obra de corte personal como fuera “Madres Fuckyou!”. “Siento lo mismo que sentía hace veinte años atrás, la necesidad de ir tras un nuevo lenguaje”, dice. Habla de las etapas de escritura como procesos que necesitan ser cerrados para no repetirse, para escapar de la “comodidad” y reavivar las ilusiones que genera la escritura. Porque la incomodidad funciona como un desafío, como una puerta abierta hacia la reconstrucción de la identidad del autor.*
LA LIBERTAD A LA CABEZA
La historia es una elipsis, la imposibilidad de lo unívoco. Es un cúmulo de objetivizaciones. Una perpetua escritura desde el abismo del presente que hace a los hombres estar condenados a volver sobre sí mismos. En julio de 1974, Maximilien Robespierre fue detenido en el Hôtel de Ville de París acusado de “tiranía” por la Convención Nacional. Esa misma tarde, la del 10 termidor, la cabeza de “El incorruptible” (figura clave de la Revolución Francesa y líder de un gobierno oscuro y sangriento con ansias de purificación) rodó junto a la de sus fieles del Comité en medio de los vítoreos enardecidos de la muchedumbre en la Plaza de la Revolución. Un rostro pálido, picado por la viruela y marcado por un disparo recibido el día anterior en su lóbulo izquierdo. Ese pedazo de carne putrefacta, adusta e inerte, simbolizaba uno de los mayores intentos de emancipación de los pueblos en la historia. El “Angelus Novus” de Walter Benjamin ya lo advertía, no hay posibilidad de construir una noción colectiva de identidad sin dar vuelta la cara hacia el pasado, sin indagar en la memoria de los vencidos. En “Monteagudo” y “Perder la cabeza” los muertos hablan. A través de ellos se reconstruye la historia, la porción ausente del pasado que las oligarquías ensombrecen. La voz de liberación de los pueblos guillotinada. Mostrarla es una puesta que aún morigerada por la domesticación que propulsa la sociedad mercantil en estos tiempos, continúa siendo necesaria.
Comentaste anteriormente el oxímoron que constituye hablar de “novela histórica”. Si uno se pone a pensar, la historia en sí también es un relato consensuado. En ese sentido, “Perder la cabeza” y “Monteagudo” parecen más obras con una necesidad metafísica: una pila de huesos y una cabeza cortada como protagonistas de una narración.
Lo que sucede es que yo me sirvo de la historia como pretexto, un trampolín para hablar de otras cosas. Meterse dentro de la vida de un personaje y reflexionar desde ahí. Allí es cuando más siento la utilidad de la novela. Cuando hablo de “utilidad” pienso en lo que uno puede entregar hacia un otro. No me interesa el “cuentito”. Y no tiene nada de malo, hay que saber hacerlo. Es más, hay que saber crear falsas expectativas de finales y muchas cosas que son complejas. Es bueno cuando uno tiene una historia, y no siempre pasa eso. Por ejemplo, la historia de “Cabeza de tigre” cuando la pensé parecía redonda. Es un lugar atravesado por tres hechos, un padre que les cuenta a sus hijos la historia de su personaje, orgulloso de los hechos. Ya está la historia. El resto será una pequeña trama policial mezclada entre medio. Cuestión que no ocurre en “Monteagudo”, ahí está el cadáver de él y el médico. Y tenemos la vida del médico. También la de Monteagudo, pero se sostiene a partir de eso, de lo filosófico y metafísico. En el caso de “Perder la cabeza”, es una sucesión de dos historias.
Es inevitable no ver en “Perder la cabeza”, en el personaje de Pablo, tu ida de Tucumán y la llegada a Buenos Aires en plena dictadura, donde hay una situación de amenaza constante.
Así es. Y en esta novela que está por salir, “Naufragio en Bibbona”, sigue el mismo estudiante, ahora en el exilio, en Italia y España. Que fue parte de mi vida, como en Rumania. Además, es interesante la confrontación de los ideales, los ideales deshechos y destrozados. En realidad, en todas hay ideales destrozados. En “Naufragio en Bibbona” el personaje que viene de la lucha revolucionaria se encuentra con los carteles inmensos de [Nicolae] Ceauşescu que dicen ¡Viva el socialismo! Y él esta fascinado, primero porque siente la libertad. Para cualquiera de nosotros haber podido salir, expresarse y ver carteles que hablaban de socialismo era lo máximo. Era decir ¡Qué bárbaro! ¿Cómo se logró esto? Después viene la desilusión. En realidad, el personaje de Pablo, de “Naufragio en Bibbona”, está borracho después de una fiesta, luego de haber hecho un espectáculo. Ahí conoce a una gente albanesa que lo lleva en una lancha hasta una isla y queda abandonado en el medio del océano. A una hora y media de la playa, sin saber adónde ir. La novela es todo ese viaje. Y en ese viaje está el famoso “vía crucis” en un pueblo que se llamaba Bibbona. Me enteré que allí hay un cineasta muy importante que hizo una película. Es un pueblo etrusco, a sesenta kilómetros de Livorno. Ahí vuelve a darse la dicotomía, un comunista manejando un vía crucis.
Pero hay una acentuación en la desilusión de los ideales como se ve en el asesinato de revolucionarios del talante de Marco Avellaneda y Monteagudo.
Sí, pero uno nunca escribe bajo esa intención. Las cosas aparecen. Evidentemente están en uno. Tal vez lo que me sucede en este momento es que uno ve los ideales ya destrozados, y empieza a contar para arriba cuantos años de vida; para saber si va a tener la posibilidad de tener una Argentina o una patria distinta.
El acto de cortar una cabeza puede parecer lejano pero da la impresión de que sigue presente bajo otras formas en la actualidad, a través de la justicia, de los medios de comunicación.
Absolutamente. Yo hoy me imagino una novela donde suceda todo lo contrario. El pueblo en distintas partes de manera desorganizada sale a cortar cabezas: de jueces, de políticos, de ricos. Cortar cabezas. Como que las cabezas empiezan a ser paleadas por la gente. Yo siento que todos en el pueblo tenemos un sentimiento de revancha. Lo tenemos adentro. Es muy difícil no tenerlo. Y finalmente desde la literatura se pueden hacer muchas cosas.
¿Ya cuando llegaste a Rumania tenías un interés grande por el teatro?
Sí claro. Empecé en teatro a los catorce años, cuando en Buenos Aires existían apenas quince o veinte teatros. No había más. Independientes apenas unos diez. Estaba la sala Planeta, el Payró, el Teatro El Centro, y tres o cuatro más. Ya está. Era todo. Y después unas pequeñas salas en San Telmo que se habían inaugurado porque había una generación de café concert, donde estaba Cipe Lincovsky y Gasalla que hacían pequeños unipersonales. Se tomaba una copa en un ambiente muy íntimo, y se hacían poemas o algunas escenas. Entonces, en esa época yo empecé a estudiar teatro. El profesor de historia del teatro mío era Adolfo De Obieta, el hijo de Macedonio. Es más, en las clases sólo nos contaba las historias de Macedonio, y después salíamos a tomar vino. Un tipo brillante. Atrapaba mucho en las clases. Yo a esa edad tampoco sabía mucho quién era Macedonio Fernández, era un atrevido. Yo era un callejero, pero que amaba el teatro. Después seguí estudiando en Tucumán.
¿Lo primero que dirigiste fue en Europa?
Digamos que sí, al menos lo importante. En el año ’78 o ’79. Yo ya había actuado, fundamentalmente. Pero me tocó dirigir un espectáculo grande de cientoveinte personas, con catorce actores profesionales de Florencia, con los vestuarios de época que alquilaba Fellini. Después volví. Y a mi regreso empecé ya a escribir teatro. Además, escribí mucho ensayo, estaba muy volcado a eso. Como el de Tadeusz Kantor que tiene tres ediciones distintas.
¿Por qué decís que Copi influyó en tu novela “Madres Fuckyou!”?
Por el vértigo que tiene. Copi tiene una forma vertiginosa de plantear las imágenes y las escenas. Puro vértigo. Tiene una novela que se va tachando a medida que se va escribiendo, “El uruguayo”. Pero, además, yo estoy influido por él sobre todo en dos obras que para mí son las más importantes; una es “Hipólito o la peste del amor” y la otra es “Edipo en la cruz”. Ambas obras tienen dos personajes muy relacionados con la cosa delirante, siempre tomando el género y la sexualidad de forma casi confusa. Se había escrito muy poco de él cuando hice el libro. Estaba el de [César] Aira, pero no había otra cosa. Y de Kantor nunca hubo nada, menos. Ni tampoco hay libros sobre la estética y el lenguaje de él.
Y con Kantor terminaste hasta yendo a Polonia, ¿por qué te atrapó tanto?
Eso es lo maravilloso de la edad, me gustaría que me pasara hoy. Enloquecerme con alguien, viajar a la Indochina y estar ahí meses trabajando. Eso es lo que reclamo para mi vida. Es lo que me falta. Porque esas experiencias son las que marcan la vida de una persona.
Hablando de las necesidades del escritor, vos tuviste una vida de muchas idas y vueltas al país, ¿aun así crees que faltó algo?
Sí, muchas idas y vueltas. Entre Tucumán y Buenos Aires fueron como diez. De Buenos Aires a Europa como cuatro o cinco. Y después Latinoamérica. Dirigí en Ecuador y Colombia. Y enseñé además en la Universidad de Colombia. También me planteé muchas veces quedarme. Pero no me gustaba Bogotá, por la lluvia, llueve mucho. Es que a mí los climas oscuros me deprimen. Yo viví en Suecia, sé lo que es eso. Es deprimente.
¿Y eso influía en tu laburo?
Yo ni escribía cuando estaba en Suecia, trataba de levantarme minas. Hice teatro, sí. Viajé con un espectáculo bajo una comisión que no fue cumplida, por un argentino, lógico. Entonces me jodió. Tenía un gran amigo poeta en Estocolmo, Mario Romero. Él me auxilió. Después conseguí una de esas organizaciones que hay allá, que son para los pajaritos y cosas así, ¡ridículas! El tipo era muy macanudo y me compró varias funciones. Con eso me recompuse. Pero Suecia cuando te levantabas, más si es tarde – como hacíamos siempre – ya teníamos las luces. La naturaleza te entrega cosas que son increíbles. La nieve te da una luz, te ilumina. Es la contraposición a la oscuridad que reina en Suecia.
¿Y por qué siempre volviste?
No sé. No podía pensarme haciendo una vida en otro país. No se por qué. Me iba bien. Mejor que acá. Buenos Aires es la ciudad más difícil del mundo. No conozco otra así. Cuando yo estaba en Estocolmo me reuní con el director del teatro más importante de allá, como si fuera el San Martín de acá. Entonces el tipo me dice: “¿Qué necesita para hacer el espectáculo?” Yo no lo podía entender. Yo pensaba en hacer un puto monólogo. Era impresionante. Entonces llega un momento en la vida que uno se cansa. Y se concentra en uno. En lo que tiene que escribir, lo que tiene que pensar, y el resto, nada. Los libros siguen su camino.
Cuando te volcaste a la narrativa por sobre la dramaturgia, señalaste la mediocridad del poder teatral, ¿a qué te referías?
Que no cambia nada. No cambió ni cambiará. Los poderes son eso, están basados en eso. ¿Quién hizo “Copi” en el Teatro Cervantes? Copi se hubiese desmayado si viera esa mierda. ¿Benjamín Vicuña? ¿Qué es eso? ¿Una fantasía? ¿Qué tiene que ver Benjamín Vicuña? Bueno, hay responsables de todo eso, los funcionarios, ¿Pero los funcionarios cómo se prestigian? Por lo que son como políticos. Cuando llega a fin de año escriben: “Nos vinieron a ver tanta cantidad de espectadores, con tantas funciones”. Bueno, todo eso habla pésimo. En realidad, yo debería pensar: “Hice dos funciones y me vinieron a ver diez personas, y fue un extraordinario público”. Ellos piensan de otra manera.
(Rosenzvaig se detiene a recordar su obra “El Sacrificio”. Basada en la historia bíblica de Isaac. Una obra que le llegó de la mano de su amigo Alberto Ure luego de que lo despidieran en el Teatro San Martín, al poco tiempo de haberla aceptado. Su voz se suaviza cuando habla de sus afectos. La obra, finalmente, fue llevada al Konex por Rosenzvaig. “Él vino a verla en silla de ruedas”, comenta. Define la pieza como una tragedia influida por las interpretaciones del exégeta judío-francés Rashi.)
¿Hay una conexión entre tu literatura y la de Andrés Rivera en esto de tomar la historia como excusa para contar otra?
Sí, estoy influenciado por él. Pero uno tiene la influencia de mucha gente. Cuando se trata de novela histórica está él y [Tomás] Eloy Martínez. Yo, después de Eloy Martínez, soy el segundo tucumano publicado por Alfaguara.
En buena parte de tus historias siempre está presente Tucumán.
Claro. Nací en esta cama que tengo acá ahora. Es la cama de mis abuelos. Además, todos mis seres queridos están enterrados allí. Mis abuelos, mis padres, mi hermano. Cuando era chico viajábamos una vez al año, a veces dos. Mis abuelos fueron de los primeros inmigrantes que llegaron a Tucumán. Judíos. Muy particulares. El hermano de mi abuela era guardaespalda de Trotsky y el otro hermano estaba en la Cuarta Internacional.
Contaste anteriormente que tenías una foto de ese episodio y que la habías perdido.
No, pasó lo siguiente. En la época del peronismo el primo de mi vieja, que se llamaba Mauricio Glezer, estaba dando un discurso acá en Buenos Aires, siendo de Carlos Casares. A él lo matan, y nunca entregan el cadáver. El local del Partido Comunista siempre se llamó Mauricio Glezer, y estaba la foto de él. Yo me acordé tarde de ir a buscarla, cuando ya no había local ni foto. Todo quedó así. Muy de esa época. Había una gran tradición comunista de mis abuelos. En la casa de ellos se reunían todos los comunistas de Tucumán. Antes de empezar cada uno de ellos cantaba la Internacional en su idioma.
¿Cuándo volviste de Rumania ya no simpatizabas con el socialismo?
En realidad, ya no simpatizaba antes pero sí con la revolución. Yo ya me había ido del Partido Comunista en aquella época. Entonces estaba transitando en otro partido. Pero las cosas que uno mama, que están internas, son difíciles de quitarse. Esas cosas permanecen. Viajar era todo un problema. Llegar al aeropuerto era todo un problema. Sacar el pasaporte. Nunca sabías si te quedabas detenido o no. Y todo ese llegar al aeropuerto hasta el viaje está en “Naufragio en Bibbona”.
¿Tenías la certeza de que te estaban buscando?
Bueno, me habían pasado seis cosas en Tucumán. Entre ellas, habían asesinado a mi novia. La última de todas fue en la televisión, en el canal diez. Una directora teatral que tenía un programa nos dio al “Negro” Romero y a mí la posibilidad de hacer una presentación. Entonces elegimos “La niña que iluminó la noche” de Ray Bradbury. Hicimos toda la puesta. El programa comenzaba con la entrevista a un poeta y después seguía con los actores que representaban. En medio del ensayo se escucharon los parlantes desde arriba que decían: “El señor Mario Romero y el señor Marcos Rosenzvaig por favor alejarse del canal”. Él al otro día se fue con la familia a Bolivia, a Santa Cruz. Yo seguí escondido en distintas casas. Seis meses después Mario pasó por Tucumán y de ahí se fue a Suecia. Y él no tenía una militancia política comprometida, pero para ellos cualquier cosa era comprometida. Él era siloísta de la última época. Para ellos Silo era un personaje nefasto. Era un tipo bastante especial, mezclaba ciertas cosas revolucionarias con el yoga y la energía, que distaban bastantes de las líneas duras de la izquierda. Atrajo mucha gente, un caudal importante. En esos tiempos se escribía en las paredes de Buenos Aires “Si lo sabe”. No lo conocí, pero tengo entendido que era un tipo brillante. Era una época donde todos sospechábamos de todos. Siempre había “un otro” que podía ser un enemigo o un agente de la SIDE. Era frecuente eso. Había infiltrados en todos los partidos. Así caían las organizaciones.
¿Cuánto estuviste exiliado?
Fueron dos años. Volví en el ’82, un poco antes de la democracia. Ahí terminé la carrera de Letras. Tuve un accidente de moto, y después ya me fui para Suecia,
¿En tu segunda vuelta fue que escribiste la obra sobre Nueva Chicago?
Lo de Chicago es muy particular. Fue un evento único, tanto en la vida de todos los actores que participaron como en la mía.
¿Era una crítica al neoliberalismo?
Sí, pero ellos no lo leyeron así. Por eso la aprobaron. La historia era la de un “yuppie” de los años noventa que se llamaba Marcelo. Los sábados por la tarde él se escondía con su chofer y tenía una transformación. Y de ser Marcelo, el tipo de la mejor pilcha y perfumes, se transformaba en “El Turco”, el jefe de la barra brava de Chicago. Tenía dos compinches. Y la familia no sabía nada. Sólo que los sábados llegaba afónico y lastimado. En realidad, la esposa pensaba que tenía otra mujer. Un día el chofer se ve obligado a cantar y dice “Mataderos”. Ese día que juegan la final con Quilmes, Chicago pierde y la cana los reprime. Él llega a la casa de la madre que hace tiempo no ve y la familia viene a buscarlo enterada de la verdad y le dice “tu lugar es acá”. Entonces, finalmente, él abandona el club. Los hinchas se quedan pensando que lo hace por cobarde. Bien, “El Turco” era Menem. Pero ellos no se dieron cuenta. Cuando lo hicieron me borraron de la programación. Es más, gané un concurso y me excluyeron sin motivo, sólo diciendo que el Teatro Alvear no encontraba directores para la obra. Me ofrecí yo. Me dijeron “No, eso no”. Les mandé una carta documento que fue levantada por la revista Humor. El presidente de Chicago la leyó y me llamó. Tuvimos una reunión y me dijo que iban a hacer una comisión para realizar la obra. Pero, como decía Perón, para no hacer nada lo mejor es hacer una comisión. Igualmente, la hinchada se enteró. Y ahí fue que la hinchada agarró la obra: vinieron a los ensayos y todo, la popularizaron. Después venían al teatro, enfrente del Alvear, el Piccolo. Llegaban en camiones. Todo el teatro era una fiesta de papeles y cantos. Una cosa espectacular. Llegamos a hacer teatro incluso en la cancha de Chicago entre medio de un partido.
¿Y esa obra no se volvió a hacer?
No. Lo que pasa es que las barras bravas cambian de autoridad con los años. Los que estaban esa época ya no están más. Pero bueno, ellos les invitaban cerveza a los actores. Me han contado todos los trucos e historias de la barra. El chiquitaje de esa época. Sepamos que la barra de esa época no es la misma que hoy. Hablo del nivel de violencia, ha aumentado mucho.
Y la injerencia política.
Eso siempre estuvo. Ellos tenían todos un puesto en la municipalidad. Lo que cambió fue el nivel de drogas. Mucho más pesado todo.
Más allá de esa obra, ¿tenés pensado volver a dirigir teatro?
Sí, en algún momento. Lo que pasa es que no tengo energía para salir a buscar producción y teatro. Yo puedo dirigir, pensar el teatro. Pero no lo otro. Me han llamado de distintos lugares. Dirigí tres veces el Teatro Estable. También en Ecuador. Supongo que volveré. Nunca tuve un recorrido teatral continuo, siempre estuve viajando. Lo que pasa es que los actores son seres que están muy expuestos. Eso lleva a que haya mayores defensas, pedantería. Que tiene que ver con las debilidades.
¿Cambió el circuito?
Totalmente. Yo pienso en un actor compenetrado con el lenguaje o que viene y aprende. Porque también eso es una obligación. Un director tiene en cada ensayo que ser un revelador de mentes. La otra novela que tengo inédita, “Cuando calienta el sol”, se trata de un tipo que perdió a su hija y que llega al sur. Tiene la costumbre de ver a las personas e imaginar sus vidas. Pero hay una nena que de golpe se acerca a él y le dice “papá”. Él trata de convencerla de que no es el padre. Pero ella insiste y la relación se va estableciendo. De golpe los que parecían que eran sus padres desaparecen.
¿Lo que acentúas entonces es la idea de la pérdida o del encuentro?
En realidad, es un personaje que ha llegado al sur para morir. La mujer se ha vuelto loca después de la desaparición de la hija. Está recogiendo caracoles en la playa. Además, deja de tomar sus medicaciones. Finalmente, todos los personajes se terminan encontrando alrededor de la fogata. Y ahí se develan las identidades de cada uno. Y esa nena, de la que él está preocupado, encuentra padres adoptivos. Cuando llega el alba él se entierra en el mar. Los padres adoptivos se van con la nena. Pero ella vuelve a llamarlo. Ahí queda. Yo creo que es una pérdida, pero también es un reencuentro. Yo no he tenido un papel brillante en la paternidad. Tuve dos hijas. Pero siempre fui así.
¿Y esa novela refleja lo que te hubiera gustado ser?
Tal vez sí. Lo que no tuve posibilidad. Lo que se me tronchó. Bueno, uno siempre tiene deudas. Y esas deudas en realidad quedan para la otra vida.
Se nota una tensión con la muerte en cada uno de tus textos, como en Kantor.
Bueno, Kantor parte de la muerte, pero parte de la muerte como una noción vital. En “La clase muerta” que filmó Zanussi los mismos muertos de la clase son sacados del bosque y empiezan a correr. Es fantástico. Creo que Kantor es el gran creador teatral del siglo. Yo tengo tres libros a los que siempre les fui agregando capítulos. En realidad, es uno solo con tres publicaciones mejoradas. Las nuevas generaciones lo conocen poco, pero es esencialmente teatral, donde lo tragicómico y el circo se mezclan. “Naufragio en Bibbona” tiene mucho de Kantor, de los maniquíes kantorianos, porque toda la ciudad de Bibbona por momentos parece de maniquíes. El personaje ve a tres Judas iguales distribuidos en distintas zonas actuando lo mismo, con la máscara de Judas. Y hay un cuarto Judas que quiere ser Judas y ser sacrificado, pero no lo dejan, lo pasan por encima. Toda la escenografía de eso es kantoriana. Los maniquíes siempre son como la semi-muerte, nunca lo están completamente. Hay algo en ellos que reproduce la vida del hombre. En realidad, nosotros nos vemos así en la muerte. No nos vemos como cenizas sino como nosotros, pero sin gestos. En la literatura pasa algo similar. Cuando yo escribo estas novelas soy profundamente teatral. Es mi fuerte. Es la voz teatral, casi el monólogo. En las últimas novelas me desprendo de eso. Porque para mí escribir teatro es fácil, me fluye.
¿Por eso la necesidad de la incomodidad?
Claro. Exactamente. Creo que un escritor, un director, un dramaturgo o novelista tiene que estar en la continua búsqueda de un lenguaje.
Marcos Rosenzvaig, nació en Buenos Aires en 1954. Dramaturgo, ensayista y escritor. Curso estudios de Filología Hispánica en la Universidad de Málaga (España) que se coronaron con una tesis doctoral “Ser e identidad en el teatro de Copi”, sustentada en la misma universidad. Fue profesor de Letras en la Universidad Nacional de Tucumán (Argentina), 1982. Ensayos publicados: “Técnicas actorales contemporáneas”, Editorial Capital Intelectual, 2011; “El teatro de la enfermedad”, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2009; “Il teatro inopportuno di Copi”, Editorial Titivillus, 2008; “Copi: Sexo y teatralidad”, Biblos, 2003; “Copi: Laberinto de espejos”, Editorial Universidad de Andalucía, 2003, Málaga; “La historia del teatro idish en la Argentina”, Cuadernos de Investigación teatral del San Martín, 1991, Nº 1. En la Editorial Leviatán de Buenos Aires: “Tadeusz Kantor o los espejos de la muerte”, 2008; “El teatro de Tadeusz Kantor”, 1995; “Prólogo y entrevista a Fernando Arrabal”, 2000. Obras teatrales: “El veneno de la vida”, Biblos, 2011; “Tragedias familiares”, Leviatán, 2010; “El pecado del éxito y otras obras”, Leviatán, 2006; “Niyinsky y otras obras”, Leviatán, 2003; “Regreso a casa - Qué difícil es decir te quiero”, Leviatán, 2000; “Tres piezas de teatro”, Leviatán, l998 y “Teatro”, Leviatán, 1992.