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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
11 8 2014
Hoy por Roberto Buelvas Gómez

14-Marzo-2011

Debieron ser ojos de piedra los que vieran esa historia de la que soy testigo, una muerte como ésa no se repetirá nunca más. Mi amigo, no mi único amigo pero sí de los mejores que me han salvado, murió hace casi 17 años; apenas ahora entiendo sus últimas palabras. Dios, si he de morir así, que muera hoy, que muera ahora, de ese modo no habrá tiempo que valga.
Una voz más digna pudo ser la que recogiera esta anécdota pero no me atrevo a confiársela a nadie. Un cualquiera ajeno al transcurso de los hechos podría transformar a mi amigo en un mesías o en un monstruo. Lamentablemente, sólo yo puedo guardar esta historia. Dice así:
Desayunaba tranquilamente en mi casa, la noche me había dejado con un sentimiento extraño de que todavía soñaba y sólo el calor de la comida me empezaba a despertar de verdad. De pronto suena ese teléfono que casi nunca escuchaba. Fue la primera vez que mi amigo me llamó por cualquier motivo. Lo oía masticar su propio desayuno desde el otro lado de la línea. Me invitó a una reunión que tenía ese día en su casa y le dije que tenía que trabajar. "¡¿Cómo se te ocurre?!" me gritó él, y oí cómo se atoraba con su comida. En resumen, me convenció. Tuve que llamar para que cancelaran mis citas de ese día.
Siempre que recibía a mi amigo en mi casa, él me llevaba algún regalo, y no sólo conmigo, a cualquiera le daba algo que le llamara la atención. Como tal, quise comprarle algo, y como más o menos conocía ya sus gustos, fui a una librería. Allí, mientras buscaba algún libro que le pudiera gustar, me lo encontré. Estaba sentado en el piso al pie de una estantería leyendo a su acostumbrada velocidad. Normalmente, a pesar de leer tan rápido como lo hacía, él podía también percatarse de todos los movimiento que a su alrededor se hacían; en esta ocasión no me vio, sólo siguió leyendo. Me acerqué a saludarlo y lo asusté, pero luego se rió y me invitó a sentarme. Me miró a los ojos y me pareció que tenía algo poco común.
Aun así, me senté con él y hablamos un buen rato. También en su conversación había algo extraño, sus palabras se sentían más débiles y más recargadas de sentimentalismo, pero además me habló de hacer algo. Esa forma imperativa era demasiado inusual en él como para pasarla por alto, así que le pregunté: <<amigo, ¿te pasa algo?>>. Él dejó caer el libro que leía, parecía que lo tenía ya planeado, y me contestó: <<eso parece>>.
En ese momento empezó a declamar su poesía, que remató con el verso: "Naufrago hoy hacia mis horizontes de dilatada melancolía". Esto sí era normal y olvidé por completo todos los síntomas anteriores. Seguimos hablando como si nada hubiera pasado. Pagué el libro que escogí para él y se lo di. Mi amigo me abrazó. Esto no era tan normal pero tampoco era la primera vez, no le presté atención. Fuimos enseguida a su casa y en el camino me dijo: <<es importante que estés aquí hoy, y que cargues esto también>> me dio entonces una pistola. No podía imaginar de dónde la habría sacado ni por qué quería que la llevara. Aun así me había dicho que era importante. Al comenzar la reunión descubrí la razón.
En realidad yo era el único amigo que estaba en esa reunión, el resto eran sus enemigos. No se odiaban para nada, sólo que por cosas de la vida, habían tenido problemas antes. Mi amigo buscaba reconciliarse con ellos y me tenía allí para darle apoyo en caso de que salieran mal las cosas. El plan en general era una buena idea. Él no quería quedar con ese rencor, ¿y por qué no llevar a cabo su plan?
Lentamente, la sala fue llenándose de gente gris con rostros enojados. No tengo ni idea de qué podían pensar ellos sobre mi amigo o su plan, para ellos sólo sería una extravagancia o algo parecido. Sólo alcancé a darme cuenta de que cuando oyeron que los habían reunido para disculparse, la mayoría no lo tomó en serio. Pero hubo uno que aceptó sus disculpas y le devolvió un abrazo. Ese hombre salió enseguida y nunca más lo vi. Los demás, entonces, se echaron a reír de la forma más absurda posible. Al parecer nos tenían ahora por payasos y empezaban a tomar toda la reunión como un espectáculo. Finalmente se fueron uno por uno, dejándonos solos. No hubo uno que no saliera muerto de risa. Después él me miró y dijo: <<eso fue un éxito. No creo que ninguno de ellos vaya a guardarme algún rencor>>.
Festejamos la operación yendo a buscar a otro amigo. Con él, fuimos a buscar a otro, y luego a otro, y luego a otro; hasta que completamos todo el grupo. Eso sí que fue una alegría. Hablamos por horas y comimos de todo.
Hubo un momento, cuando ya era de noche, en que mi amigo se alejó y fui a ver qué hacía. Descubrí que en realidad sólo estaba viéndonos, y de nuevo noté eso extraño en sus ojos. De inmediato recordé todo lo demás: sus pequeños gestos de desagrado, su mirada más perdida de lo normal, la expresión de enfermedad de su rostro, los súbitos temblores; que por alguna razón antes ignoré. Volví a preguntarle si le pasaba algo y él contestó lo mismo: <<eso parece>>. Ahora esa respuesta me pareció fatal. Me sacó la pistola que me había dado antes y me dijo: <<ya no la necesitarás>>. Después volvimos a entrar donde estaban el resto de nuestros amigos esperándonos.
Como ven, mi amigo no era ninguna mala persona, pero uno de los hombres que había salido riendo ese día de su casa se quedó pensando en él. Qué habrá tenido ese tipo en su mente es un misterio. Sea lo que sea, decidió esa misma noche darle muerte. Él no era un tipo de andarse con rodeos, tampoco de estar en grupos para protegerse las espaldas, se creía una especie de espadachín, y se acercó en la noche a retarlo a un duelo. Cosa como ésa no se había visto en este siglo, pero de alguna forma se vieron los dos en un círculo, armados a cuchillos por falta de un buen estoque, luchando por ver cuál de los dos era más hombre. Aunque hay tradiciones más ricas en esta clase de combates, los dos hombres y los dos aceros son posibles en todos los lugares y épocas.
No entiendo ahora cómo permitimos que luchara esa batalla. No estábamos ebrios, por lo menos no de alcohol. De alguna forma él nos convenció, aunque tampoco se puede decir que nos hayamos opuesto. La pelea fue corta. El otro, aunque en su mente era un hábil guerrero, no podía igualar la velocidad de mi amigo, que desde siempre había tenido esa agilidad. Él no quiso matarlo y le bastó con hacer que el cuchillo de su contrincante volara lejos. Pero con ese movimiento se le cayó la pistola. El otro, al ver el arma de fuego no resistió la tentación de tomar ventaja. Nosotros, 'los padrinos', saltamos dentro del círculo, tratando de agarrar al enemigo. No sirvió de nada, la bala siguió derecho hasta el cuello de su objetivo.
Dejé que los otros se encargaran del tirador mientras yo me ocupé del herido. No había nada que hacer, ya estaba condenado. Él me dijo entonces sus últimas palabras: <<el desayuno estaba rico>>.
En el amanecer del día siguiente, cargamos nosotros mismos a nuestro amigo. Durante el resto de la noche habíamos velado por él, no recibimos ayuda de nadie. En nuestro grupo no faltaban músicos, y mientras llevábamos su cuerpo se entonaron canciones que desgarraron el alma de los que contemplaron la procesión. En una loma le dimos cristiana sepultura.
Han pasado cerca de 17 años, y no he sabido nada de su asesino. No me interesa. Entendí qué quería decir mi amigo con sus últimas palabras, pero no tenía nadie a quien decirle, todos los que ese día estaban con nosotros se han perdido, ido lejos o muerto.
En el día de hoy, revelo su significado: desde el principio del día mi amigo supo que iba a morir, acaso también de qué forma, acaso no le importó. Buscó la tranquilidad en los libros, los amigos, el perdón y la valentía. Ese día último su lucha no fue contra un hombre sino contra la tristeza. Ojalá, si Dios quiere, tenga yo la tranquilidad necesaria para decir:
"Naufrago hoy hacia mis horizontes de dilatada melancolía."