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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
14 1 2013
Metáforas de la violencia en Colombia por John H. Giraldo Herrera
Pero pasaron diez años desde aquel tiempo de flores, cuando María Isabel cultivaba jazmines, tulipanes, un jardín nutrido capaz de seducir a los extranjeros que por allí pasaban y le rogaban permiso para tomarse fotos. Ese jardín ahora es sólo recuerdo. La escena cambió en 2002, cuando le anunciaron que se iría a vivir con su esposo e hijos, a la zona de Guayabito en Cartago-Valle. Allí vio bajar cientos de cadáveres por el río mientras trabajaba en la finca y cuidaba de su familia. Ahora, sentada frente a ese mismo río, reflexiona: “Pasé del congelador al horno”
María Isabel escribe. Sentada debajo de un árbol en la ribera del río Cauca contempla el torrente, y de allí emergen sus poemas. Vienen versos junto al río, ese cauce inmenso que recorre más de 180 municipios y que ha sido la fosa común en la historia de la violencia en Colombia. María Isabel llega allí después de trabajar en su casa. Se levantó como todos los días a las tres y media de la mañana. Trabajó en el jardín, trapeó los pisos, cocinó, limpió la casa que habita y la de sus patrones, que sólo vienen a la finca en días de vacaciones. Va de oficio en oficio María Isabel. Sus manos curtidas y ásperas se vuelven suaves y frágiles cuando escribe. Sigue sentada, cuando le pregunto por lo que escribe:
-A mí que no me falte un lapicero, una hoja de papel, para que mis manos registren todo lo que mis ojos me dejan ver…
-¿Ha visto muchos muertos?
-Eran días en que bajaban  5 o 7, entonces yo decía “esto puede ser común, pero normal no”, común todo lo que usted quiera, pero normal no es.”
En Guayabito vive muy poca gente. Los pocos habitantes del pueblo están  surcados por extensos cultivos y sembrados de maíz. Son miles de hectáreas con más ganado que gente. Un puñado podría decirse. Y las pocas fincas se mantienen en solitario, salvo algunos fines de semana cuando llegan los patrones a pasar revista o a veranear con sus amigos. Sin embargo, María Isabel y su familia han tenido un contacto directo con los muertos, no solo porque los ven pasar ahí como en el patio de su casa, sino porque los muertos han sido una constante desde que ella llegó. Hace dos meses, decapitaron a dos muchachos del lugar y sus cadáveres fueron echados al río. Allí anduvieron flotando, entre algunas vacas que caen, en medio de esas aguas pasivas en la superficie pero tumultuosas debajo. Cuarenta metros de ancho mide el río, que a veces llega a 15 de profundidad. Allí guarda los misterios del devenir cruel y sanguinario de la historia colombiana. Los cuerpos deshilvanados, maltrechos, putrefactos y torturados no son normales para la poeta de los muertos. A ellos les ha escrito cientos de poemas en papelitos. El asombro la hizo escribir, aun exhausta tras su trabajo, sentada bajo un árbol escribe. Por necesidad, emoción y puro sentimiento.
Pasó del frío al horno. De su tierra apacible al tumultuoso Guayabito, un lugar arrinconado en la geografía, en la punta de Cartago, un pueblo testigo de cuanto muerto tiran al río Cauca. Mientras nadie dice nada, mientras muchos callan el dolor y la angustia por “estar curtidos de tanto muerto”, María Isabel escribe, exorciza sus penas, ajenas, prestadas y las vuelve suyas. Ella no conoce a quienes con indolencia e inhumanidad han bañado al río de sangre, a las familias de vacíos, al país de olvido y a los muertos de desolación.
Para María Isabel, haber llegado a este sitio fue asunto del destino. Los muertos no tenían quién les escribiera y al parecer zambullidos allí, los victimarios esperaban borrar sus rastros y que quedaran impunes sus atrocidades, pero la pluma de esta mujer aviva la memoria e impide el olvido. Los cuerpos no son sus parientes, no conoce ni sus nombres, ni su procedencia, tampoco los llora como las madres en Trujillo, Bolívar, Salónica, Bojayá, Riofrío y muchos lugares más; sitios que han tenido que padecer lo fatídico de los asesinatos en serie y las masacres. Nada de eso, María Isabel, les escribe por pura humanidad. Alguien los debía anclar, una persona se debía escandalizar y nada más que una mujer que tenía por pasión escribir, variar los sentidos emocionados por el color de las flores, al del horror producido por los muertos.
Qué curioso, en un país de indolentes, una mujer se toma la tarea de registrar el dolor. María Isabel sigue sentada, debajo de ese árbol que la resguarda, desde ahí puede ver un río infinito, grande, misterioso, un río con el que ella conversa, intercambia ideas. Se relaciona con él como si fuera un ente vivo: “Un día se me entró a la casa”, dice. Y ella no lo culpa, el río la quería visitar. Al otro día le dijo que por favor no entrara sin avisar, y hasta el momento no lo ha hecho. María Isabel habla del río como si fuera una persona, y ella es una Magdalena, no llora, pero gime por lo hijos de una patria, y lo hace con letras y símbolos en un papel. “Qué tanto han hecho con ese río que se me ha sentado en la casa”, recuerda.
A María Isabel le duele Colombia: “Nuestro país es un lienzo y usted mira a ese lienzo y ve diferentes situaciones que la han marcado y son cosas tan terribles que no encuentro explicación. ¿Cómo puede un ser humano hacer eso? Está bien, hay gente que comete esas atrocidades, pero que haya gente incapaz de terminar con eso o cómplice de esto, todavía peor. Fue un periodo de oscuridad de nuestro país. Todos se confabularon para que esto pasara, porque si esto se hubiera denunciado el río no habría tenido tantas décadas de muerte”.
Ni bien llegó a la finca y vio el primer muerto, María Isabel ya no pudo silenciarse. “Encontrarme de frente con algo tan horrible me hizo pensar, en el agua, que es el agua que tomamos, yo me tengo que tomar un agua con sangre humana, y pensé en la esencia del ser humano, ¿por qué una persona tiene que estar en un río en esas condiciones?”, pregunta y su voz se quiebra. Tiene mucho por contar.
De los más de 200 mil muertos que ha documentado la Unidad Nacional de Fiscalías para la Justicia y la Paz  entre 2006 y 2010, muchos miles han sido arrojados al río Cauca. El Cauca es una fosa común donde innumerables personas fueron tiradas en costales con piedras o con cemento en el cuerpo para que no flotaran. Las técnicas son tan atroces como abominables: descuartizamientos, cuerpos empacados en pedazos, mujeres y hombres abiertos por el vientre, dedos cortados, nada de compasión, toda la barbarie y el odio acumulado, con la inclemencia y sevicia de quien tortura y arroja el cadáver para que sepa del horror que ha cometido. Colombia es una fosa común, el río Cauca una funeraria, libre, silente, apta para quien desea borrar las huellas.
“A alguien le debe competer sacar esos muertos cuando bajaban. No lo hacen. Entonces yo decidí sacarlos con mi tinta y mi papel. Y de alguna forma cuando los veía bajar les daba un último adiós, oraba a Dios por ellos”, revela María Isabel. No tiene ningún recuerdo de violencia en su memoria, salvo el de haber llegado a Guayabito.
María Isabel escribe sin imitar técnicas ni estilo. Tampoco lee poesía, porque no quiere copiar. Es la historiadora de una época macabra que no tiene final. Muertos van y muertos bajan, y llegan a las libretas de María Isabel. Ella sueña con liberarlos del abandono y la maldad.
-¿Cuántos poemas les ha escrito a los muertos?
-No los tengo contados. Pero cuando termine el último creo que me iré de aquí. Siento que los muertos me estaban esperando. Este río necesitaba a alguien que lo escuchara. No invento nada, transcribo una historia, tal cual como el rio me la cuenta.
“Me va a cambiar por el río”, bromea Luis Eduardo Cano, esposo de doña Isabel. Él es el encargado de mantener la finca en orden. Sus hijos en cambio, piensan que la labor de su madre es de admirar, los cuerpos desmembrados y torturados son huérfanos en el río, entonces María Isabel los asiste como una madre. Les escribe a los muertos porque podrían ser sus hijos. A los suyos les ha brindado una educación de respeto y tolerancia, pero sobre todo de amor. Para los cinco integrantes de este hogar, la familia es fundamental. De ese amor que se tienen nace el que María Isabel comparte con los otros, con esos seres humanos navegando a la deriva por el río.
María Isabel ha participado de varios proyectos. El artista Gabriel Posada la ha invitado a ser parte de Las Magdalenas por el Cauca, obras de gran tamaño; el cineasta Nicolás Rincón Guille la tiene como intérprete en Los abrazos del río, y también protagoniza el documental Rastro Púrpura de Señal Colombia. Pero los más agradecidos son los escasos familiares de víctimas con los que María Isabel ha podido tratar: “es que no va un perro, no va una vaca, no, es un ser humano que va y debe haber una madre llorándolo, una esposa preguntando por él, una hermana, eso es lo que hace que yo viva tan pendiente de él”.
Ahora trae María Isabel unos cuadernos, papelitos con poemas, que apenas quiere mostrar. Es un proyecto que será libro: Funerales en el río Cauca. Aún no ha hecho la selección, conserva tanto poemas a los muertos, como a los cañeros, a esos momentos de amor, al jardín y a la belleza del paisaje. Confiesa que para poder escribir tuvo unos aliados: “fueron los gallinazos y unos binóculos que compré para eso, para poderlos enfocar y captarlos, entonces los gallinazos y los binóculos me ayudaron mucho”.
Cada poema tiene una historia, cada muerto tuvo una impresión, cada vez que comparte uno, se los sabe de memoria. Miro al río y aunque no pasan sino algunos palos y basura, me parece ver la sangre que corre, una incesante perturbación a la vida y a la esperanza, pero cuando ella recita su primer poema a los cadáveres viene de pronto una sanación:
<i>“…Mi patria ya no es mi patria porque muchos aportan para su destrucción y apenas unos pocos que luchan por ella los silencian sin compasión, los sueños que teníamos para una patria de amor  se han convertido en quimera de llanto y de dolor, en un peregrinar de almas que no encuentran a los suyos hoy, tampoco donde fijar sus raíces para hacer un mundo mejor”.</i> (Lamento colombiano).”
Muchos son los poemas, muchos han sido los muertos. Su obra es la de una contadora de tiempos viles y mezquinos. Cada hoja escrita abre un momento de la vida nacional. La violencia despiadada produjo una mujer dispuesta a enfrentar la realidad, para María Isabel eso es la poesía, enfrentar la realidad que otros ni quieren mirar.
 “Eran como el viento, que no sabe a dónde viene, ni tampoco a dónde va, venían e iban sin rumbo ni dirección dejando en mi alma una triste emoción, dejando a su paso una espeluznante impresión. Sí, sí, río yo los vi pasar, sé que venían contigo en su triste trasegar, también sé que se te aguaron los ojos cuando los que eran gente irremediablemente se convirtieron en despojo, tú los llevaste entre tus minuciosas y oscuras aguas pero a pesar de todo gritos de dolor por ellos das, viste a la montaña que se levantaba como una anhelante esperanza rogándole siempre a Dios para que estos crímenes en la impunidad no quedaran.”
Ahora María Isabel saca un viejo poema, chiquito, de sus días de flores en el jardín. También se relaciona con la muerte, pero con esa de las hojas marchitas: “Que tal que la rosa llorara porque ve un pétalo a punto de abrir, y ella ya tan marchita y mustia a punto de morir, pero ella no llora sabe muy bien partir…”
-¿Usted qué piensa de los que asesinan?
-Esa gente está más muerta que los cadáveres que han pasado por aquí.