Blito era un individuo curioso y tímido, que pasaba sus días, sumergido en el arte, las letras y la filosofía. Un día, en una iniciativa por formular un pensamiento para él innovador, tomó una cartulina y sus instrumentos de dibujo y trazó una espiral gigantesca y al pie del boceto escribió: “La vida es como un espiral: uno sabe dónde empieza pero no donde termina...”. Luego de plasmada allí esa reflexión, permaneció absortó durante al menos una hora, cavilando en la construcción de su razonamiento. De pronto, tomó el dibujo y lo guardo debajo de la cama de su alcoba.
Blito era muy estudioso y aprovechaba su facilidad para disertar, brindando un servicio de clases particulares a sus condiscípulos. Con el producto de su incipiente labor docente, Blito compraba pan, leche y dulces caseros en una panadería situada cerca de su hogar. Para llegar hasta ese establecimiento, recorría casi todas las tardes un camino bordeado de casas, a las cuales caracterizaba una por una hasta que cruzaba un viejo puente sobre una quebrada contaminada, donde el hedor hacía apurar el paso. Era el momento desagradable del paseo, pero al final siempre era divertido.
Leía mucho y se esforzaba en obtener buenas calificaciones. Una vez su profesora de literatura le dijo: “Te he escogido para que leas por micrófono un fragmento de las obras de William Shakespeare”. Blito no replicó, pero se puso muy nervioso sólo de pensar que toda la comunidad escolar escucharía su voz y el perfeccionismo de su mente no podía permitirle ni la más mínima idea de un error, sobre todo porque se trataba de un evento planificado dentro de la semana de festividad cultural. Ensayó mucho durante los días que antecedieron al evento y habló en público. Su profesora lo felicitó por su buena dicción.
Los libros eran el mundo de Blito, porque muy poco le gustaban las fiestas, pero le encantaban las exposiciones de arte. Dedicaba un buen tiempo observando personas y personajes y fue en ese momento que apareció, de su juego interior, Capito.
Capito era un ser polifacético. En ocasiones, se desenvolvía como un individuo muy maduro y resuelto. Una vez, Capito tomó la guía telefónica e hizo contacto con varias casas de decoración, solicitando cotizaciones para la remodelación de un consultorio médico. Tenía un tono de voz cautivador y sólo con escucharle, la gente apreciaba el buen desempeño de aquel sujeto.
Capito cuidaba mucho de su apariencia y Blito imitaba esta conducta. Capito modulaba su voz para parecer más importante y Blito lo observaba y lo remedaba. Pero Blito sentía un tormento y un peso que no podía explicar.
En las tertulias sostenidas durante largo tiempo, Capito siempre le recordaba a Blito aquellos episodios de su infancia y algunos tantos de su adolescencia, donde algunos de sus compañeros de clases y principalmente, sus hermanos mayores se burlaban y criticaban a Blito, porque era gordo. Esa situación progresivamente fue afectándolo, hasta el extremo de mostrar en ocasiones su rostro marcado por el desdén en el vestir y la desmotivación en el estudio. Pero como un carnero salvaje, Blito encaró con denuedo la cuesta escarpada y venció las escaramuzas de su taciturna existencia.
Blito terminó exitosamente -al menos en el tema del rendimiento escolar- el bachillerato e ingresó a la universidad. Era un nuevo mundo que se abría ante sus ojos, no sólo por el sistema de estudios sino por la experiencia misma de vivir en una ciudad distinta.
Luego de concluir el primer año de estudios en la universidad, Blito regresó por situaciones familiares a su ciudad natal, donde continuó su carrera. Durante aquellos años, Blito compartía los estudios con trabajo: primero a medio tiempo y luego a tiempo completo, lo cual ocasionó que su promedio académico disminuyera. No obstante, hizo esfuerzos significativos para que su rendimiento fuese aceptable.
Trabajaba en un horario de ocho de la mañana a cuatro de la tarde y asistía por las noches a la universidad. Al llegar extenuado a su casa, se duchaba, cenaba y estudiaba sus asignaturas hasta las doce de la noche. Luego, se despertaba a las tres de la madrugada y continuaba leyendo hasta las seis de la mañana, para marcharse nuevamente al trabajo.
Era una dinámica muy exigente. Había ocasiones en las cuales se exhibía su cansancio en el salón de clases: los ojos de Blito parecían las columnas de un templo griego que se desplomaba, pero súbitamente un hálito de esperanza que emergía de lo más profundo de su ser lo hacía reconstruirse milagrosamente.
Dentro de esta panorámica, se erigía la figura juzgadora, severa, demandante e inconscientemente sobreprotectora de su madre, a quien no le gustaba recibir visitas en su casa y menos de estudiantes, que pudiesen ensuciar los finos cojines de sus muebles de roble. Y si de muchachas se trataba, ninguna cumplía las estrictas pautas exigidas por la inflexible progenitora. Su vida social se empobrecía y su frustración era como lava ardiente.
Capito observaba lo que acontecía y repetía continuamente: “Es difícil desafiar las circunstancias. Recuerda que un buen hijo es aquel que antes de casarse le regala un apartamento o una casa a su madre”. Pero ese discurso, o más bien esa apología sobre la relación madre-hijo, no era producto de una reflexión originaria de Capito. Eran las consejas de su madre, pero adoptadas por Capito para su campaña particular, que se fue difundiendo de tiempo en tiempo.
Fatigado pero con una firme convicción, culminó sus estudios universitarios; pero había algo en su condición que lo ralentizaba. Era como una rémora. Era un parásito despiadado que lo carcomía por dentro, que le restaba claridad a sus pensamientos, lo paralizaba y frenaba sus acciones: era el miedo a vivir. En una ocasión, quería comprar una casa, pero Capito le habló y le dijo: “Piensa bien en lo que quieres hacer. ¿Has analizado lo que sucedería, si ya no pudieras pagarle más al banco el préstamo que piensas solicitar para comprar la casa de tus sueños? ¿Qué pasaría si te vieras agobiado por las tasas de interés? ¡Piensa, muchacho!”.
Era un desgaste diario contener las acometidas de Capito, quien no se conformaba con sólo hablar, sino que persuadía a Blito para que actuara como otras personas, que a juicio de Capito resultaban más atractivas, o más exitosas. Pero nunca Capito felicitó a Blito por algún trabajo bien hecho, o le dio palabras de aliento. Muy por el contrario, Capito se empeñó durante años en borrar el camino de la originalidad de la vida de Blito y en su lugar, instalar un arquetipo signado por la consigna de no atreverse a volar en un avión; de no hablar ante un auditorio; de no viajar por un supuesto mal presagio y a enaltecer por encima de todo la imitación. Era como cuando una pradera fértil, adornada de flores e iluminada por un sol radiante, se obscurecía lentamente ante el advenimiento de una tempestad voraz que arrasaba todo a su paso.
Era un difícil tránsito por aquel desierto hostil, seco y solitario de no aceptarse completamente a sí mismo, de permitir que otros le manipularen como una marioneta y de finalmente, caer tendido en un sombrío desfiladero de un mundo deslucido y sin sentido. Hubo un tiempo de tardes y noches enteras, vaciadas de color, en que languidecía y recordaba con insondable abatimiento aquella pradera hermosa, donde habitaba una presencia sabia, que muchas veces arrojó lucidez a su opaca existencia e irradiaba hidalguía y lo impulsaba a conseguir sus metas; pero que la vorágine de su locura hizo a un lado por un momento, que en medio de aquel infernal aislamiento, se volvieron siglos.
Blito reflexionó, pero esta vez, sin la compañía de Capito. La conciencia reapareció y como en los antiguos tiempos del rumiante montaraz, fue saliendo poco a poco de aquel círculo de desesperanza. El cielo se volvió despejado y la brisa fresca trajo relajación y concentración. Las interferencias de Capito fueron perdiendo fuerza.
Atrás quedaba la voz del más interior titiritero. Blito comandaba el timón de su embarcación, poniendo atención y enfocando sus acciones hacia sus objetivos precisos y claros, admirando el amanecer y la vida que se desplegaba en cada persona, en cada proyecto, en cada suceso o evento, rompiendo las cadenas de aquel fatuo narrador. Volvió a la pradera para reconquistar sus tierras y hacerse cargo de él y beber nuevamente de la copa del manantial de la presencia sabia, que un día le ofreció una vida..
Pablo Colina, (Maracaibo, Venezuela, 1969). Es abogado egresado de la Universidad del Zulia, donde también cursó la especialización de Derecho Administrativo y en la cual se desempeñó como profesor invitado en el Programa de Postgrado de esa disciplina, desde 2007 hasta 2012. Durante catorce años trabajo en el sector minero. Desde 2009, presta servicios como consultor independiente en el campo de las contrataciones públicas, particularmente para los sectores petrolero, naval y hospitalario. Entre 2015 y 2016, realizó una especialización en Coaching, auspiciada por FUNIBER. Aunque desde joven le gustaba escribir, comenzó a participar en certámenes de literatura en 2015. En 2016, su microrrelato “El Misterio del Valle de Santa Lucia” quedó dentro de los finalistas del certamen “Letras a Mil”. Ese mismo año, su microrrelato “Renacer en el Trópico” fue seleccionado para formar parte de la antología del certamen de poesía y microrrelatos “Calle la calle, (y oiga mi voz)”.