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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 7 2011
El abrazo vacío por Silvia Hebe Bedini

Una tormenta me amenaza. Me grita con truenos y me enceguece con relámpagos. Y la noche me asusta encerrándome en su infinita sombra. Espero el agua, el abrazo vacío que el aguacero indomable promete; pero sólo recibo ruidos y luces que me impactan sin aviso.

Lejos de cerrar mis ventanas al viento que crece y empuja a todo elemento que no puede sostener ante él su peso, me expongo desnuda a su furia. El frío me invade piel, músculos, lágrimas y huesos. La lluvia revienta contra el piso de mi balcón y salpica mis pies apoyados en el límite entre mi living y los mosaicos expuestos a la intemperie. Madera cálida y vulnerable; baldosas frías y resistentes. Mi cuerpo desnudo que sufre pero que no se esconde.

Los minutos pasan y un corte de luz me deja aún más en penumbras. El viento ha cortado cables; la lluvia los ha obligado a reaccionar con cortocircuitos. Me quedo a merced de los ruidos y relámpagos, y del agua que me ataca ahora por detrás, porque ante la sorpresa del apagón giré mi cuerpo ciento ochenta grados. Veo una nueva oscuridad, y los destellos y líneas luminosas en zigzag en el cielo, que se reflejan en el espejo cercano a la puerta de entrada.

Tengo frío, mucho frío. Debiera cubrirme pero no hay ropa que crea necesaria o abrigada. Veo trozos de telas imitando mi cuerpo o partes de él; emulando mis colores internos, mis deseos plasmados en colorantes y formas abstractas, pero no encuentro el refugio que mi cuerpo desnudo pide a gritos,  a truenos.

De repente la puerta de mi departamento se abre. El ruido de la llave es inconfundible.  Sólo puede ser una persona, pero sé que ahora está lejos y no hay espíritu que necesite abrir cerraduras con mis llaves. Espero ver pero no veo; espero oler pero no huelo; espero ser tocada pero no lo siento. Nuevamente el abrazo vacío, antes de la tormenta, ahora de un hombre que debiera estar pero no aparece.

Mi desnudez pide amor. Y la palabra amor me suena cursi, desgastada, generadora de lástima y vergüenza. Digo en voz alta “sexo”. Y entonces me permito sentir que para eso sí mi cuerpo es un cuerpo. Al caminar sexualmente mis pies encuentran apoyo, llueva o truene, haya luz o me pierda a oscuras. Digo “amor” y se crea un eco de silencio en donde mi desnudez se torna desnudez sin sentido.

Y me desafío a no llorar; y por eso lloro. Me obligo a creer y esperanzarme, y por eso desespero. Y me exijo esperar, y por eso ya no creo en mí misma ni en mi criterio de realidad. Sigo desnuda y con frío, un frío que me descalza el cuello, me quiebra las piernas, me ata las manos, me desdibuja y me ensombrece.

En un acto de emergencia voy a mi rescate y me pinto la piel con acuarelas y óleos. Respeto mi forma pero me destaco de esa oscuridad sin forma, de esa presencia sin contornos ni sonidos. De esa llave que abrió mi puerta pero que no acercó tibieza a mi entorno. Soy rojo, verde, amarillo; soy violeta, fucsia, azul intenso. Soy humedad multicolor para atraerte. Porque sé que sos vos, no podría ser otro. Sólo vos tenés la llave que abre mi casa cuando estoy desnuda. Sólo vos sabés metamorfosearte con el silencio y observarme sin tocarme aun sabiendo que el frío me está matando. Sólo vos seguís entrando en mi vida cuando querés sin escuchar lo que yo necesito.

Tu entrada creó una fuerte corriente de aire que cerró con un fuerte ruido la puerta que habías dejado abierta. Y mi cuerpo se estremeció y cada color de mi piel salpicó el piso y las paredes. Vos te corriste a tiempo; no pude salpicarte.

La tormenta no cede y mi desnudez colorida sufre. Vos no reaccionás.  Has encontrado un lugar cómodo en donde esperar que mis colores se sequen para así no manchar las sábanas al revolcarte conmigo en un intercambio de necesidades incongruentes. Yo me alejo de lo que creo que sos vos, del sonido de tu respiración que te delata, para acercarme de nuevo al ventanal y a la lluvia. Miro a mis plantas en cada reflejo de los relámpagos sobre ellas. El agua las cubre, las nutre, las sana. Y por eso me acerco a ellas, a pesar del frío que no se va y que crece. Me dejo mojar entera, empapar, congelar.

Desde mi posición en cuclillas escucho nuevamente la llave; mi puerta ahora se cierra. Sin despedidas precedidas por bienvenidas. Sin sustancia ni crujidos de mi piso de madera cálida. Busco tus huellas con mis manos para confirmar tus pisadas; para encontrar el lugar desde donde estuviste observándome en silencio. Y palpo por fin tu calor. Estuviste allí, lo sabía. Pero por alguna razón no quisiste hacerte presente ni siquiera bajo la luz de los relámpagos transitorios.  Copaste tu lugar, marcaste tu territorio, pero no te acercaste a mí ni me cubriste el cuerpo con la única prenda que me hubiese dado calor: tu piel solitaria.

Saber que estuviste presente no me alcanza para sentir tu peso. Es tu ausencia la que me aplasta. Todo tu peso sobre mí, pero sin vos. Mi desnudez sigue apegada a mis colores prestados, pero mis lágrimas ya han marcado un surco que despinta mis mejillas, y sigue por mi cuello, y marca un surco en mi pecho, y baja por mi abdomen hasta rozar mi sexo desde donde se lanza en caída libre, como gota sin control, de colores mezclados y sin identidad, aunque única, al suelo.

 Imagino que me derrito y que la madera con su calor hace de las acuarelas sudorosas una película que la cubre. Piso esa lágrima de largo recorrido. La encuentro fácilmente en medio de mis dos pies, hecha suelo, descartada con el fin inevitable de secarse a solas. Me acaricio el cuerpo, y mezclo, entonces, todos mis colores; y cuando la luz vuelve, tan inesperadamente como se había ido,  el espejo me refleja con la piel del color del bronce.

Inmóvil ante el espejo parezco una estatua.

Y por eso me muevo, contorsiono, salto, grito y elevo mis brazos estirando mis cabellos. Me doy vida, me quito el vacío, me doy movimiento, me avivo como fuego ante el viento que antecede a la tormenta. Y así como estoy salgo a buscarte. Hay luz; conozco la lentitud de tus pasos; imagino tu camino. Camino rápido; corro. Nadie en la calle, nadie a quien yo pueda ver si no sos vos.

Y te encuentro. Te veo a dos cuadras de mi casa, con los hombros bajos, cansados, y los pies pesados. La lluvia no te afecta pero tampoco te arrasa. Voy perdiendo mi color bronce; voy ganando mi dorado pálido; voy haciendo de mi autorretrato un rostro y de mi desnudez ya ni me acuerdo.

Me adelanto a tus pasos y me cruzo en tu camino; porque es hora, porque ya no quiero sentir abrazos vacíos ni aguantar el frío sabiendo que podés entrar en mi vida cuando quieras. Te miro a los ojos y te obligo a mirarme. Desviás la mirada pero no me dejo vencer por el rechazo que se me clava en el pecho. Busco enfrentar tus ojos, busco abrir tus brazos, busco entender por qué estuviste mirándome bajo los reflejos de la tormenta; sabiéndome helada, mojada, excitada y esperándote, para sólo acomodarte en un rincón tibio sin ser parte de mi espacio y de mi presencia desafiada y desafiante. No podés mantener tu mirada en la mía; no podés abrir los brazos; no querés pensar que sí podés.

Y el agua que no deja de mojarnos; y el frío que se instala de nuevo, y mi cuerpo desnudo ya comentado en boca de quienes ya no son nadie sino figuras que se suman alrededor nuestro para crear un cerco de contención de mi desnudez y tu incomodidad. Un abrazo cálido que no me toca pero que me protege. Un círculo perfecto que se mueve, se estrecha y se cruza hasta transformarse en el símbolo del infinito. Me dejo encerrar porque sé que es un encierro sanador, protector, sólo por eso; aunque  se trate de extraños, sé que cuidan mi desnudez expuesta a vientos, a lluvias y a vos.

Y entonces un hombre te empuja, otro se para frente a vos y te obliga a mirarlo; una mujer te toca presionando tu abdomen; otra te pega un cachetazo. Otra te besa; otro te agarra de los hombros y te acerca a mí, te presiona contra mis pechos. Y vos por fin dejás de pararte erguido en tus “no puedo” para dejarte llevar por cada hombre y mujer imaginario que habita dentro de vos y te pide que puedas. Y podés. Porque querés, podés.

Mi cuerpo te recibe. Mi boca se abre a tu boca. Y se desdibujan la calle, el cielo, las dos cuadras hasta mi casa y el reflejo nuestro en mi espejo.

No fue tan difícil transitar el frío y la tormenta tomados de la mano ante la idea de una vida juntos que pudiese terminar en ese preciso momento bajo el peor de los rayos. El abrazo vacío se hizo entonces carne, lleno, importante, real y duradero.

Cierro mis ventanas. Cierro sin llave mi puerta. Abrís mis ventanas. Cerrás con llave mi puerta. Llegaste por fin a casa. Pudiste, quisiste. Y ahora sólo resta quitarnos, ambos, el antiguo y casi eterno frío.