Érik Sablé: Aquí estamos en su “Ermita de las brumas”, sobre la costa norte de Bretaña. Me ha escrito por carta que estaba ubicado en un promontorio de un promontorio de un promontorio. ¿Quiere detallar esta geografía, que sin duda es más que una geografía?
Kenneth White: Nos encontramos sobre un pequeño promontorio de Bretaña, que es el promontorio extremo del continente europeo, que a su vez es un promontorio de Asia. Nos encontramos en un límite. Se trata en efecto de algo más que una geografía, digamos que es una topología mental.
E.S: También me ha dicho que la ermita tiene dos ventanas, una que mira hacia el oeste, la otra hacia el este…
K.W.: Tal y como lo puede ver.
E.S.: ¿Tras la geografía, la simbólica?
K.W.: Sí. Un pequeño símbolo de vez en cuando no hace daño. Pero hay que leer más allá de los símbolos, ir más allá del simbolismo. Sobre el marco de la ventana occidental, se puede leer esta frase de Sófocles: pantoporos aporos (tras errar por todas partes, no más andanza), y en la ventana oriental, se lee este fragmento de un poema japonés que se ha convertido en koan (frase para meditar) zen: “Perseverar en la luz de la mañana.”
E.S.: ¿Por qué “ermita”? ¿Es usted completamente asocial?
K.W.: No, acudo a muchos encuentros (conferencias, lecturas), intervengo en cuestiones sociales cuando me parece útil. Pero prefiero el aislamiento: por afán de concentración, y otras veces por una gran apertura. Oí el otro día en la radio (me mantengo informado) a un representante oficial de Educación Nacional declarar que el objetivo de la educación, era la integración en sociedad y el aprendizaje en equipo. Admito que una parte de la educación sirva para ello, pero pienso que el objetivo final de ésta es el desarrollo del espíritu. Una vez desarrollada, la mente avanza sola. Y las cosas importantes, que han contribuido al bienestar de la humanidad en su conjunto, siempre han sido elaboradas por espíritus aislados. Pienso en Montaigne en su “librería” (su biblioteca), en Spinoza en su estudio en Rijnsburg, en Thoreau en su cabaña —y en ese Lin Fu, el ermitaño del monte Solitario, del que habla Yuan Hong-dao en su libro Nubes y Piedras, libro escrito “para los monjes ermitaños y los viajeros fervorosos, no para las mentes vulgares”.
E.S.: En cuanto a las “brumas”, supongo que no son solo meteorológicas.
K.W.: Meteorológicas en principio sí, pero tiene razón. La bruma, es un espacio de potencialidad. Hay días grises aquí en la costa, que yo llamo, para mis adentros, días taoístas, es decir fríos, sin brillo, pero llenos de fuerza. Cierta oscuridad también es propicia a la meditación. Pueden surgir de ella luces extraordinarias que nunca saldrían bajo un día esplendido, y aún menos bajo los reflectores.
E.S.: Volvamos a la geografía. ¿Para usted, dónde comienza el Oriente?
K.W.: Más allá del Ural. Strahlenberg, un oficial sueco de servicio en el ejército ruso, fue el primero, hacia 1730, en emitir la idea de que Europa se acababa en el Ural y que, por consiguiente, Asia empezaba allí. A finales del siglo XVIII, Rusia erigió un poste del lado de Ekaterimburgo para marcar la frontera. Se dice que algunos rusos exiliados se paraban allí de camino a Siberia para recoger un último puñado de tierra europea.
E.S.: ¿Cómo designaría, a grandes rasgos para empezar, el Oriente mental?
K.W.: Me acuerdo de una conversación acerca de este tema, aquí en la costa, con el pintor japonés Yasse Tabuchi, que había venido a visitarme. Yasse se remontaba a épocas remotas, muy lejanas y pensaba en términos de figuración plástica, únicos vestigios de aquellos tiempos. En el Oeste, decía, se encuentra el cuerpo pesado, naturalista, de la Venus de Lespugue. En el Este, una figura mucho más abstracta, con una serpiente a sus pies, y un pájaro en la cabeza. Esta idea me interesaba. Por un lado, un humanismo pesadamente realista. Por el otro, una mayor apertura del ser, una presencia en el universo. En la India, incluso cuando se trata de figuras femeninas bastante anchas (¡pero más atractivas que la Venus de Lespugue!), como en las paredes del templo de Khajuraho, se encuentra siempre, en el contexto mental general, una mezcla de sensualismo e idealismo. He tenido ocasión de hablar de una metafísica con mucha física dentro. En Asia, la física nunca se reduce a la fisicalidad, hay siempre un aura metafísica.
E.S.: Cuando se trata de Oriente y Occidente, siempre se cita a Kipling, ese poeta funcionario de Su Majestad británica en la India, que declaró que el Oriente y el Occidente eran incompatibles…
K.W.: Es en “La balada del Oriente y del Occidente” donde Kipling hace esta declaración tan a menudo citada: “El Oriente es el Oriente, el Occidente es el Occidente, y ambos nunca se encontrarán.” Se cita la frase para resolver el asunto de manera apresurada. Pero no se lee el poema. Si se lee hasta el final, uno se dará cuenta de que evoca la posibilidad de un encuentro real. Esto sucede entre el hijo del coronel inglés y Kamal el Afgano, en las brumas matinales, en la región montañosa del Khayber. Sin duda, en el caso de Kipling, esto es anecdótico, superficial. No entramos en el campo del pensamiento. Pero retengo la noción de un encuentro “en las alturas”… Lo seguro es que la oposición “Oriente-Occidente”, ha levantado muchos debates y ha hecho correr mucha tinta.
E.S.: En el fondo, ¿por qué?
K.W.: Porque el Occidente, es decir el Occidente que busca (“Europa con los ojos bien abiertos”, dice un viejo poema griego), es consciente de que el Oriente puede aportar una solución al menos parcial a su problemática. El Occidente como bloque, se ha creado contra el Oriente, aún sintiendo que haciéndolo así, ha perdido algo. Esto se ve en el mito griego de la emergencia de la idea europea. En su origen, Europa era una princesa fenicia raptada por Zeus (la encarnación del poder, el imperialista del Olimpo). Ella aporta consigo algo esencial – y es su hermano, Cadmus, quien introduce la escritura. Pero una vez estos elementos integrados, su origen quedará olvidado. En este mito griego, seguimos en el marco de Asia Menor. Cuando nos vemos enfrentados a lo que un poeta griego, Píndaro, llama el “Asia ancho espacio”, la cuestión es aún mayor, aún más abierta. Respecto a dicho espacio, el Occidente siente a la vez atracción y miedo. La cultura griega, que es muy mesurada, tiene miedo de dos espacios: Asia y el Atlántico.
E.S.: ¿Miedo de qué?
K.W.: Miedo de perderse en la inmensidad de lo inconmensurable. Al igual que Ulises, atraído por las sirenas (en mi opinión, medio foca, medio pájaro), no tiene más que un anhelo, y es volver a sus penates, el ejército griego de Xenophon, en Anábasis, tras haber penetrado un poco en las oscuridades, más allá del mar Negro, y de haberse perdido en ellas, emprende su retorno lo más rápido posible. Solo Alejandro el macedonio, avanza cada vez más lejos – hasta salirse de la historia. Pero trajo consigo sus medidas y su necesidad occidental de encarnación. Es por eso que, en todo Asia, han proliferado las estatuas del Buda, muchas de las cuales han terminado amontonadas en nuestros museos, dejadas para admiración de los curiosos del “arte oriental”. Antes de la llegada de los griegos, el Buda se representaba tan solo con la huella de su pie. La pisada indicaba un encaminamiento.
E.S.: Me gustaría que volviésemos a las diferencias que ha subrayado. Hasta ahora, tenemos la abstracción contra la encarnación, la medida contra el espacio inconmensurable. ¿Existen otros?
K.W.: Todo es deducible de estas bases, pero, sí, puede alargarse la lista. En Occidente (greco-latino y judeo-cristiano), se dirá (fue un poeta inglés, John Donne, quien ha encontrado la fórmula): “Ningún hombre es una isla.” En Oriente, se dice: “Se una isla para ti mismo.” Por un lado, se da más importancia a la persona, a la comunidad y a la política (inventada por los griegos). Por el otro, se acentúa sobre el “yo” (lo que se interpretará, en términos occidentales, moralizantes, como un egoísmo), con el objetivo, por medio de un trabajo sobre sí mismo, de hacer de ese pequeño yo un gran Yo (como en el hinduismo), o de analizarlo hasta la aniquilación (como en el budismo). Por un lado, se vive un contexto en el que la cuestión consiste en saber cómo manejar lo mejor posible una aglomeración de seres poco desarrollados. Para ello, se edifica una moral (“Amaos los unos a los otros”), por ejemplo, se establecen leyes (y la gente pasa su tiempo en encontrar modos de eludirlas). Por el otro, se busca el desarrollo del ser, en vista de una presencia en el mundo ampliada, una plenitud suprapersonal. En ese contexto, no es necesaria ni siquiera la moral ni la legislación. El espíritu está fuera, espaciado. Una estética de la existencia puede prescindir de moral. Podría seguir, pero debo decir que yo mismo soy poco proclive a adentrarme en la dialéctica Oriente-Occidente. Por lo general, la dialéctica es una trampa —una trampa para mentes razonadoras. Prefiero abrirme camino. He aquí una pequeña anécdota lingüística. Cuando empecé a interesarme por el Oriente aún era un fervoroso latinista. Entonces me decía a mí mismo, para indicar un sentido de vida: Ad Asiam (hacia Asia). Este Asiam se transponía en mi mente como As I am. De forma que ad Asiam acaba por significar: “Para ser lo que soy.” Lo que, concuerda con el “werde was du bist” (se lo que eres) de Nietzsche — ¿o era de Goethe?
E.S.: ¿En qué momento han empezado los occidentales a decir este tipo de cosas?
K.W.: Durante la primera gran crisis de Occidente, que comienza a principios del siglo XVII. Se siente un malestar frente a los esquemas clásicos. Por un lado, se hacen preguntas; por el otro, el horizonte se amplía. Fontenelle escribe su Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, Leibniz se sumerge en la cultura china. Se acumulan los diccionarios críticos. Se escriben ensayos sobre el entendimiento humano. Se viaja mucho. Se produce un gran desplazamiento. Es como si se buscase una geografía mental. A la plataforma clásica se le substituye un campo de energía con contornos fluctuantes. Esto se intensifica con lo que llamamos en los manuales el romanticismo.
E.S.: ¿Victor Hugo y compañía?
K.W.: Victor Hugo, sí, por ejemplo, en Francia, seguido por Nerval y Rimbaud. En Alemania, Novalis, Tieck. En Gran Bretaña, Coleridge, Thomas de Quincey. Pero volvamos a Hugo. Tuve ocasión de volver a leer el otro día, un día de tormenta aquí en la costa, el compendio de notas y fragmentos de Hugo intitulado Océan. Permítame buscar el texto… Sí, aquí está: «Hay en Francia un escritor sobre el que no está permitido discutir, y es Racine […]. Racine es inviolable. Podría decirse que marca la frontera de Francia en las vagas regiones de la poesía. […] Esta divinidad, esta inviolabilidad se debe a muchas causas que resulta peligroso enumerar, y en particular al hecho de que Racine no tiene imaginación. Me corrijo. Racine, y por ello es el divino, tiene la cantidad justa de imaginación que pueden admitir “las mentes burguesas”. Es el poeta mesurado y mediano. Homero, Esquilo, Isaías, Dante, Shakespeare, Molière, son extravagantes. Vagant extra.» Eso es el romanticismo: una extravagancia, un intento de salida. Donde se ve que la misma poesía (“vagas regiones”) es una especie de Asia… También se ven en seguida los límites del romanticismo. Solo hablan de imaginario. Ahora bien, si la imaginación es un elemento del movimiento buscador y creador del espíritu, no se basta por sí solo. Es en lo imaginario donde el romanticismo va a estancarse. En el imaginario, los atolladeros nacionalistas y el medievalismo. Seguirán después una serie de positivismos, de banalidades – y de periodismo (“el universal reportaje”, como decía Mallarmé) ya estigmatizado por Hugo: “La prensa se ha sucedido al catolicismo en el gobierno del mundo. Tras el Papa, el papel.” La gran búsqueda deberá ser retomada.
E.S.: ¿Existe para usted un texto de esta época que exprese mejor que otros la naturaleza de esta gran búsqueda?
K.W.: Quizás la carta enviada al escocés James Mackintosh por A.W. von Schlegel en la que éste habla de los nuevos conocimientos llegados a Europa desde la India y China: “[…] progresos, más considerables que durante los veintiún siglos que separan al mundo occidental de Alejandro Magno”. Schlegel abunda en elogios para el sánscrito, para los chinos que, desdeñando las tradiciones fabulosas, dejan en blanco las épocas remotas de su historia que no son capaces de rellenar con hechos, y que han anotado fenómenos naturales como los aerolitos, los meteoritos, que los científicos europeos ponían en duda. En cuanto a la literatura asiática (hindú, china), estaba para Schlegel “en primer lugar y fuera de alcance”. Pienso también en ese ensayo de Schopenhauer, para quien el sánscrito (y todo lo que gravitaba en torno a esta lengua) estaba destinado a tener el mismo efecto sobre la cultura occidental que el redescubrimiento del griego y del latín en el Renacimiento. Y ya que estamos, debo decir que también me gusta un texto de Thomas de Quincey, escrito en Glasgow, sobre la rebelión de los Tártaros, la huída de los Calmucos de los territorios rusos hacia los confines de China, por la sensación que da del espacio, el de las estepas euroasiáticas. Sin espacio no hay espíritu en alerta e inspirado.
E.S.: Para retomar cuestiones fundamentales, desearía que abordásemos ahora el “caso”, por así decir, de ciertos occidentales de la época reciente que han intentado hacer un enfoque del Oriente. Será la ocasión de limpiar el terreno. A muchos jóvenes (ahora ex-jóvenes) de mi generación, les ha marcado mucho, por ejemplo, René Guénon, por medio de sus libros como El Reino de la cantidad y los signos del tiempo y La crisis del mundo moderno. ¿Qué opinión tiene de él? ¿Ha tenido una influencia sobre usted?
K.W.: Guénon no ha tenido ninguna influencia sobre mí, pero ha tenido una influencia (al menos pasajera) sobre alguien que me ha interesado mucho en un momento dado, René Daumal, el autor de La gran borrachera (una crítica de la intoxicación de las mentes) y de El Monte Análogo (la ascensión a un territorio más exigente). He consultado pues bien la obra de Guénon. Me gustan el saber y la erudición, bebo de todas las fuentes. Y me ha interesado elementos de Guénon. Pero es demasiado tradicionalista para mí, está demasiado sumergido en las estructuras esotéricas. Quien quisiera salir del “mundo moderno” zambullendo en el mundo de Guénon, saldría de una confusión para encerrarse en una jaula bajo el signo de lo sagrado, y cuyos muros estarían cubiertos por símbolos. Prefiero una evolución en un campo más amplio.
E.S.: ¿Qué piensa usted de otro personaje que tuvo una gran influencia en la década de los setenta: Alan Watts?
K.W.: Demasiado un poco histriónico para mi gusto, demasiado pícaro. Esto sucede a los ingleses cuando se salen de las normas, hacen el payaso – quizás por miedo de volver a caer en las normas. Y después eligió, Dios (es una forma de hablar) sabrá por qué, situarse en el escenario californiano. Pero ha entendido cosas, y ha sabido expresar con claridad su comprensión. Es alguien a quien habría recibido aquí con gusto, aún teniendo que echarle amablemente después de dos días.
E.S.: ¿Y Allen Gingsberg?
K.W.: Gingsberg me recuerda desgraciadamente a esa especie de plato que uno encuentra en los restaurantes a lo largo de las carreteras americanas, en el que todo está mezclado, y que, para coronar el conjunto, se rocía con un buen chorro de kétchup. Me acuerdo de mi primer (y último) encuentro con él. Fue tras una lectura poética. El organizador de la velada insistía en que nos conociéramos. Yo lo habría evitado, pero insistió. Forzándome un poco a dialogar, le pregunté a Gingsberg como podía citar mantras shivaitas y referirse a una figura como Milarepa (aludió varias veces al poeta tibetano durante su lectura) en un contexto más bien shakti (adoración popular) que él vehiculaba. Me dijo que su gurú se lo había permitido. Pensé entonces que era con su gurú con quién tendría que haber hablado. Sospechaba que dicho gurú le había suministrado al americano esta especie de mescolanza para sacárselo de encima. Pese a todo, Gingsberg ha hecho cosas buenas y malas. Y la situación general en Estados-Unidos está tan degradada que felicito a cualquiera que intente, aunque sea de forma confusa, extraer de ese contexto hecho de crasa ignorancia, de positivismo obtuso y de evangelismo primario, despejar otro espacio o por lo menos indicarlo.
E.S.: ¿Conoce usted a Gary Snyder?
K.W.: Sí, le conozco bien —he aquí a una persona mucho más sólida, mucho más fina. Nos hemos escrito durante años. Y coincidimos en más de un plano: crítica de un cierto occidentalismo, mantenimiento de un equilibrio entre la humanidad, los demás animales y la Tierra, comprensión del pensamiento oriental. Una crítica americana ha dicho incluso que éramos “hermanos de sangre”. Hasta cierto punto, sí. Pero después, aparecen las diferencias. Sin hablar de conversión, palabra que no tiene cabida en mi concepción de las cosas (¿por qué dejar una religión por otra? – lo que hace falta a mi modo de ver es trascender lo religioso), Gary se integró durante un tiempo a una comunidad religiosa (budista) y se sometió a una disciplina monástica. Lo que para mí es inconcebible. He intentado, sin embargo, seguir, a mi manera, una vía, una vía no prescrita, no definida de antemano. Sería pues bien más “individualista”. Gary ha vivido también durante tiempo en una comunidad de “beatniks del bosque”. Algo impensable para mí. Prefiero la soledad como sistema permanente (la soledad entre dos). En el plano literario, poético, Gary esparce en sus textos muchas más referencias mitológicas que yo, que no lo hago casi nunca, me parece una sobrecarga. Añadamos a esto el hecho de que aunque estemos de acuerdo en la manera de interpretar el pensamiento budista, pienso conocer mejor que Gary “el otro Occidente”, lo que me concede mayor distancia respecto al Oriente visto como un bloque.
E.S.: ¿Qué entiende usted por el otro Occidente?
K.W.: Al mismo tiempo los filósofos occidentales que no pertenecen al “bloque” de la filosofía occidental, y las corrientes culturales que son marginales respecto a lo que llamo “la autopista” de Occidente.