Revolver en el arcón de los recuerdos
Para Lucila DL.
El sábado gris invitaba a la memoria. El calor adentro de la ropa era una caricia a todo el cuerpo. La luz artificial bañaba una de las tantas jaulas del último piso, ocupada por infinitos despojos y en el centro, el arcón.
Un viejo baúl, que algún pariente trajo con todo lo que poseía, y muchísimo vacío de exportación, al huir de la guerra. Los años lo llenaron de recuerdos, de memoria. Las baratijas adquiridas en el viaje a tal lugar con ese novio de secundaria. Las cartitas que los sobrinos y los hermanos se escriben entre ellos para que en algún lado quede estampado el cariño que minutos después desaparecería detrás de una pelea o una rabieta. Las cartas a los abuelos, que acortaban las distancias. Las fotos con los amigos, las antigüedades inútiles. En fin, una mole de "valor sentimental".
El candado crujió, no se abría hacía mucho tiempo, tampoco tenía mucho sentido pues nadie podía querer lo que estaba adentro más que su dueña. Los goznes rechinaron como contestándole al candado y el polvo se sacudió de la tapa de cuero llenando el altillo del olor del tiempo y del olvido. De a poco comenzó a desordenar el viejo baúl, sacando cada papel, cada chuchería y buscando algo inalcanzable. La luz tenue y fría que entraba por la claraboya le daba vida a cada objeto que surgía. Le retornaba el esplendor que le hizo parar en el antiguo recipiente, pero de una manera espeluznante. Como las cosas que se sueñan en las pesadillas, por más familiares que parezcan, la pesadilla las transforma en objetos extraños, siniestros.
Seguía revolviendo, buscándose a sí misma en cada elemento que tomaba del fondo de madera. Como si la luz y el polvo se combinaran con el aliento frío que se deslizaba por su boca, comenzó a surgir aquello que estaba buscando. De la pila de recuerdos amontonados vio como surgía una figura. Al principio no pudo reconocer quien era, la imagen estaba borrosa. Cuando reconoció quien era, la sorpresa del hecho, casi inverosímil, y el terror se mezclaron en un grito apagado. Era ella misma, o más bien el recuerdo de sí misma, que la miraba desde el otro lado del altillo. La mirada se clavaba en sus ojos, la aparición no hablaba, solo la miraba. En su mirada adivinaba la demanda que le exigía los sueños jamás alcanzados, las justificaciones amparadas en las devastadoras decepciones. Sumergidas en un tiempo intemporal se miraron tal vez por segundos o por años. En ese tiempo indefinido; el terror que sentía una, aumentaba el reproche que le hacía la otra hasta hacerse intolerable, como una herida que no hace más que crecer hasta partir el alma por la mitad.
Con la mano en el arcón, sintió el frío de las cachas de madera y el metal helado, esto cortó el hechizo y el miedo se transformó en odio. El arma se deslizó debajo de sus manos, sentir el gatillo en su índice la reconfortó como si hubiese encontrado la tibieza que faltaba en todo lo demás. Miro el cañón como un destino incierto, pero preferible a la mirada de la otra que la sometía. La contracción de los músculos reafirmó la decisión y el índice acarició la coma de metal. El martillo se liberó, ya no había vuelta atrás. Eso que fue, ya no sería nunca más.
Un grafiti en el tiempo
La brisa de verano refrescaba el aire cargado de humedad y calor. La noche aliviaba el largo día de hastío y rutina. El trabajo ese día había sido difícil. Viajando en la moto, de un lado para el otro, sufriendo el castigo de un verano demasiado caluroso.
La luna, iluminaba suavemente la noche, que refrescante invitaba a salir a marcar la cara de la ciudad con el arte proscrito del grafiti. En esa época pensaba en el grafiti como una forma de expresarme manteniendo cierto vandalismo, cierta rebeldía de no adaptarme a lo que todos esos esnobs piensan que tiene que ser el "arte". Pero esa noche cambió mi percepción, me cambió a mí, para siempre.
Salí, equipado con lo de siempre, mis aerosoles, las boquillas y un barbijo. Nunca quise usar guantes, quitan sensibilidad y la pintura en los dedos me acompaña durante el día como un recuerdo de las hazañas de la noche anterior.
Lo mío nunca fueron los grafitis complicados, tampoco las frases ingeniosas. Mi orgullo era que mis grafitis duraran. Para esto usaba miles de recursos; fijadores, preparaba la pared especialmente, Incluso adquirí bastante maestría en el arte de trepar y escabullirme en los lugares más difíciles.
Salí por San Telmo, siempre me gustó este barrio, porque caminar por allí, es en sí mismo un anacronismo. Es lo mismo que pasearse por el barrio hace veinte, cuarenta o cien años. Tiene como una perpetuidad. Dejar un grafiti ahí me hacía creer que dejaba una marca en el tiempo, eterna.
Me detuve frente a un caserón antiguo con ventanas altas y barandas haciendo casi una filigrana. La pared lisa y clara invitaba al aerosol. La calle estaba desierta, los paraísos aportaban ese toque de sombra que permitía ver bien y a la vez ocultar lo que estaba ocurriendo. Comencé a trenzar los trazos de color, tal vez ese haya sido mi mejor trabajo. Mientras trabajaba, el diseño se me iba presentando solo, fusionando cosas que había visto y cosas que nunca había pensado. Cuando todo lo que tenía pasó a la tersa superficie de la pared retocada. Me alejé para contemplar ese pedazo de inmortalidad. En ese momento, como un espejismo, la misma pared parecía mutar. Al mismo tiempo se concentraron miles de carteles, de pintadas de grafitis. Las pintadas proclamando a Perón y las que lo insultaban. Los carteles con las promociones de un mundial de mentiras y engaños. Los vítores de la guerra y las condenas a los que la crearon. Las marcas de la Mazorca y de los Unitarios. Los intentos de mantener con vida a los que ya se fueron, Luca, Cobain y hasta Elvis. Esperanzas y desilusiones, alegrías inconmensurables devastadas por el fuego de la decepción. La eternidad del tiempo se condensaba en cada punto, en cada trazo. Y mientras miraba todo esto, vi mis propias ilusiones, mis pretensiones de artista, mi rebeldía manifiesta, como una repetición de tantos otros y, como todos ellos, fueron devastados por el desengaño. Mi arte borrado, perseguido y devastado igual que yo. Declarado por siempre nada más que un vándalo, un ser despreciable destructor de la "propiedad privada". Privada de todos los que la merecen por quienes nunca la valoran. La vida de un renegado, hasta que el olvido cubra mis restos, sin más que los 6 metros de tierra que me depara el destino. La certeza de que no significo nada para el tiempo me ahoga. Los ojos inundados, no pudieron más que retirar la vista de la pared y de la obra, que por ser iracunda revelaba mi destino y el de todos los que surcan el mar del tiempo.
Cuando volví la vista la aparición ya se había desvanecido. Solo quedaba otro grafiti en una pared de San Telmo y los estragos en mi ser. La cabeza me daba vueltas, como en un trance, repitiendo en mi mente las mutaciones del diseño que estaba en la pared. Las luces azules de un patrullero y el estrépito de la sirena me hicieron volver a la "realidad". Luego de algunos golpes y un "pendejo de mierda" que gritó el cabo, me dejaron en una celda para que pasara la noche, la luna entraba por una pequeña abertura que daba a la calle. Y entonces me di cuenta. Todo lo que había visto era la ilusión de un tiempo que no es más que la fantasía de la memoria. Cada pintada, cada imagen que tuve de esa misma pared, no era más que la memoria que me mentía un tiempo inexistente, burlándose en la repetición de siempre lo mismo. El presente es lo único que me queda. Tenue y eterno, para siempre presente. De qué vale la memoria, si no es más que un engaño de los que no pueden aceptar esta cruel verdad.
La noche pasó y me dejaron irme. Hoy todavía pinto las paredes de la ciudad. Pero ya no me esmero en la permanencia de mis diseños. Ahora me arriesgo en los lugares más peligrosos, los que están llenos de gente. Solo para formar parte del presente de cuantos más pueda, tratando de que se den cuenta de lo mismo que reconocí esa noche triste pero liberadora. Solo queda el presente, "Carpe Diem".
Julián Insúa es un joven escritor argentino. Desde hace varios años recorre el camino de la iniciación proponiendo que es hora de empezar a vivir realmente y no suponer que ya estamos viviendo. Investigador y lector apasionado, narra su recorrido en sus primeras cuentos.