El siglo XIX erigió al progreso como el dogma de los tiempos modernos. En él creyeron los necios y los sabios, tal es así que para dominar al mundo el hombre perdió el dominio de sí mismo. Así pues, sobrevino la involución de los hombres convertidos en gatos y en ratones. Las escalas de poder se mantuvieron. Los hombres ratones se enfrascaron en habitáculos con monitores y computadoras, y los jefes devinieron gatos. Pero la crisis hizo que los ratones sean menos porque menos queso podían los gatos ofrecer. De todos modos, el progreso desarrolló una droga previendo los males de la técnica y la industria: la serotonina, supuesto bálsamo de equilibrio y tranquilidad. Hay un extraño placer en dominar a los otros, sean animales o humanos. ¿Quién estará encima de los hombres gatos? ¿Otro mamífero o la resurrección de los dinosaurios? Marcos Rosenzvaig.
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