Ni siquiera para las alimañas la guerra es fácil. Las trincheras son ciénagas, tan resbaladizas como cucañas; las ratas devoran cinturones y cartucheras, copulan a mordiscos y chapotean en los charcos amarillentos de fango y orines. Agotados, ateridos, niños con disfraz de soldado, rostros ennegrecidos por el humo y leve bozo, matan el tiempo trampeando con naipes grasientos, luchan con los piojos –que se multiplican dentro de sus calzones–, engullen judías con sabor a cobre o buscan bajo las mantas una satisfacción furtiva. La guerra no es noble ni santa, sino lúgubre y descarnada; y un olor a excrementos, el hedor dulzón de los fiambres que se agusanan sin enterrar, hinca los colmillos hasta la médula del alma.
Ni siquiera para las alimañas la guerra fue fácil. Para Ordovás el Mudo la guerra resultó particularmente cruenta. En su mundo sin luces ni palabras, una bala le atravesó el muslo, dejándole una cojera que todavía hizo su introversión más sombría, su marginación, inconscientemente autoimpuesta como la del eremita, más siniestra. En medio de la tropa, con su mirar fijo cuajado de arena, con su rostro cuadrado y térreo, mal afeitado, mal tallado en madera nudosa y basta, él parecía solo en medio del desierto. Cuando había que matar, arrastrando su cojera, un sanguinario instinto animal le lanzaba al combate; cuando había que morir, un fanatismo de asesino alucinado le precipitaba al abismo del campo de batalla. Cuando, finalmente, le atravesaron un ojo, todos creyeron que Ordovás el Mudo había dicho su última palabra.
No se trata de simple placer físico, sino de una efervescencia mental cercana al orgasmo; a pesar del hedor a sangre, a vísceras y carne que satura la atmósfera del matadero. Se siente la vibración de la cinta transportadora. Frente a él, una res que lo mira con sus ojos grandes, legañosos, implorantes. No le tiembla el brazo al descargar el martillazo. Los sesos salpican el delantal y de la cabeza triturada cuelgan un globo ocular y la lengua; el resto es pulpa rojiza.
El matarife descansa, se frota las manos y vuelve a levantar el mazo por encima de los hombros. La cinta trasportadora corre frente a él… ¡poum!, el animal se estremece, patalea, chilla como un ferrocarril al frenar sobre los restos de un suicida; apenas ha tenido tiempo de moverse y ¡poum!, otro golpe. En el momento de recibir el segundo impacto, saltan en el aire las cuatro patas y todo su pesado cuerpo parece levitar; luego se desploma con estrépito. La cinta vuelve a correr llevándose los restos del animal, que se convulsiona espasmódicamente, hacia sus compañeros, preparados para entrar a saco en el cadáver: ris-ras, las venas de la derecha, ris-ras, las de la izquierda. Esta vez la res ni siquiera le mira; agacha la cabeza, contempla el suelo, humillándose ante la muerte. El primer golpe no la mata, la deja respirando tortuosa, monstruosamente, asfixiándose en un prolongado resollar; y en el belfo se le mezclan leves ronquidos y espuma negra de sangre. Cuando descarga el golpe definitivo, piensa en su mujer; la muerte sobreviene de inmediato.
Son innumerables las ocasiones en que ha repetido el mismo movimiento. No suele fallar, tampoco divertirse; lo ejecuta mecánicamente. Hoy, sin embargo, en tanto golpea, farfulla incoherencias para sí mismo o se toma unos segundos para descansar, una sensación nueva le recorre el cuerpo, cosquilleándole en los músculos, embargándole de emoción. Sin querer, evoca bocetos de guerra, erecciones al apuntar en el pelotón de fusilamiento. Corre la cinta transportadora. La vaca es blanca, inmaculada como un traje de boda; y en sus ojos cristalinos adivina los de su mujer. Escucha su risa, paladea aquellos labios rojos, intensamente rojos, y siente susurros estremecedores en el lóbulo, en el cuello, el aire cálido de su boca, su saliva, los dientes acariciándole; se le acelera el corazón, el sudor le resbala por la frente, tiembla cuando la vaca parece gemir… Pero los brazos caen; y el animal estalla en rojo, muerto.
Ni siquiera para las alimañas la guerra fue fácil. Para Ordovás el Mudo la guerra resultó particularmente cruenta. En su mundo sin luces ni palabras, una bala le atravesó el muslo, dejándole una cojera que todavía hizo su introversión más sombría, su marginación, inconscientemente autoimpuesta como la del eremita, más siniestra. En medio de la tropa, con su mirar fijo cuajado de arena, con su rostro cuadrado y térreo, mal afeitado, mal tallado en madera nudosa y basta, él parecía solo en medio del desierto. Cuando había que matar, arrastrando su cojera, un sanguinario instinto animal le lanzaba al combate; cuando había que morir, un fanatismo de asesino alucinado le precipitaba al abismo del campo de batalla. Cuando, finalmente, le atravesaron un ojo, todos creyeron que Ordovás el Mudo había dicho su última palabra.
Sin embargo, Ordovás el Mudo volvió del país de las sombras. La herida curó, dejando la cuenca izquierda vacía de ojo, como souvenir, como pozo sin fondo; también la visión tartamuda. Lisiado y todavía convaleciente –a pesar de que hasta dormido apretara los dientes– fue enviado a casa. En su pueblo, Espinar Quemado, lejos de la sangre y la putrefacción, el contrahecho ex combatiente siguió haciendo, en el matadero, lo único que sabía hacer, lo único para lo que le habían formado.
El día entra rápido en la tarde como un cuchillo en la carne. De su derecha, cada breves instantes, le llega el rumor de los hachazos y el agua hirviendo. Huele a quemado, y restos de sesos y sangre salpican el suelo y el delantal. Siempre con la colilla colgando del labio, vuelve a limpiarse el sudor; luego se suena la moquita en la manga. Está cansado, lleva horas sin detenerse, increpa, masculla para sí; pero el tiempo se escurre a su alrededor con la tozuda rapidez de la cinta transportadora… ¡Poum! Otro golpe. La cinta sustituye al cuerpo agonizante por uno vivo. Es rutina… no, para él, hoy, no sólo es rutina. El bicho ante él, un ejemplar viejo, de carne correosa y aspecto sombrío, le recuerda ligeramente a su hermano, a quien al volver lisiado de la guerra sorprendió con su esposa. Sus mismas entrañas. Le revienta un ojo del golpe; se demora algunos instantes más de los necesarios en acabar con él, y durante el intervalo una sonrisa le escuece en los labios. Él nunca sonríe, y ya no lo hace cuando la cinta transportadora se lleva los restos en un charco de orines. Ahora, contemplándolo suplicante, hincándole en el pecho los garfios de sus ojos, descubre a su hija; o a quien durante algún tiempo creyó que lo fuera. La sospecha es como una tenía en el intestino; quizá ni siquiera sea sangre de su sangre. Se limpia el sudor de la frente, la sangre, la sangre de los guantes en el delantal. Sangre de su sangre, piensa. Cierra los ojos, levanta los brazos, mecánicamente, dejándose llevar… alguien lo detiene, y al volverse se topa con la mirada inexpresiva del encargado. «¡Vamos!, ¡vamos!», ordena, empujándolo con brusquedad. Encogiéndose de hombros, sangriento y sudoroso, el matarife se deja arrastrar. Atraviesan la nave, que de pronto se le antoja interminable como un sueño. Al salir al exterior recibe un bofetón de aire frío. Es de noche. Respira profundamente; el hedor a entrañas chamuscadas va perdiéndose a su espalda. «¡Vamos!, ¡vamos!» Quiere protestar, pero ya no es el encargado quien lo empuja, sino un guardia civil; que intenta esposarle.
No comprende lo que ocurre; pero no le gusta y se debate. El guardia civil saca su porra; él se la arranca de las manos y lo golpea en la cabeza como si fuera una res. Su camino, de pronto, está salpicado por curiosos que chillan y se apartan a trompicones. A su espalda se oyen gritos y voces. Sin dejar de correr –cargando su cojera, buscando caminos a la parpadeante luz de su único ojo, resollando como un bruto acorralado–, se vuelve y descubre callejones oscuros, siluetas hormigueantes y espasmódicas, gritos y órdenes que no comprende; y al guardia civil con el rostro lleno de sangre que, arrodillado, empuña una pistola y dispara. Sólo al sentir la muerte hurgándole en la espalda y caer al suelo, sólo al notar cómo el calor y la vida se le escapan a borbotones, Ordovás el Mudo se da cuenta de que hoy no ha salido a trabajar.
Filólogo de formación y apasionado de la palabra escrita, Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977) dirigió una librería hasta 2012, año en el que se trasladó con su familia a Tudela, capital de la Ribera navarra. Su primera novela, “Las ruinas blancas”, fue premiada en el XVI certamen “Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal”, convocado por la Diputación de Zaragoza en 2001. Un año antes, su siguiente novela, “Trovas de fierro”, había recibido el premio Alfonso Sancho Sáez del Ayuntamiento de Jaén. Sus relatos, premiados en muchos certámenes literarios, están recogidos en las antologías “El pan nuestro de cada día”, “Palos de ciego” y “Un ciervo en la carretera” actualmente a la venta.