Estábamos jugando una cascarita en el callejón, uno de los muchos que existen en la colonia Agrícola Oriental. Allí había de todo, uno que otro desocupado, varios alumnos del cetis, tres ceceacheros y cinco de la prepa dos. Como son vacaciones y no teníamos planes ni dinero, decidimos hacer algo de ejercicio en esa tarde lluviosa de agosto.
Aunque apenas eran las cinco, una nube negra estaba sobre la colonia y amenazaba lluvia, por lo que nos esmerábamos en anotar lo antes posible para que el juego valiera la pena; el trofeo era un cartón de cerveza indio.
Entre gritos a favor y en contra, escuchamos una especie de zumbido sobre nuestras cabezas y una potente luz se proyecto sobre nosotros. Salía de la nube y nos causó mucha extrañeza; de inmediato comenzamos a flotar por los aires siete de nosotros y en cuestión de segundos llegamos a lo que supusimos era una nave espacial.
Terminamos en una especie de acuario al revés, nosotros estábamos en una zona seca, ventilada y bien calefaccionada con luz blanca y alrededor de nosotros estaban varias decenas de delfines en un gran tanque observándonos con mucha curiosidad. Nosotros también los observamos y notamos que cada delfín tenía su propia personalidad y carácter. Los más jóvenes eran traviesos y juguetones; la mayoría de las veces se mostraban tímidos con los humanos y evitaban la proximidad pero, en ocasiones, tenían un arrebato de audacia y se acercaban a tratar de jugar con nosotros esforzándose en comunicarnos algunas cosas.
Los delfines adultos eran reservados y severos, parece que tenían una jerarquía establecida porque cuando el mayor de ellos notorio por su tamaño y peso comenzaba a hablar como dándoles instrucciones, todos los demás se callaban y ponían atención.
El comandante delfín mandó a llamar a lo que luego supusimos era el médico de la expedición para que nos revisara, lo cual llevó a cabo con una especie de luz que nos enfocó individualmente por algunos segundos y que dio por resultado una especie de radiografía con datos biométricos.
Nos dimos cuenta que los delfines se comunicaban entre ellos con silbidos agudos de diferente tono e intensidad que, en ocasiones, podíamos percibir con claridad pero, otras veces, sólo notábamos porque nos molestaban sobremanera.
Si sólo hubieran sido silbidos, la comunicación entre delfines y chavos hubiese sido imposible pero, ante nuestra perplejidad y desconcierto, los delfines, supuestamente más inteligentes que nosotros porque nos habían secuestrado sin mayor esfuerzo, intentaron y lograron explicarnos sus planes con unas películas que nos proyectaron en el techo de su nave. Posiblemente, las películas eran de origen humano (al menos en parte), porque se parecían mucho a las de National Geographic, que en ocasiones pasan en la televisión por cable.
Hace unos tres mil millones de años, los antepasados de estos delfines secuestradores llegaron a la tierra y descubrieron un planeta líquido, de aguas no muy salinas, tibio y bastante agradable. Algunos decidieron quedarse y colonizarlo; de ellos descienden los delfines terrestres actuales, las ballenas, los cachalotes y todos los cetáceos que ya sabemos andan nadando por allí.
No obstante, estos colonizadores descubrieron que en algunas zonas costeras existían unos simios de inteligencia elemental que les divertían mucho. Algunos de sus sabios decidieron experimentar y mezclaron los genes de simios más avanzados de su propio planeta original con los de una changa conocida como “Lucy” en la historia humana.
Lucy murió a los veintitrés años de edad de un rocazo en la cabeza, pero ya había parido a cinco o seis changuitos, el doble de inteligentes que ella, los cuales empezaron a moverse, construir herramientas y evolucionar más rápido de lo esperado.
Los delfines terrestres, sin su tecnología, quedaron como animales muy vivarachos que siempre simpatizaron con sus criaturas, incluso las salvaban cuando caían al agua y estaban en riesgo de ser comidas por tiburones o de ahogarse.
Los descendientes de Lucy llegaron a ser el homo sapiens y se reprodujeron prodigiosamente poblando todas las regiones del planeta. En cierto modo, los delfines estuvieron constantemente muy cerca de su creación humana; en la zona del mediterráneo, apoyaron la consolidación de la cultura Minoica, cuyos artistas, antes de consagrar al toro, pintaban delfines en todos sus palacios y templos. Como han descubierto los arqueólogos actuales, si bien la isla de Creta parece hoy árida y escasa de agua, sin ríos navegables, en la edad de bronce existía allí mucha agua dulce y los ríos eran mucho más caudalosos que en la actualidad. Pudiera ser que los delfines remontaran las aguas desde el amplio litoral cretense y subieran por los ríos hasta casi el centro de las ciudades minoicas; de modo tal que incluso Homero decía que los cretenses creían vivir en un reino acuático. Los minoanos sabían algo que nosotros ignoramos.
Ya en territorio nacional y hace relativamente poco tiempo, los delfines observaron que los mayas estaban avanzando muy rápido en la astronomía, las matemáticas, la arquitectura y el urbanismo. Los mayas fueron un pueblo muy avanzado que construyeron ciudades como Chichén Itzá, la cual contiene además de una enorme pirámide dedicada a “los dioses” que en cierta época del año genera una sombra que simula la llegada desde el cielo de la gran serpiente Kukulkán, un interesante observatorio astronómico, registros calendáricos en piedra y una gran plaza donde celebraban complicados rituales. También se descubrió allí un enorme cenote o cisterna subterránea que aún alberga millones de litros de agua potable durante todo el año.
Como todas las cosas humanas, Chichén Itzá no fue construida de una sola vez; esto lo sabemos por los diferentes estilos arquitectónicos y decorativos. Se observa una influencia tolteca del centro del país en primera instancia, para después reflejar la influencia de los putunes, otra tribu maya que emigró desde Campeche hasta el norte de Yucatán.
Los mayas les cayeron simpáticos a los delfines y ambos supuestamente se pudieron comunicar mutuamente gracias a que los humanos construyeron una ciudad llamada entonces Zamá que significa “amanecer” y ahora conocida como Tulum que en maya actual significa “muralla”, debido a que en su época de esplendor estaba rodeada por una barda alta que se abría hacia la orilla del mar Caribe, donde sabios de ambas civilizaciones podían intercambiar experiencias.
Los delfines estaban tan contentos con los mayas que les ayudaron a construir su primera nave interplanetaria y recibieron con gusto a K´inich Janaab Pakal en su base establecida fuera del sistema solar. Pakal quedó tan satisfecho de la visita que grabó tan memorable acontecimiento en la lápida que cubre su momia en la ciudad de Palenque.
Delfines y mayas hicieron un calendario conjunto que no era sino una gran agenda o “aide memoire” para ambos pueblos. Los 5,125 años de cada gran ciclo calendárico maya, eran el tiempo terrestre que una expedición de gentiles delfines extraterrestres tardarían en ir a la tierra y volver a su planeta, por lo que, para evitar que se perdiera todo este conocimiento y las nuevas generaciones los entendieran, se puso como fecha para el nuevo encuentro el año 2012 en nuestra cuenta actual. Precisamente de estos datos conservados en la memoria tradicional de nuestro pueblo, nació la leyenda del fin del mundo en el año citado.
Mucha gente ignorante creía que, al terminarse la cuenta larga del año maya vendría una especie de catástrofe que terminaría con todos nosotros como especie humana, por lo que empezaron a correr infinidad de rumores, a elaborarse disparatadas teorías y a publicarse muchas variantes escritas de un mismo tema: el fin del mundo humano.
Incluso se publicó una película de Hollywood en la que una familia se la pasa dos horas corriendo para lograr salvarse al subir a una especie de arca de Noe mejorada y actualizada, la que al fin encalla en uno de los picos de la cordillera del Himalaya.
Lo que verdaderamente habría de pasar es que al terminarse la cuenta larga del año maya en el año 2012, se anunciaba la visita de los delfines que vivían en un planeta de una galaxia alejada varios años luz del nuestro y vendrían a supervisar cómo seguía avanzando el experimento que habían empezado hacía ya más de dos millones de años.
Como hacía mucho tiempo que los delfines no se daban una vuelta por acá, y menos sabían cómo había evolucionado Chilangotitlán, después de que los españoles nos enseñaron unas cuantas malas mañas, nos trataron como a inocentes changuitos que valdría la pena llevar a conocer su delfinario mayor.
Sólo que nosotros no teníamos ningún interés en perder nuestras inscripciones a la UNAM, el Poli, la UPN, y la UAM, que tantos dolores de cabeza nos habían causado (sin contar los constantes regaños y jalones de pelos de nuestras tradicionalistas madres mexicanas).
Decidimos armar un motín a bordo para que los delfines no fueran tan confiados en su próxima visita. Drenamos los tanques y los pobrecitos animales sólo boqueaban y abrían tremendos ojotes. Descubrimos que las computadoras también podían moverse al tacto como las pantallas touch de nuestros celulares y, como Dios nos dio a entender, aterrizamos ese armatoste en los llanos de Iztapalapa, donde nos recibieron los amorosos azules de la Brugada que nos dijeron que no podíamos estacionarnos en lugar prohibido y nos pidieron una mochada. Los cuerpos de los delfines los vendimos en el mercado de San Juan y la chatarra en la Ronda.
Álvaro Marín Marín, Ciudad de México, 1955. Estudio Licenciatura en Historia y Maestría en Historia de México en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Hizo la Maestría en Pedagogía en la Universidad Pedagógica Nacional de México. Ha publicado diversos trabajos revistas impresas y en revistas electrónicas que se pueden encontrar en la Red. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo ANUIES.