Evito volver a los lugares donde he sido feliz. En tales sitios siento cómo el tiempo (o la muerte, que es la otra forma del despojo) me ha arrebatado lo vital de mi existencia: todo aquello que es irrepetible. Un trámite administrativo que no pude eludir me obligó a volver a uno de esos lugares. Después de dos décadas de egresar fui a la universidad donde estudié. Cierto desequilibrio mío le daba una connotación imprevisible a este regreso.
Caminaba con inercia, mis pasos imprecisos secundaban mi difuso pensamiento. Personas anónimas, con un gesto apenas perceptible me saludaban, y yo, voluntariamente, les devolvía el guiño, no por reciprocidad sino como una reverencia por reconocernos parte de una mestiza familia. Traté de enfocarme en algo para mitigar la tristeza (ajena a mi regreso) que me embargaba antes de llegar al recinto universitario, por lo cual comencé a observar específicas zonas del campus pobladas por inmensos y robustos árboles. No pude reconocer cuáles de ellos planté junto a mis amigos, estaban hecho hombres (los árboles) y desde su infancia los había abandonado (porque me gradué y nunca más volví). Luego me senté en una butaca ubicada en un rincón solitario de la plaza central del edificio más antiguo de la universidad (edificación donde funcionó la primera sede de la institución y que hoy solo alberga oficinas administrativas). Todavía seguía pensando en los frondosos árboles cuando de pronto el sentimiento que me abatía irrumpió nuevamente con agresiva contundencia: el desvarío me volvió a invadir, una tristeza insondable me laceraba, y mis ojos, a punto de trazar el inicio de la lágrima primeriza que impulsara a las demás a fluir, fueron dos vidriosas compuertas que no dejaron rezumar. Saqué una libreta de mi morral e intenté escribir para drenar todo aquello que me afligía, pero lo que sentía no delineaba algo concreto que pudiese hilvanar a través de las palabras. Me levanté, caminé de nuevo sin saber hacia dónde me dirigía. Subí escaleras, continué andando, perturbado, sin rumbo. De pronto, con cada paso que daba, el boceto de un recuerdo comenzó a dibujarse con timidez, hasta que adquirió una forma conocida y me detuve bruscamente: “¡pero si este es el lugar donde nos besamos por primera vez!” —pensé con inesperada y pasajera emoción—. En ese instante fui consciente que volví a su encuentro, sin poder discernir si lo hice porque quise reencontrarme con ella o porque quería aliviar, a través de su recuerdo, este dolor que me atenaza todavía. Pero sí sé que, estos dos acontecimientos: la tristeza que consume esta etapa de mi vida y el recuerdo de ella, solo podían ser unitivos a través de ese recinto universitario, porque fue, únicamente en ese instante, testigo transitorio de esta congoja que ahora me aflige y ámbito de mi amor con aquella sinuosa y bella muchacha que bordeó con su alegría una fase de mi juventud.
Zozobré buscando el lugar exacto —el mismo de aquella tarde de nuestro primer beso—, inferí con vacilación posibles sitios, el sillón (donde nos sentamos) que esperaba de guía ya no estaba. En una de esas tentativas me paré en un punto, y desde ese ángulo logré la reconstrucción que buscaba: vi la caoba asomarse temerosa por encima de la cornisa, sobre el costado izquierdo del viejo edificio cúbico; el obsoleto tanque se erguía oxidado frente a mí, y detrás del edificio; el busto de Simón Bolívar, que se hallaba en el centro de la plaza central del viejo edificio, me miraba igual que aquella vez: de soslayo; y, al fondo, las casitas, amontonadas, luchaban unas contra otras para no sucumbir ante la pendiente del conspicuo y decrépito cerro.
Aquella hermosa y turgente muchacha que evoco nuevamente, me empujó, hace muchos años, hacia un abismo que, siempre, tarde o temprano, muele nuestras vidas, nos somete a situaciones extremas y pone a prueba los límites que nos definen; el amor. Comencé a pensar en ella, y rápidamente sus cachetes surgieron como dos grandes y tersos duraznos; su sonrisa, solapada por la mano que casi siempre la ocultaba, se delineó a través del recuerdo del sonido infantil que emitía al reír; y sus ojos, que en ese momento se empequeñecían entre sus obesos pómulos y sus cejas, los recordé fielmente; también recordé las leves palmadas que me daba cuando algo le parecía gracioso o cruel; y cómo sus labios apenas entreabiertos se tornaban más pálidos cuando algo le aterraba o despertaba su interés.
Solo faltaba una pieza para terminar la reconstrucción del recuerdo que cruzó mi memoria sin proponérmelo: hallarme ahí. Pero cada suceso que determina mi vida me convierte, irreversiblemente, en alguien que se aleja de aquel que fui, que deshabita aquellos seres que he sido, que han poblado mi cuerpo y que ahora solo son despojos del tiempo, trozos de mi vida que intentan obstinadamente manifestarse a través de estímulos: personas, calles, lugares, melodías, aromas, etc; tales estímulos no son más que cuencas donde algo mío quedó allí depositado. Y perdurará allí hasta que ya no tenga memoria para rescatar mi pasado de la única manera que sé: yo, una sombra difusa que intenta esculpir su forma pretérita a través de cosas externas que dejaron huellas en mi vida. Y sufro, porque cambié (y seguiré cambiando) para querer ser siempre el mismo.
Cavilé pausadamente, pensé en ella, pensé en nuestra relación, pensé en nosotros aquella tarde en el viejo edificio, pero no logré determinar qué pensaba yo aquel día de nuestro primer beso, qué decía, qué esperaba de ella, qué anhelaba; qué sosegaba esa etapa de mi vida, qué la entristecía, qué la alegraba… no lo sé. Ninguna respuesta afloró inequívoca. Me sentí como un pozo, con fondo pero sin aforo, el cual ha sido rellenado y transformado a través del tiempo por cada una de mis versiones. Por más que intenté hallarme en ese recuerdo, solo conseguí remover las capas más superficiales de la inmensa columna de mi existencia, fue inútil buscarme y reconocerme en ese lejano estrato de mi vida.
El olvido, tal vez, es un mecanismo de defensa que me impongo inconscientemente para contrarrestar la aflicción que me produce cada despojo que desbasta mi vida y me aproxima con implacable eficiencia hacia mi destino último: alcanzar la línea de aforo final que solo puede ser trazada por la muerte. Parece que la culminación de una etapa, para mí, lleva implícito un deseo de anulación, de supresión total de cuanto he sido hasta ese momento. Entonces pretendo absurdamente forjar otro ser, distinto, sin memoria, con una personalidad sin empalme con el pasado. Pero es inútil, porque todo lo que ha marcado su sello en mi vida ahora está dentro de mí, y, de alguna forma (conocida o desconocida), me condiciona. Yo soy, entonces, la continuidad deformada, la zona media entre un área que se consume y otra que aguarda su destrucción.
En el transcurso de todos estos años, indudablemente, ella habrá cambiado, pero para mí sigue siendo como era en ese momento, por eso, hoy, al pensar en esa hermosa tarde de nuestro primer beso, la recuerdo con exactitud. Pero yo sé que no soy el mismo, lo que soy ahora se halla remotamente distante de aquel que fui. Lo que soy no encaja allí porque soy la pieza de un rompecabezas ahora incompleto, por eso no me recuerdo.
Aníbal Alvarado, escritor venezolano (Ocumare del Tuy, 1987). Profesor de Ciencias de la Tierra por el Instituto Pedagógico de Caracas – UPEL (2009) y geólogo por la Universidad de Oriente (2014). Actualmente cursa una maestría en Ciencias de la Tierra en la Universidad Simón Bolívar (USB). Textos suyos han sido publicados en diversas revistas virtuales de Internet.