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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
7 3 2009
0, Prólogo (fragmento) por Anabel Botella

(Día Uno)

Como todas las tardes, él se acercaba hasta una pequeña capilla para dar la misma lección a María, la chica por la que había decidido dejar atrás su condición de ángel, que estaba vigilada muy de cerca por una mujer mayor llamada Leonor. Una capilla que estaba reservada sólo a las familias de alto rango en Florencia. Era un sitio pequeño, pero acogedor, ya que sólo disponía de dos bancos de piedra y dos sillas frente al altar. Las vidrieras, grandes ventanales que daban al oeste de la iglesia por lo que a esa hora de la tarde mostraban lo mejor de sí mismas, daban cuenta de varias escenas de la vida pública de Jesús y de su apóstol Juan.

La luz caía sobre el pelo rojizo con reflejos dorados de la chica, arrancando destellos que iluminaban la pequeña capilla. Las vidrieras palidecían ante semejante espectáculo que sólo estaba reservado para él.

La lección era un tema que tenía muy aprendido y que le permitía recrearse en la belleza de María. Entonces, él se permitía mantener sus ojos negros en la mirada azul de ella, en su sonrisa perfecta, en su pelo rubio con destellos rojizos, en definitiva, en toda ella.
—Cuenta la leyenda —suspira él— que Orión era un hermoso y apuesto chico, cazador infatigable, que sobresalía  entre los héroes de su tiempo, siendo el más alto y el más fuerte de todos ellos. Se decía de él que cuando caminaba a través de los mares más profundos, sus hombros sobresalían por encima de las aguas. Artemisa, la diosa de la caza, lo eligió para que formara parte de su séquito y le otorgó sus primeros trabajos. Orión dio muestras muy pronto de su buen hacer, y todo aquello que llevaba a cabo se resolvía con la mejor de las suertes. Pero su vanidad fue la causa de su ruina, porque Apolo, hermano gemelo de Artemisa, y el que debía salvaguardar su castidad, tuvo celos de los triunfos de un mortal. Un día Apolo, viendo a Orión a lo lejos, convenció a su hermana para llevar a cabo una estupenda cacería. Ella lanzó su flecha, y como siempre, dio en el blanco. Cuando Artemisa corrió a ver a su presa se dio cuenta de que había matado a Orión. Artemisa desconsolada por la muerte de su amado, y uno de sus más intrépidos cazadores, fue a ver a Zeus. Él se apiadó de ella y lo colocó en el cielo en forma de estrellas...
—Esa historia me la has contado muchas veces –le dijo la chica de ojos azules. Ella reposó su cabeza sobre su pecho—, pero no me canso de escucharla.
—Te la contaré las veces que haga falta, siempre que me dejes. Yo estaré contigo hasta que tú quieras.
—Eso será para toda la vida. Yo ya no puedo vivir sin ti. Tú eres mi ángel –ella se abrazó a su cuello. Reía plácidamente.

Él sonrió con ternura. Sus ojos negros brillaban más hermosos que nunca. Se inclinó sobre ella, y posó sus labios en los labios de ella...

¡Cras! Oyó que algo en su interior se resquebrajaba. Resonaba con intensidad un golpe certero en un punto muy cercano a su corazón.

Un segundo eterno... dos segundos más eternos aún... tres segundos después abrió los ojos. Pero él no cerraba nunca los ojos, siempre los mantenía abiertos. Trató de desperezarse, pero aquella prisión resultaba demasiado estrecha como para moverse con comodidad.

—Otro sueño. He vuelto a soñar otra vez con ella. ¿Hasta cuando...? —se decía todos los días con la esperanza de que esa sería la última vez que soñara despierto. Desde el balcón de sus ojos la veía llegar todos los días, todos, menos ese.

En aquel preciso momento sintió otro estallido en su corazón, pero no tenía nada que ver con el calvario doloroso que sufría día tras día. Este dolor era distinto porque su cárcel se fracturaba poco a poco y él estaba dentro sin saber qué hacer. Todo era nuevo para él.
—¡Ahhh! —gritó con todas sus fuerzas—. ¿Qué me pasa? —creía morir de dolor.

Su corazón de piedra empezó a latir poco a poco, tic... tac, lo oía rugir como un león fiero que va a por su presa, aunque en este caso la presa era un despertar a la vida. Sus pensamientos volvían a estar ordenados en su mente. Inhaló profundamente como hacía años que no lo hacía, aunque la primera sensación que tuvo no fue de placer, sino de angustia. Su garganta estaba seca; había perdido el hábito de respirar. Lo intentó de nuevo, pero no fue mejor que la primera vez. El aire que entraba no fluía libremente, sino que él tenía que esforzarse para respirar. Los segundos iban pasando y el aire no entraba a sus pulmones. Se ahogaba. Tenía tantas ansias de vivir que el pecho le oprimía el corazón. Tenía menos espacio para respirar. Sintió rigidez nuevamente. Todos sus músculos estaban agarrotados.
—Nooo —dijo con un hilo de voz.
Su torpeza a la hora de reaccionar era un punto en contra para salvarla a ella. Porque si algo tenía claro es que ella le había llamado.
—¡Ajjj! —trató de inspirar como creía que debía hacerse, pero algo fallaba, o algo no recordaba bien.

Se asfixiaba. No podía hacer nada para remediarlo. Estaba tenso y no alcanzaba a relajarse. Lo intentaba de nuevo, aunque no conseguía su objetivo. Su corazón se paralizaba, ya que todo el aire del que disponía para respirar no podía utilizarlo...
—Sus ojos azules —se decía—, piensa en sus ojos azules.
Abrió la boca, y sin hacer prácticamente ningún esfuerzo ocurrió el milagro. Una bocanada de aire entró a sus pulmones dándole toda la fuerza que necesitaba para entrar en acción. Su garganta de piedra se fue transformando poco a poco.

—Eso es, respira con bocanadas breves y profundas —pensaba.
Gritaba, o eso creía él, aunque no escuchaba ningún sonido fuera de su cárcel. “No”, se dijo, ahora no debía de preocuparse de ese pequeño problema, ya lo resolvería más adelante. Ahora tenía que pensar en que debía moverse, y lo tenía que hacer con urgencia antes de que fuera demasiado tarde para ella.

Sus músculos adormecidos se movieron lentamente. Soltó un grito desgarrador por el dolor que le producía mover su cuerpo. Pequeñas agujas afiladas aguijoneaban sus células torturándole hasta límites insospechados. ¿Qué importaba todo el dolor que experimentaba si eso le acercaba un poco más a ella? ¿Es que no era siquiera capaz de caminar sin sentir todo ese dolor? ¿Dónde estaba la agilidad que le había caracterizado hacía muchos años atrás? Aunque claro, después de permanecer tantos años encerrados, sus músculos no respondían con esa habilidad que él deseaba o como él creía recordar. Volvió a gritar buscando quizá alguien que se apiadara de él. Pero nadie corrió en su ayuda, absolutamente nadie corrió a auxiliarlo en ese cementerio, porque nadie le escuchó...
—Respiro... —pensó, y después soltó un suspiro aliviado—. ¡Ahhh! —se quedó unos instantes en tensión. Volvió a suspirar— ¡Ahhh! –el sonido se escuchó fuera de su prisión. Se quedó un segundo quieto porque no estaba muy seguro de si sus sentidos le estaban jugando una mala pasada—. ¡Ahhh! Lo he escuchado tres veces... ¡ahhh! –volvió a gritar con fuerzas—. No estoy loco. Estoy aquí, vuelvo a la vida. He regresado, ¿quién me lo iba a decir? –se permitió bromear entre dientes.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas tostadas. Podía tragar saliva con normalidad, respiraba con fluidez. Y entonces, tembló de emoción.
—No te preocupes —le dijo una voz masculina—. Vuelves a la vida.

Se miró de pies a cabeza, sorprendido. Fue un movimiento lento, es posible que durara varios segundos, más de lo que tardaba si no hubiera estado tan torpe, pero se alegró de poder hacerlo.

Podía controlar sus movimientos, podía decidir al fin dónde ir. Ya no tendría que permanecer en esa prisión. No, no tenía que hacerlo si ella le daba ese beso que hace años se prometieron, pero que no les fue posible... porque si ella no se lo daba... No debía pensar en esa opción. Eso jamás ocurriría.
La sangre comenzó a fluir por sus venas con fuerza. Volvía a tener control de su vida.
—Ella me llama... —dijo bien alto para que se oyera en todo el cementerio—, me necesita. Ha llegado el momento.

Él salió de la prisión en la que había estado, corrió en su ayuda cuando ella le llamó... porque así lo había querido el destino.

Mientras se alejaba del cementerio no pensó en ningún momento en todos los años que había pasado en él, sino en todo lo que le quedaba por vivir. Eso era lo realmente importante ahora. Suspiró con ganas, disfrutando de ese pequeño placer que a veces los humanos hacían inconscientemente, pero que hasta no hacía ni cinco minutos él no podía hacer. Se permitió un segundo lujo que echaba de menos: sonreír con calma. Y de esta manera tan simple, Keilan fue a por ella.

 

acerca del autor
Anabel

Anabel Botella, nació en 1970 en Cartagena (España). Desde que aprendió a leer, se quedó fascinada por el mundo de las palabras. En 1992 llegó a Valencia para estudiar teatro, y desde entonces anima espectáculos para niños menores de cien años. Montó una pequeña compañía de teatro y animación infantil,“Serpentina Teatro”. En 2005, escribió su primera obra para niños: “Embrujadas”, un texto con claras referencias a los cuentos tradicionales, y una animación de calle:”Locos por los coches”. En 2007, escribió tres obras de teatro: “Fil per Randa”, por encargo, “Una aventura en el desván” y “El príncipe Bramante”, una obra de adultos, más un cuento infantil: “Pedrito Tan, una ventura en el desván”. Desde 2006 ha escrito tres novelas inéditas.