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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
3 5 2011
El amor te pertenece (fragmento de relato) por Carolina Paton

En un archipiélago casi al fin del mundo vive el sueño de un pescador, Chiloé y sus mitologías enfrentan el viento que abre caminos en la vida de Ernesto. Lo conocí, conversamos y una amistad forjó los momentos más hermosos de mi vida. Hoy en París recojo los vientos del sur, observando el mundo isleño como un cuento de amor. Tanto tiempo sin poder decir nada. Silencio sigiloso. Me siento con dolor de huesos…
¿No será que el clima de París me hace mal?
La humedad cala por dentro.
Si contara que el clima de París no me viene. Me dirán que estoy delirando.

¡A quién en el mundo le va a ser mal el clima de París!
Cómo oficial de inteligencia retirado soy muy astuto en percibir reacciones. No son mi fuerte las relaciones personales. —Me enamoro y desamoro con el abrir la compuerta del submarino—. No resisto una mujer bonita. Mis ardientes pasiones desatan la más atractiva fuerza masculina. Cuando subo a la superficie me muestra que no todo era tan bonito. Los amaneceres florecientes. Los atardeceres grises.

Caminaba con las manos en los bolsillos, observando la cantidad de turistas que copan París. Los años de misiones y estricta puntualidad, tenían mi espalda ubicada a cada centímetro. Yo sabía que “Manolo” me vigilaba. —Mi pericia no era avistada—. Ja, ja…Ahora a lo lejos me río. En esos momentos me hacía pipí en…los pantalones.

Las hojas en el suelo de estas amplias avenidas de castaños son elegantes; forman mantos color visón. La” Rue de la pompe” es espolvoreada de niños saliendo de la escuela. En la “boulangerie” se apostaban para comprar un “croissant” o “pain au chocolat”. Al salir con sus bocas sonrientes, chuteaban las hojas al pasar. A su misma edad, mi madre me iba a buscar al colegio y yo le apretaba la mano tan fuerte y me decía: “Suelta esa mano Aníbal; los hombrecitos deben ser machitos y no ser aprensivos. Entendiste.”

Como hijo de madre viuda, me considero heredero del síndrome del hijo único, que pocas veces se desprende del cordón que amarra por vida. En algunos casos…

Tal vez el ser “hijito de mamá” me forjó el frío raciocinio de mirar siempre adelante; claro que mi ocupación tenía ojos por atrás y por los lados.

En Chiloé el agua se deslizaba como río, el pronóstico del tiempo anunciaba tormentas eléctricas.  De una isla a otra, los remolcadores llegaban con los turistas; las nubes de algodón dejaban ver el más espectacular de los cielos. La transparencia del entorno era apabullante y la gracia de las islas unidas por botes de pescadores. Sus sinuosas colinas pastando las vacas con sus manchas arropadas.  Los pequeños agricultores acarreaban sus verduras para el mercado regional.” Creo haber vistos las papas y zanahorias más grandes del planeta”. La plaza municipal con sus puestos artesanales repletos de los objetos nacidos de la mano de los chilotes. Los gorros de lana eran los más vendidos.

En Paris vivo en la calle Passy cerca donde “Mauppasant” alivió sus últimos respiros. Y esto me trae el recuerdo cuando en la isla de Chonchi, en un banco de la plaza, junto a unos árboles frondosos, encontré a un pescador con un libro amarillento, las hojas dobladas y adentro un separador en la página 241 del cuento “El Collar” de Mauppasant. Le costaba mucho leer, aprendió de adulto en clases nocturnas que da la Municipalidad. Conversamos por horas y me contó cómo sus manos atesoraban los cuentos de Maupassant. – ¿Dónde compró el libro? —No lo compré señor, llegó por milagro a mi vida…—¿Cómo es eso? —Le voy a contar.— ¿Tiene tiempo? —Claro, por supuesto, lo escucho… Al atardecer del día 28 de enero unos turistas franceses llegaron hasta mi casa y me pidieron ayuda con una embarcación que había varado en la isla.  Empujamos la embarcación atrapada a los pies de un palafito. Venían mojados por la  copiosa lluvia y el viento les cambió la ruta. Al terminar, revisé el bote y en uno de los asientos posteriores, encontré un cuaderno y un libro arrugado.  —Los franceses desaparecieron a Isla de Pascua—. Uno de mis hijos, abrió el cuaderno y empezó a leer las coordenadas de dónde habían estado. Y luego me dijo: —Papa voy a votar este libro viejo y amarillento, no sirve de nada.— Ernesto puso su voz en el cielo: Que ocurrencia, déjame echarle una mirada primero—. La Isla de Chonchi tenía un atardecer luminoso, el cielo brillaba y el verde de las colinas se reflejaba en los bordes del camino de tierra. La vida de Ernesto junto a sus dos hijos varones era el comienzo y el fin. Sus días al alba para traer la buena pesca y las noches largas de conversación en su casa, las celebraba junto a la chimenea que el mismo había construido. La casa siempre limpia, reflejaba la disciplina que Ernesto inculcó a sus hijos. “Yo fui despreciado por mi padre, un inglés que vino a la isla y dejó a mi madre con un abultado estómago y luego partió”. No he sabido de él ni me interesa. A mi madre la cuidé hasta el final de sus días. Tenía un kiosco de venta de diarios, revistas y luego fue aumentando con dulces. Al morir me dijo: “Ernesto no vendas el negocio, si algunos de tus hijos necesita trabajar, ya tienen donde echar una mano para el pan”. Y así fue, Ismael el mayor de mis hijos de veintiocho años, tiene el negocio.  A mis cincuenta años, viudo y con ganas de progresar, me doy cuenta que mis hijos son del terruño, no han querido ir a la universidad, siendo muy inteligentes.  Ahora tenemos el proyecto de comprar unas camionetas frigoríficos para trasladar nuestros productos y venderlos en los mercados de Puerto Montt y otras zonas. Haremos nuestro propio embalaje y mi hijo diseñará un logo por el computador. Ese es nuestro proyecto.

Al tomar el café en Passy, me encuentro con una vieja amiga del trabajo, su nombre Bárbara. Bárbara ha sido una gran ayuda en mi paso por esta ciudad. Cuando llegué a París me encontró un departamento muy agradable cerca de la Avenida Mozart.  Tengo una farmacia en la esquina y, por supuesto, un laboratorio de análisis médicos. Desde que tenía misiones importantes era un hipocondríaco de magnitud. En cada viaje llenaba la maleta con paracetamol, pastillas para el insomnio, dolor de estómago, antialérgicos y toda clase de vitaminas para mantenerme vital.  Mi madre frecuentaba las consulta médicas, con una felicidad única. El día que iba al doctor, primero hacía su parada en la peluquería y se vestía elegantemente. —Era un paseo para ella—. Cuando llegaba a casa, sus ojos brillaban. Su capacidad mental, copaba las páginas de estudios médicos, estadísticas y luego de una buena conversación con su ginecólogo, se volvía relajada y feliz.

La isla de Chonchi, me acogía en la última parte de mi trabajo para una compañía salmonera escocesa. Investigaba los procesos productivos y comerciales de grandes empresas de esta zona. Hubo momentos complicados cuando encontré a un chino copiando archivos en la gerencia de la salmonera, tuve que sacarlo del lado suavemente con un espray para adormecerlo. —Luego sería encontrado—. Los años en la isla no se hicieron largos, creo que gocé con los descubrimientos de nuevos pueblos, conversaciones con la gente, y cultivé algunas amistades con las que mantengo contacto hasta el día de hoy. Los domingos visitaba las iglesias Jesuitas, reliquias que lo hacen sentarse y contemplar el altar en la paz que deja los problemas estancados por unos minutos.

Los remolcadores ilusionaban los días de los isleños. Los hijos de Ernesto trabajan desde los catorce años en la pesca, al igual que su padre. Eran orgullosos de levantarse con las estrellas y el frío para empujar los botes y echarlos a la mar. Muchos amigos, fueron devorados por las corrientes y algunos esperaban otros acontecimientos…

La vida en la isla era tranquila, hasta que las compañías extranjeras cambiaron el destino de los salmones; la bulliciosa estampida de camiones frigoríficos encareció y ensordeció el Archipiélago. —Madrugamos y nos pagan lo mínimo—.  El progreso y los árboles se han aturdido con tanto extranjero. Comprendía que Ernesto sabía más que yo de las salmoneras, mi perspectiva era de “husmear” e “informar”. Yo no tenía porque opinar.  Me pagaban bastante y eso era mi último fin.  Desde París veo el daño que producía la industria en la zona. Los deshechos y la contaminación, impurezas olvidadas.  El medio ambiente forrado en billetes y prosperidad sin circulación ni rotación.

Ernesto era afortunado en unas hojas amarillentas. “El Collar”, era leído sagradamente después de su comida, se sentaba en su hamaca en su pequeño jardín, con una manzana de postre, y su perro “Roco”. — Reclusión en un mundo fascinante.— Lo bueno que el libro estaba en español. Ernesto con su piel agrietada mostraba los síntomas de cansancio, un color terroso amarillento, sus manos arrugadas y fuertes, tomaban un destino diferente. Sus ojos almendrados, negra cabellera brillante y su estilizada figura lo tenían como el más atractivo pescador de la zona. Sus manos embellecían el arte de la pesca. –Me he demorado tres meses en leer el libro—. Las primeras frases del “Collar” lo impactaron: “E r a u n a aa de esaass hermooosass y deliciooosaaas criiiiaturas naacidaaas, comooo porrr uun errrorr del dessstino…”   Ernesto siguió los dos meses obstinado con “El Collar”.  Abría la puerta de mañío, y decía: “Quién se atrevió a tomar mi libro”…”Mi Papá se volvió loco, que le pasa con esas hojas”.  Ernesto se preguntaba, las miles de mujeres como Madame Loisel que se entierran en el mundo del silencio, ese silencio que carcome el alma y ellas abnegadas dan todo para no fallar. Había muchas señoras Loisel rondando la Isla… La riqueza o pobreza pueden traer tantas alegrías que se esfuman cuando el aire del amor no fructifica.

Cuando Pilar llegó a Chonchi, su depresión fue inminente. “Venir a vegetar en este pueblucho, que horror”. Hablaba sola por los cuartos de su lujosa casa en el cerro El Ciprés, donde empleadas, jardinero y chofer la servían como reina.  Pilar de cuarenta y dos años, alta, espigada, cabello castaño y ojos verdes viste de blanco o negro, es arquitecto y se había casado hace diez años con Pedro Jaramillo, Gerente General de la mayor exportadora de salmones de Chile “Tierra Austral”. Pedro salía de madrugada y sus anochecidas de alcohol, dejaban un espacio en la cama de Pilar. Viajaba una vez al mes a Santiago a reunirse con la Gerencia. —Pilar no lo acompañaba—. Los hijos no arribaron a su soledad. Su distanciamiento la tenía sumida en libros, internet, vino blanco y fotografía. Pilar soñaba con su regreso a Santiago, pero su arraigado concepto de católica fervorosa y de familia sin divorcios le impedía dar el paso.  Su encierro forjó un corazón de roca. Los años transformaron grietas en las comisuras de sus labios, y las tan añoradas cremas de marcas quedaban rezagadas en su mesa de maquillaje. Pedro la invitaba a salir, comían, él se engullía su carne. Satisfacía su arrogancia en la cama, mientras ella miraba el techo o la televisión encendida. Detestaba su olor. Años con un hombre gris, donde el éxito y el dinero ensombrecían la felicidad. Gran jugador de polo, recorría torneos en Argentina y otras ciudades de Chile. — Pilar lo esperaba—. Y se preguntaba:  “vivo con un hombre al que no conozco, sólo duermo con él. Es una tristeza que tengo pegada con dolor del alma; me atraviesa el cuerpo y contractura mi cuello.

Ernesto decidió modernizarse, fue a una tienda por departamentos en Castro, la capital de la Isla, y compró un computador. “Necesito conocer a todos los grandes escritores; tengo que partir por los nuestros, leeré a Pablo Neruda, Mistral y Donoso, son los únicos que conozco”. Además, la biblioteca municipal no tiene muchos títulos. Mis hijos me dijeron que puedo comprar por internet. Se paseó varios minutos para ver cuál era el computador que le acomodaba. Al estar frente a su selección, una mujer lo rozó: “lo siento disculpe si lo pisé”. –No por favor, no se disculpe, fui yo el que iba en la dirección equivocada—  En fracción de segundo sus miradas dejaron el vacio del espacio.  Un aura de serenidad se apostó entre los dos. —Ernesto adoró esa cara—. “Qué mujer más hermosa, su hermosura son sus ojos, los que muestran tristeza”. “No había visto una mujer tan elegante en esta isla”. Repentinamente, todo desapareció.  Pilar buscó la mirada de Ernesto por el pasillo de los productos electrónicos, no lo volvió a ver. ¿Por qué un desconocido me ha llamado la atención? Será la ausencia de amigos en esta isla, se preguntó.

Aníbal se dejaba encantar con su amistad nueva. Su trabajo espiando gerentes, japoneses, noruegos y los ávidos salmoneros lo embrutecían. “La verdad que prefiero un buen vaso de vino en el bar de la plaza con el sonoridad de Ernesto. Este hombre emana sabiduría, me ha enseñado lo mejor de la vida”. El mar le mostraba el coral y a veces las penumbras de las algas estacionadas en la playa envolvían en su vida. Los coloridos botes son fuerza; mi favorito es el rojo con amarillo y listas blancas, tiene por nombre “Blanca”. Blanca era el nombre de la esposa de Ernesto, que murió hace dos años. Tuvo un accidente cuando un remolcador llegaba a la isla y chocó en unos roqueríos, sólo murieron el capitán y Blanca. La lejanía de Ernesto se volvió difícil para sus hijos. Su dedicación era completa con su trabajo y el proyecto de comprar un par de camionetas para repartir los productos del mar. Salmones y Ostiones serán envasados por ellos mismos y vendidos en la zona. La cooperativa de pequeños pescadores “Los doce apóstoles” había pactado un trato con Ernesto, él como presidente de la cooperativa llevaría a cargo las negociaciones con los futuros clientes. Montaron una pequeña oficina cerca de las pescaderías. Después de salir a la mar, tomaban un buen desayuno de pan con jamón y un tazón de té. Como buenos conversadores, los pescadores sacaban listados de futuros clientes y los costos del negocio.

 Aníbal respiraba la brisa marina, me trae reminiscencias de niñez. Cuando el Pacífico altera el oleaje a veces con furia nos castiga y en horas nos regala el magnífico atardecer con la puesta del sol brillando en una roca. No puedo vivir lejos del mar. Claro que no todo lo que uno añora es lo definitivo.

 Pilar chateaba por Facebook;  logró encontrar una compañera de la universidad que vivía en Puerto Montt. La pidió y ella inmediatamente la aceptó. Al pasar los días le llegó la sugerencia de un amigo… su nombre Aníbal Cortez.
“Aníbal me gustaría saber si es amigo de alguno de mis conocidos, ya que me llegó como sugerencia de amistad. ¿Tenemos alguien en común? Saludos, Pilar."

Aníbal al otro lado del computador, en una noche con nubes negras, “seguro que llueve, voy a entrar la ropa que lavé”.

Al volver al computador tenía un nuevo mensaje en Facebook. “Qué tonto si es la amiga de Eliana”. Claro la pedí el otro día como amiga y se me había olvidado completamente. Se ve una mujer atractiva.

Pilar continuaba en el computador…

“Hola Pilar, disculpa si no te anexé un mensaje de presentación. Mi nombre es Aníbal Cortez Echeverría, soy amigo de juventud de Eliana, nos conocemos por nuestras familias. He vivido por mi trabajo   en el extranjero. Eliana me sugirió tu nombre, somos vecinos en la isla de Chiloé. Espero nos podamos conocer.  Un saludo. Aníbal”

Pilar se puso otro pullover, llovía y la temperatura estaba descendiendo, la chimenea con su luz le aclaraba su soledad y el olor a leña quemada, emanaban recuerdos de su infancia en el campo. “Cuando era niña saltaba, corría, andaba a caballo, bicicleta, moto y arriba de los árboles, pensaba que la vida de adulta sería por el mismo camino. No vi a mis padres en grandes peleas, no habían gritos, mi padre nunca llego pasado a licor…pensé que mis sueños se revelarían en las mismas circunstancias. Hoy lo veo como eso… un sueño…”

A lo mejor Aníbal es simpático y lo puedo conocer, total conversar no le hace mal a nadie…
Los meses en la lluvia no eran tan completos. Pilar se acostumbró a lo cambiante del tiempo, cielo azul nubes de algodón, cielo gris…era como su vida, altos y bajos. Las estadísticas no podían predecir lo que pasaría…
El último mes en que su marido viajaba a Santiago a una conferencia de los salmoneros, Pilar decidió encontrarse con Aníbal en el café del pueblo.
En el Café “El Roquerío”, había un ambiente familiar, Rosa y Arturo sus dueños, preparaban café fresco, en la máquina italiana que recién compraron. Su cafetería ofrecía comidas calientes para los miles de turistas que llegaban a la isla. El lugar era acogedor todo enchapado en maderas típicas de la zona; con una chimenea al fondo y una pared en piedras volcánicas. Aníbal llegó a las once de la mañana y se sentó en la mesa mirando la plaza, observaba la fuente de agua, mientras niños del colegio se sentaban alrededor. Otros paseaban en sus bicicletas. “Voy a pedir un café expreso, mientras espero”. Se habían dado señales para ubicarse con Pilar. Ella llevaría una blusa blanca y jeans. Aníbal vestiría una casaca de gamuza color visón claro. Al entrar al café Pilar dejó su amargura en la puerta. “Sentado veo a un hombre con la casaca de gamuza, luego me acerqué y él muy atentamente me besó en la mejilla y me dijo: “Pilar, encantado de conocerte, es una grata sorpresa que a través de una amiga nos encontremos en esta parte del mundo”. “Para mi es lo mismo Aníbal un placer”. Dijo Pilar
—¿Qué te gustaría tomar?
— Creo que un capuchino, por favor.
— El capuchino llegó acompañado de un cuadrado de chocolate.
—¿Qué haces por estos lados Pilar?
—Mi marido es gerente de una salmonera.
—Ya veo, yo también estoy por trabajo.
—¿A qué te dedicas?
—Soy consultor externo para una empresa británica.
—Qué interesante, ¿y tu familia está contigo?
—No no tengo más familia que un perro.
—¿No eres casado?
—No lo soy…
—Bueno, ya llegará la hora…
—Creo que en mi caso la hora será difícil de tocar campanadas.
—¿Y tu vida…como transcurre?
—La soledad y lo gris del panorama me ponen melancólica.
—¿Es el clima o hay algo más…?
—Eres muy directo para tus preguntas…
—Bueno, tengo mis problemas como en todo matrimonio, luego te contaré…aprovechemos este momento tan agradable.
—No quise ser inoportuno…
—De ninguna manera es la vida ¿no?
—El matrimonio es un mundo inesperado e irreconociblemente misterioso. Dice Pilar
— ¿Tienes amistades en la isla?
—No muchas
—Te voy a presentar a un amigo, o mejor dicho a un filósofo de la vida.
—Y quién es ese “Aristóteles”
—Se llama Ernesto, es un pescador y luego será un futuro empresario.
—¿Cómo lo conociste?
—Es una historia larga. Ernesto está aprendiendo a valorar y apreciar el arte de la lectura. Actualmente lee los cuentos de Maupassant. ¿Te gustaría que lo ayudemos en su aventura?
—No sé me habría pasado por mi mente ayudar a alguien en su amor a la lectura.  Yo feliz, ya que como Arquitecto no trabajo y me encanta la literatura.
—Será perfecto, dice Aníbal
—El miércoles nos podemos encontrar con Ernesto en este café y empezamos nuestra vida por las palabras.
—No faltaré…
(…)