La primera vez que supe de su nombre fue a través de un amigo en común llamado Enrique Escopez, actor, profesor de letras, quién miraba a su amigo como lo que él no pudo llevar a cabo en la vida: vivir en París y enseñar en una universidad parisina. Así pues, él me relataba anécdotas vividas en su ciudad natal, La Plata, junto a su amigo Saúl. Así fui construyendo, treinta años atrás, una imagen del albacea de Cortázar.
Años más tarde, yo era estudiante en Bucarest y transitaba la época del exilio. Había llegado a París con diez dólares en el bolsillo, y una amiga de una amiga me albergaba, además ella conocía a Saúl, era su alumna en la universidad. Me dio su teléfono y le hablé. Mi idea era que a través suyo, yo actuara en la universidad Saint Dennis para el público latino y para los estudiantes de lengua española. Yurkievich se mostró muy dispuesto, pero la falta de dinero hizo que la comunicación telefónica se cortara. Ese mismo día decidí viajar caminando a la universidad. Cuando llegué él ya había partido. No tenía dinero para quedarme un par de días más, así que me fui de París con la conversación telefónica interrumpida.
Veinte años después se produjo el único encuentro real. Estaba haciendo mi doctorado en España y se me ocurrió viajar a París a entrevistar escritores. Así llegué a su departamento un día de sol, algo infrecuente en esa ciudad. El resultado fue la entrevista que a continuación se publica, y el último encuentro, lo sitúo ahora, a través de otro escritor en Francia, Héctor Loaiza. Cuatro décadas, cuatro encuentros. Y la imagen de ese hombre, apoltronado en su silla, un pedazo de sol en sus anteojos y la sonrisa amable de un escritor argentino en París.