En las calles y en las librerías era un personaje de culto; a su alrededor el silencio lo acompañaba, los jóvenes escritores lo veían entrar como si estuvieran delante de una reliquia. Eso pasaba hace años en una librería a la que iban Gabo y Rulfo, dos silenciosos ilustres de las estanterías mexicanas. Chicos que querían ser como ellos esperaban, cada día, cada semana, cada mes, a que llegaran uno y otro, a comprar música de Bach, piezas barrocas.
Callaban y miraban. Jordi Soler, que era uno de aquellos chicos, recuerda así a Gabo: “Era un tímido que se había dedicado a escribir para no salir de su cuarto. Verlo llegar era un espectáculo. Lo veíamos llegar, cruzar la plaza; caminaba por debajo de la acera, tenía un caminar pueblerino. Allí todo era apacible, él iba sorteando los coches, como si tuviera un sexto sentido”.
Con el tiempo Soler publicó su libro más potente hasta ahora, «Los rojos de ultramar». “Pero ¿cómo iba a irrumpir en su ámbito cuando lo veía?; yo caminaba al lado, junto a esa gente tú siempre eres un aspirante a escritor. Él nos había marcado de manera permanente; su prosa nos deslumbró. Tenía una música para mi desconocida en español. Un ritmo caribe, esa era la forma que tenía de latir su literatura. Sobre mí ejerció un influjo mágico pero él y todo el mundo que conozca esas selvas sabe que lo que él hizo no fue realismo mágico sino realismo puro y duro. Quien ha estado en Aracataca y en Veracruz sabe que Gabo no inventaba”.
Era, dice Soler, “un gran tímido saliendo a flote… Un tímido que se había dedicado a escribir para no salir de su cuarto”.
Los amigos de Gabo dicen que éste sabía admirar; podría no decirlo, pero sabía admirar. Él acogió en la Fundación Nuevo Periodismo que dirige Jaime Abello y que fundó Gabo a Alma Guillermo Prieto, mexicana, escritora de «The New Yorker». “Cuando lo conocí”, decía ayer, “me pareció un tipo bastante pagado de sí mismo, y algo solemne… Inmediatamente después me entusiasmó su descripción del proyecto que se traía entre manos, que era la creación de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano”. A ella no le pareció un tímido, sino alguien que sabía de dónde venía, el hijo del telegrafista de Aracataca. Era más bien inseguro; provenía de una familia humilde en un país clasista. “Creo que se quedó con la huella de ese enmascarado desprecio toda la vida”.
Era el solitario de las librerías, firmaba libros pero no firmaba papeles, y con el tiempo en los lugares públicos la gente empezó a mirarlo como el ser que existía pero que quería desaparecer entre la multitud. Vivir sin ser visto. Alberto Salcedo Ramos, otro de los cronistas, viene de las mismas tierras, y sabe cuál puede ser la densidad de la risa de un caribe. México y el éxito lo ensimismaron, lo volvieron para adentro, se guardaba del ruido de la furia de la fama. Pero cuando llegaba a su tierra… “Era caribe. Sentido del humor, expansivo, dicharachero. Me sorprendió que un hombre que se había ido del Caribe hacía cuarenta años mantuviera aquella oralidad, los chistes, el humor. Fue tímido y montaraz en algún momento, no le gustaba ir a congresos ni a asambleas, no acudía a las presentaciones de sus propios libros. Era un hombre tímido, pero después de tanto roce lo disimulaba”.
Y añade: “Se forjó a sí mismo, con una tenacidad superlativa. Antes de Gabo, Colombia era la patria boba de las letras; los escritores eran hijos de embajadores, eran bilingües desde los cinco años, crecían en palacios dotados de grandes bibliotecas. Él procede de los márgenes, se construyó a sí mismo a partir de su enorme talento. Él tenía la derrota como destino, pero se zafó y se reinventó”.
Esa inseguridad que dicen que era timidez desaparecía en los ámbitos domésticos. Durante los años de Barcelona, a finales de los sesenta, hasta ahora mismo, la casualidad los juntó con unos amigos que no sabían, como tantos entonces, que aquel larguirucho bigotudo al que llamaban Gabito iba a ser el escritor más famoso del mundo. Son Leticia y Luis Feducchi, psicólogos ambos, Luis también ejerce de psiquiatra. Estos días han estado pendientes de “los Gabo”, como llaman sus íntimos de Barcelona (ellos, Carmen Balcells…) a Mercedes Barcha y a Gabriel García Márquez.
Cuando se conocieron, en una de las fiestas que animaron la Barcelona que se parecía a Cartagena de Indias, Gabo se hacía llamar Gabito, «Cien años de soledad» aún no había explotado y el autor andaba escondido de sí mismo. “Nos lo presentó”, dice Luis, “Rosa Regás. «Cien años de soledad» se había publicado, pero pocos lo habían leído. Esa noche nos íbamos de una fiesta, y los Gabos también. Nos ofrecimos a llevarlos, y ahí supimos que tenían dos hijos de las edades de nuestras tres hijas. No lo habíamos leído, e intercambiamos aficiones. La poesía fue una de ellas. El cine, los boleros. Los invitamos a comer a casa. Eran dos familias que empezaban a verse. Nosotros no sabíamos de ellos más que lo que se dijo en el coche. Y así ha seguido siendo nuestra relación, con ellos, con Carmen Balcells, con el hijo de Carmen, Luis Miguel: familias que se juntan”.
Una amistad que dura hasta ahora. “Ellos la supieron cultivar, y nosotros la hemos practicado con ellos. Unos amigos muy firmes que sólo abandonarían una amistad por causas muy especiales. Llaman, preguntan, se interesan por lo que hacemos aunque esto sea banal, una comida, una ropa, un incidente”.
¿Y es tan tímido como dicen? “No sé si Gabo ha sido tímido”, dice Luis Feduchi. “Creo que ha sido contenido, cuidadoso. Yo creo que la timidez es otra cosa. Donde no ha de actuar aplica su capacidad para cuidar del otro, para hacer lo que el otro desea. Eso es empatía, no timidez… No le gustaban las conversaciones dispersas. Entonces se retiraba. Los que lo veían en esos momentos han deducido que era un tímido. No. Era una persona que se escapaba de lo que no tenía interés”.
No actuó con ellos como “el escritor más famoso del mundo”. “Él escribía «El otoño del patriarca», agotado, venía a comer. Se echaba en el suelo, después del postre, la alfombra olía a perro, decía, y dormitaba. De vez en cuando gritaba: “¡No cambien de conversación!”. El cambio de conversación lo desvelaba. “En los últimos tiempos, cuando le fallaba la cabeza”, cuenta Luis Feduchi, “volvíamos a las poesías que nos sabíamos, y él las seguía. Lorca, Jorge Manrique… Una historia entera de nuestras vidas. Es una pérdida muy importante. Ahora en México sentiremos ese vacío, pero hay tantos amigos que lo llenan: Mercedes, Carmen Mutis…”. “Es una pena con mucha ternura. Gabo ha sido siempre muy tierno; cuando ya tenía la cabeza así nos cogíamos la mano, ese afecto de Gabo nunca se perdió. No se perderá”, cuenta Leticia Feduchi.
Belén, hija de los Feducchi, tenía cuatro años cuando los Gabo fueron a comer por primera vez a su casa. “Yo era gordita. Él me dijo, nada más: ‘Qué niña tan gordita. Puede comer encima de su falda’. Pero este señor qué se cree, me dije… Luego fue como un tío mío. Le consultábamos crisis sentimentales, matrimoniales. Cuando yo tenía doce años le pregunté si valía la pena estudiar mecanografía. ‘Por supuesto’, me dijo, ‘es como aprender a montar en bicicleta, nunca se te olvida’. Yo nunca lo tuve a él como a un escritor. Un día me empezó a contar «El amor y otros demonios,» que estaba escribiendo, y yo me quedé espantada, no me atreví a preguntar. No era tímido. Era callado. Y cuando se callaba quería decir que estaba pensando”.
Tampoco era tímido, sino simpático, para Malcolm Barral, el editor nieto de Carlos Barral, sobre quien circula la leyenda de que dejó escapar «Cien años de soledad.» “Se lo pregunté a Gabo, abruptamente, cuando yo era un chiquillo. Él se rió a carcajadas. ‘Eso es una pendejada’, me dijo, y me aclaró que mi abuelo nunca lo había leído. Y luego dijo: ‘La gente creía que él quería ser André Gide [que hizo que Galllimard rechazara «En busca del tiempo perdido» de Proust], pero él nunca leyó el manuscrito”.
Tímido o no, en el Caribe era pura carcajada, en Barcelona dormía las siestas en el suelo de las casas de los amigos, y cuando iba a comprar música de Bach no sabía que alrededor había muchachos, como Jordi Soler, que hacían cola en Coyoacán para oírle pedir boleros. Ahora, en las librerías de México, están cambiando los escaparates para inundarlos de Gabo. La ciudad se prepara para decirle adiós como si fuera de aquí y no solo el hijo tímido y audaz del telegrafista de Aracataca. Se escondía de las multitudes, se refugiaba en las casas ajenas. Ahora México y Colombia le preparan la despedida de un héroe. Mercedes Barcha, su mujer, está serena, en casa, con sus hijos, a la espera de que también lleguen todos los amigos de Barcelona en cuyas moquetas dormía la siesta Gabo en el tiempo en que escribía como un mecánico «El otoño del patriarca».
Juan Cruz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948). Estudió Historia y Periodismo en la Universidad de La Laguna. Redactor del diario El Día, desempeñó su labor como periodista de asuntos culturales y durante años se encargó del suplemento Tagoror Literario, fundado por él mismo en colaboración con otros escritores jóvenes. Es miembro fundacional del diario El País, para el que trabajó como corresponsal en Londres. A su vuelta a la redacción de Madrid, desempeñó los cargos de jefe de Cultura y Espectáculos y Director de Colaboraciones. Ha ganado los premios Armas (1972), Azorín (1998) y Canarias (2000). Director de Coordinación Editorial del Grupo Prisa, director de la Oficina del Autor y director de Comunicación del Grupo Santillana. Acaba de estrenar una columna semanal en el suplemento dominical de El País, bajo el título genérico de Sombras nada más.