Tengo un cheque de un millón de dólares y no sirve. Lo tengo hace más de quince años y ni siquiera está a mi nombre. Es del señor Stevenson. Está impreso en cartón y es grande como un cartel de venta de casas. Me acuerdo cuando se lo ganó en el programa de televisión La Rueda de la Fortuna, que veíamos los domingos antes de almorzar. Lo sostenía con sus dos manos, sonreía. Yo lo llevé cargado, bajo el brazo. No entraba en el auto. Ahora está en mi garaje detrás del freezer. El cheque fue una de las cosas que me traje de la casa del señor Steveson, pero no la más valiosa.
Era la casa más grande del pueblo y estaba a las afueras, la casona blanca, la llamábamos. Después de su muerte, quedó vacía unos años hasta que unos extranjeros la compraron. En aquel entonces mi hermana, que trabajaba en bienes raíces, tenía que entregarla vacía.
—Todo tiene que irse —había dicho mientras abría con la llave la puerta de madera cuyo hall de entrada estaba cubierto en mármol. Me entregó unas cajas y empecé mi labor de empacar lo que estaba suelto. El trato era que, a cambio de ayudarla, me podía llevar lo que encontrara. No había muebles, pero sí lámparas, libros, alfombras, algunas revistas viejas, utensilios de cocina en cajones. Al terminar el día, deposité las cajas afuera, al lado del tacho de basura, tal como me lo había ordenado. Vendría un camión por las cosas o el barrendero, lo que ocurriera primero. Estaba desanimado, no había encontrado nada de valor, hasta que entré al garaje. Apenas bajé las escaleras, lo vi. Allí, estacionando en el medio de lugar, estaba el Cadillac. Modelo el dorado. Una joya oculta, recuerdo haber pensado. Un azul intenso que brillaba en la oscuridad. Alcé las manos como agradeciendo al cielo. Sonreía e inclusive recuerdo haber largado alguna carcajada. No quería rozar el auto, como si cuidara que mi entusiasmo no rayara la pintura. Los faroles eran originales. Estaba impecable, no lo dudé, abrí la puerta y me senté. Deslicé mi mano por el tablero, arrastrando el polvo, lo limpié con la manga de la remera. Así estaba mejor. Tenía las llaves puestas. Di vuelta pero no arrancó. Era evidente, la batería estaba agotada. No quise forzarlo. Lo arrastré de a poco, hacia afuera. Transpiraba. Lo coloqué al lado del auto de mi hermana, e hice puente con los cables del baúl. Fue más rápido de lo que había imaginado, después de varios intentos, cuidando de que no se ahogara el motor, arrancó. Con un grito de alegría, lo manejé dando vueltas por el jardín. Mi hermana me vio desde una ventana del primer piso. Al verme abrió la boca y levantó su mano, pero no emitió sonido. Sabía que llevándomelo le hacía un favor.
—Está bien, llevátelo, pero las cortinas te tocan a vos.
Yo cantaba mientras bajaba las cortinas al piso. Eran muchos ambientes, y las telas ya descoloridas caían desinfladas desnudando la casa sin gracia. En un cuarto del segundo piso, vi la caja en el ropero. No había reparado en ella. Era una caja de jugos de supermercado, abandonada en el último estante. Tenía escrito Rose en uno de sus lados. La tomé y la puse en mi nuevo auto. Ese fue mi primer auto y aún lo conservo.
No fue hasta que unos meses atrás, cuando mi mujer me dejó, y se llevó varias cosas del garaje, que el vacío volvió a llenar mi vida. Las cosas que me llevé aquel día de la casa del señor Stevenson seguían arrumbadas allí. El Cadillac, el cheque y la caja. Tomé la caja y vi el nombre otra vez, Rose. No había gran cosa, una libreta con garabatos, una muñeca miniatura sin cabeza, unos anteojos de lectura de marco verde, la cascara de una nuez y unos crayones. Estuve a punto de tirarla a la basura, cuando sentí curiosidad por ese nombre, Rose ¿Sería un familiar? Que yo recordara el señor Stevenson siempre había vivido solo. Así que me propuse investigar un poco en la guía telefónica e internet y di con ochenta y seis personas con dicho de nombre: Rose Stevenson. Como solo había encontrado el email de treinta, me pareció un buen número para empezar. Mandé el mismo correo escueto que titulaba “tengo cosas que pertenecían al señor Michael Stevenson” a todas esas direcciones encontradas junto con mis datos. Muchas me rebotaron y no obtuve respuesta. Sin embargo, el martes por la tarde sonó el teléfono y era ella. Rose, quien yo presumí la sobrina. Quedó en venir el sábado.
Hace unos días que no hago otra cosa que preparar la casa. Aspiré el living y el comedor. Es increíble la cantidad de polvo que se junta debajo del sillón. Guardé la caja en el aparador del comedor junto con las llaves del Cadillac. Está reluciente, le he llenado el tanque y ya lo empiezo a extrañar. ¿Por qué no intenté contactarla antes? ¿Por qué ahora? La verdad que no lo sé y espero que ella no me lo reproche. Repito en voz alta, que era joven, que no pensaba que tenía un familiar. No engaño, pero solo me justifico. Creo que soy de esas personas que siempre toman en la vida. Eso decía mi ex y debe ser cierto. Es tiempo de devolver, aunque no sea lo mío.
Cuando sonó el timbre di una última mirada al living y a la entrada para comprobar que todo estuviera en orden. Abrí con una sonrisa y me llevé un grata sorpresa. No me la había imaginado así. Llevaba pelo corto, castaño claro y vestía de jeans y camisa leñadora. Le pregunté si quería un té y me dijo que sí mientras me seguía a la cocina. Puse el agua a calentar, mientras sacaba una bandeja para poner las tazas. Ella se sentó en la mesa de la cocina y adivinando que llevaría las tazas al living dijo:
—Aquí está bien, no te molestes.
Vi la taza del desayuno todavía en la bacha y la lavé de inmediato. Abrí el paquete de medialunas que había comprado esa mañana y lo puse en un plato en el centro de la mesa.
—Me sorprendió su contacto —me dijo.
Puse las manos en la mesa, agaché la cabeza unos segundos y luego mirándola a los ojos dije tomando coraje:
—Le pido disculpas por mi demora. Ha pasado demasiado tiempo y nunca me lo he planteado hasta el momento, es que yo…
La pava empezó a chillar y me calló.
Puse el té en la mesa y le serví en la taza. La rodeó con sus manos como si tuviera frío. Su cara estaba serena. Tomó un par de sobros y me miraba sin decir nada.
—El señor Stevenson fue mi padre, no mi tío. Mi madre, nunca quiso dejar la ciudad y mudarse aquí. Lo vi pocas veces en mi vida.
Yo me pasé la mano por la frente, me sentía aún más culpable. Sin saber que hacer, fui a buscar la caja al comedor y se la coloqué enfrente. Ella siguió con sus dedos su nombre escrito. Abrió la caja con cautela, y fue sacando las cosas de a una. Tomó los anteojos verdes y se los llevó al pecho de inmediato. Con los ojos cerrados irradiaba más calma. Sonreía. Aún hoy, sigo con la intriga cuál habrá sido ese recuerdo que le vino a la mente. Se los puso y los anteojos se inclinaron para el lado derecho, el puente estaba roto. Puso cara de payasa y luego y se los colgó en el primer botón de su camisa. Siguió tomando el té y volvió a guardar todo dentro de la caja.
—Venga, acompáñeme al garaje —dije.
Me siguió con la taza en la mano. Al ver el auto, levantó las cejas.
—Tiene el tanque lleno —acoté y me mordí los labios.
Ella rió y tomó un par de sorbos. Miró alrededor del garaje, no hacía falta ser un experto para darse cuenta que estaba todo amontonado, desprolijo. Vio el cheque y, siguiendo su mirada, lo saqué de atrás del freezer y se lo acerqué para que pudiera verlo, pero ella siguió dando vueltas, sin prestarle atención. Lo acomodé de nuevo. No estaba acostumbrado al silencio de otros en mi casa. Habría jurado que en esos minutos ella estaría pensando en el ser tan patético que había encontrado. Metí las manos en los bolsillos y la miré avergonzado. Ella salió del garaje y fue directo a la cocina. Sirvió más té en las dos tazas y comió una medialuna. Empezó a hablar del tiempo, y en lo rápido que había llegado desde la ciudad. Cada tanto, tocaba los anteojos colgados, como si comprobara que estuvieran allí. Era linda, no sé si eran sus ojos miel o su sonrisa, pero me detuve a contemplarla. No recuerdo mucho de aquella conversación. Se marchó igual como había venido, en su auto compacto. Me agradeció con un abrazo cálido. Parecía sincera. Sentí los anteojos verdes contra mi pecho. Fue lo único que decidió llevarse. Todo lo demás sigue en mi garaje, arrumbado y desprolijo.
Marisol Genoud nació en Buenos Aires (Argentina), en 1974, ciudad donde reside. Es Licenciada en Administración de Empresas (1997) por la Universidad Católica Argentina. Trabajó muchos años en el área de Marketing para luego dedicarse de lleno a su pasión por la literatura, participando de varios talleres literarios de escritores. Desde hace algunos años se dedica a escribir y a la docencia, dando cursos de escritura creativa y talleres. Su obra se centra en relatos y cuentos cortos, algunos de los cuales fueron publicados en revistas literarias de habla hispana. Prepara la salida de su primer libro de cuentos, al mismo tiempo está escribiendo una novela.