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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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157
Número Especial
12 5 2003
"Cómo conocí a Carlos Castaneda" por Héctor Loaiza

Ciudad de México, 16 de julio de 1982

Aquella mañana nublada, después de haber regresado de un viaje de varios días a Oaxaca, empecé hojeando diarios en busca del "flash" que me serviría en el reportaje que estaba haciendo para el semanario francés Paris-Match. Era la víspera de mi partida de México. Una nota en cuatro columnas en Uno más Uno, daba cuenta de la conferencia de prensa que Carlos Castaneda había dado días antes, a raíz de la salida de su libro “El Don del Águila”. Castaneda era el autor más inaccesible. A lo largo de su obra, había embrollado evidentemente las pistas de sus orígenes, decía ser brasileño (1). Muchos periodistas y canales de televisión norteamericanos, europeos y latinoamericanos habían intentado entrevistarlo en vano. Hice una encuesta rápida por teléfono para saber la editorial que publicó su libro (en su artículo, el periodista no lo había precisado). Era la Editorial Diana. Por otro lado, yo no tenía mucha esperanza de encontrarme con él. Al fin, hablé por teléfono con la encargada de prensa de dicha editorial que me dijo que Castaneda se encontraba aún en la capital mexicana, pero que no podía asegurarme que me concedería una entrevista. Muchos habían fracasado en el intento, ¿por qué yo tendría éxito? Debía forzar los acontecimientos. (Seguramente que esta actitud le gustó a Castaneda ya que después la llamaría ser la del “pirata”). No conseguiría nada quedándome en mi cuarto de hotel. Fui a ver en persona a la encargada de prensa de la Editorial Diana, para convencerla de que mi interés en hacerle una entrevista era también personal. Yo había publicado un relato en francés (1) sobre mi iniciación al conocimiento de los brujos indios de Perú. Le dejé un ejemplar de mi libro. Me prometió que haría todo lo posible por ponerse en contacto con Castaneda y me pidió el número de teléfono de mi hotel. No estaba tan seguro de que me llamaría. Esa tarde me quedé en el cuarto de hotel, ordenando los apuntes que había escrito para mi reportaje. Afuera se desencadenó una tempestad provocando inundaciones y embotellamientos en el tráfico. A eso de las 18 horas, llamó Fausto Rosales de la Editorial Diana, para anunciarme que Castaneda había aceptado que yo lo entrevistara. Me dio una cita a las 20 horas en el "lobby" del hotel Sheraton María Isabel donde Castaneda se alojaba durante su estadía en Ciudad de México. El Sheraton estaba en el paseo de la Reforma a cuatro cuadras de mi hotel. ¿Cómo lo reconocería? Me indicó que Castaneda era bajito, llevaría puesto un saco de paño blanco y jaspeado, corbata y pantalón azul. Estaría acompañado de su amiga norteamericana que era rubia. Llegué a la hora indicada al hall del hotel y me puse a esperarlo, imaginándome el rostro que tendría. Recordaba el retrato que le hizo un dibujante de una revista norteamericana en 1972, que el mismo Castaneda había borrado en parte para que no se le reconociera. El dibujo se publicó en diversos diarios y revistas del viejo y del nuevo mundo. Trataba de reconocer su aspecto en las personas que esperaban, como yo, en el lobby del hotel. Estuve parado un cierto tiempo, hasta que decidí sentarme en un sofá. De pronto, un poco más lejos, se levantó un hombre pequeño, de tez morena, acompañado de una mujer bastante joven con cabellos largos y rubios, repitiendo la frase en voz alta: “¡No ha venido!” Estaba vestido tal como me lo había descrito por teléfono Fausto Rosales. Yo me levanté para ir detrás del desconocido que, siempre acompañado de su amiga rubia, se dio vuelta de improviso y vino en mi dirección. Me acerqué tendiéndole la mano y le pregunté: “¿Carlos?” Con una sonrisa, me respondió que había estado muy preocupado al no verme, por lo que había preguntado por mí a varias personas. Una mecha de pelos negros y crespos estaba peinada hacia adelante, intentando ocultar su calvicie. Dos arrugas profundas atravesaban su frente. Sus ojos también negros eran grandes y penetrantes. Los párpados eran abultados y marchitos parecían ser pequeñas bolsas. Las arrugas hendidas en el rabillo de los ojos indicaban que reía mucho. Su rostro era ovalado, sus pómulos no eran salientes, su mentón terminaba en punta y, en el lado derecho, había un lunar. La barba espesa estaba afeitada con cuidado. Las dos hendiduras laterales que descendían de las aletas de la nariz hasta la boca eran también profundas. Sus orejas grandes acentuaban la impresión jovial que despedía el personaje. Aunque los rasgos no fueran armoniosos, el conjunto del rostro, sobre todo su mirada, era fascinante. Creía haberlo visto antes en algún lugar, (era el tipo de persona que se ve mucho en Perú, me recordaba a un psiquiatra que yo había conocido en Lima en mi época de militante). Pocos minutos bastaron para darme cuenta de que la "corriente pasaba entre nosotros". Nos tuteamos con naturalidad. (Al verme, Castaneda despejó inmediatamente sus últimas reticencias. Estaba con un compatriota y no podía representar más la comedia de decirse brasileño). Al principio hablaba en un español con entonaciones argentinas, especialmente en su pronunciación de la “ll”. Más tarde, diría que mi evolución personal le decidió a conocerme: de militante de extrema izquierda en mi juventud terminé en Europa en el esoterismo. Me presentó a su amiga y luego me preguntó si quería ir a una invitación que le habían hecho unos amigos. Así podríamos hablar. Salimos del hotel, Fausto Rosales nos estaba esperando en un Wolskwagen con el cual nos llevaría a su casa. Castaneda y yo nos instalamos en los asientos de atrás, mientras su amiga se sentó al lado del conductor. Mientras el coche recorría las avenidas repletas de vehículos diversos, me hacía preguntas sobre el viaje que yo había hecho a Oaxaca, ya que creía que yo había ido a esa hermosa ciudad tras los rastros de don Juan. Me hizo la confidencia después sobre la invitación que le había hecho años atrás el entonces Embajador de Perú en Washington. El diplomático había tomado contacto con su agente literario, pese a que rehusara invitaciones de ese tipo, había aceptado por respeto a su cargo. La entrevista fue formal, el Embajador y Castaneda hablaron de generalidades. El asunto hubiera terminado en el olvido, pero varias semanas después otro peruano le contó a Castaneda el comentario del Embajador: “Sí” había dicho, “conocí al célebre Carlos Castaneda. ¡Ay! ¡pero había sido cholo!” Al terminar su relato, Castaneda lanzó una sonora risotada. Después dijo que Mario Vargas Llosa había ido a Los Angeles con un equipo de un canal limeño (donde el escritor animaba por ese entonces un programa cultural) y había intentado también entrar en contacto con Castaneda para entrevistarlo. Éste no aceptó la propuesta del escritor. En el salón de la residencia de su familia, Fausto Rosales me presentó a su hermano, a algunas empleadas de la Editorial Diana, entre las que se encontraba la responsable de prensa y a una hermosa mexicana de unos treinta años que se parecía a María Félix. Llegó después un grupo de muchachos, seguramente “cuates” —como se dice en México— de las empleadas de la editorial. Los muchachos estaban un poco “volados” y también ebrios. Me senté en un canapé al lado de Castaneda, que a su vez estaba acompañado de su amiga. Al poco rato, ambos se juntaron a los demás invitados que subían al primer piso donde aparentemente estaban las mesas con las comidas y las bebidas. Me quedé conversando un rato con la responsable de prensa sobre temas diversos que iban de mis impresiones sobre la Ciudad de México, sobre Oaxaca y otras ciudades del sur que yo había visitado. Viendo que el salón se había quedado vacío, me decidí también a subir al otro piso para juntarme con los demás. Al llegar, oí que Castaneda estaba burlándose de mí, me llamaba “peruano europeizado” y reía a carcajadas. Al darse cuenta de mi presencia, cambió de tema. Se puso a contarle a la anfitriona, a la señora Rosales, sus peripecias en la búsqueda de una casa que deseaba comprar para albergar al clan de don Juan, donde se consagrarían a sus experiencias. Después de que los invitados hubieran saboreado los diversos platos mexicanos, bebido algunas copas de vino, vasos de cerveza o de refrescos (Castaneda comió muy poco y no bebió vino), alguien le pidió que diera una charla. Para lo cual, descendimos al salón de la planta baja. La asistencia estaba literalmente bajo el encanto de sus palabras. Su humor irreverente hacia consigo mismo acrecentaba aún más la simpatía de las personas reunidas allí. Habló de don Juan, cómo había desaparecido de nuestro mundo convertido en energía pura. Insistió en la noción del desapego y sobre la actitud del “guerrero” frente a la vida. Algunos de los asistentes le hacían preguntas que él respondía sin tardar. Pero uno de los cuatro jóvenes, bajo el efecto de la hierba y de la cerveza, le preguntó a boca de jarro: “¡Oye, Carlos! ¿Dónde está la lana (3)?” Disimulando su desagrado, Castaneda se quedó en silencio. Intervine para corregirle al muchacho que, en nuestro medio latinoamericano, se criticaba a un escritor que había tenido éxito pecuniario por su talento. Pero se aceptaba como una cosa natural que el director de una gran empresa o el banquero amasaran fortuna. El ex abrupto del muchacho le cortó las ganas de continuar su charla. Además ya era tarde. Yo me preguntaba en qué momento le haría la entrevista a Castaneda. Después de agradecer a la anfitriona y de despedirnos de los invitados que se quedarían aún, Fausto Rosales nos propuso conducirnos otra vez a nuestros respectivos hoteles. Me instalé en el asiento de atrás junto a la amiga de Castaneda, mientras éste se había quedado diez metros más lejos conversando con la bella desconocida que se parecía a María Félix. La amiga me comentó que Castaneda se permitía regresar a Perú para ver a su familia, como no se conocía su apariencia física y como había publicado sus libros en realidad con un seudónimo (4). En ese preciso instante, Castaneda se acercó al Wolskwagen donde le estábamos esperando, para pedirle a su amiga de una manera afable que le permitiera ir al día siguiente al cine con la hermosa mujer. La amiga le respondió que no había ningún problema y se fue, bastante risueño, a darle la cita a la bella. En el camino de regreso al centro, me anunció que en vista de que estaba cansado, era mejor que yo lo entrevistara al día siguiente muy temprano. Nos dimos una cita en la cafetería de su hotel.

(1) Sobre el mito de su origen brasileño, uno de sus discípulos, después del fallecimiento del maestro, insiste en su website en decir que Castaneda nació en el pueblo fronterizo del norte de Brasil, Iukeiri, pero la ortografía del pueblo es incorrecta. En realidad, sería Juqueri. (2) "Le chemin des sorciers des Andes", Editions Robert Laffont, París, 1976. La versión española, "El camino de los brujos andinos", fue publicada por la Editorial Diana, México, 1998. (3) La palabra “lana” de la jerga mexicana designa al dinero. (4) Se puede decir que “Carlos Castaneda” era un seudónimo, ya que sus verdaderos nombres y apellidos —que seguramente figuraban en su pasaporte— eran “Carlos César Arana Castañeda”, nacido en la ciudad de Cajamarca (Perú), el 25 de diciembre de 1925. Hijo de César Arana Burunguren y de Susan Castañeda Novoa.

acerca del autor
Héctor

Relatos de Carlos Castaneda: "Las enseñanzas de don Juan"; "Una realidad aparte"; "Relatos de poder"; "Viaje a Ixtlán"; "El segundo anillo del poder"; "El Don del Aguila" 1982; "El Conocimiento silencioso", 1988; "El Fuego Interno", 1994; "El arte de ensoñar", 1995. Otros libros teóricos: "Pases mágicos", 1998; "La rueda del Tiempo", 1998; "El lado activo del infinito", 1999.