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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Web y multimedia
1 2 2009
En tiempos de la nueva aldea global (crónica) por Alberto Salcedo Ramos

Hace unos años, el poeta brasileño José Paulo Paes escribió el siguiente poema satírico sobre la televisión.

Tu boletín meteorológico
Me informa aquí y ahora
Si llueve o hace sol
¿para qué voy a salir?

La comida suculenta
que sirves frente a mí
con los ojos la devoro.
Por eso decidí jubilar los dientes.

En las telenovelas
Hay tanto poder de vida
Que ya no me esfuerzo
Por vivir

Guerra, sexo, deportes
Todo, todo me lo das.
Condenaré la puerta:
Ya no preciso del mundo.

Quien decida encerrarse en su casa en estos tiempos, tendría nuevas opciones para prescindir del mundo exterior. Internet, tótem moderno, nos comunica con mucha gente a lo largo y ancho del planeta, pero, paradójicamente, nos aísla. Hoy contemplamos el mundo a través de múltiples ventanas virtuales por las cuales nosotros también podemos ser mirados. Sin embargo, la avalancha de información que recibimos no implica que comprendamos más. El mouse de la computadora, hermano del control del televisor, nos permite pasear atropelladamente por un universo fragmentado en el que, a menudo, nos extraviamos. Lo que para José Paulo Paes era tan solo una ironía literaria, para muchos internautas es ya una realidad: en el ciberespacio consiguen amores, canciones, películas, timbres para el teléfono celular, libros completos. Pablo Fuentes, un ejecutivo español de Telefónica Movistar, contaba en Bogotá los pormenores de un brindis virtual que hicieron los gerentes de quince sucursales de la empresa en distintos países – enlazados por internet --, para celebrar  un buen negocio. ¿Acaso es necesario ir a los almacenes a ver ropa, si en google hay montones de vestidos para todos los gustos? ¿Para qué moverse de la silla a visitar al amigo, si ahora es posible chatear con él? En la pantalla de la computadora podemos encontrar, además, consejos médicos e imágenes en tiempo real de la calle donde vive ese primo hermano con el que no volvimos a hablar desde la adolescencia. De modo que atrancar la puerta de la casa, como proponía Paes, ha dejado de ser una hipérbole.

Hace poco, por cierto, llegó a mi correo electrónico uno de esos típicos mensajes colectivos que circulan por la red diariamente. El anónimo corresponsal entregaba un inventario de los dislates que, según él, se han producido durante los últimos años gracias al furor tecnológico.  Algunos de esos absurdos, expuestos con sorna, son los siguientes:

—Accidentalmente tecleamos el password de nuestra cuenta de correo en el horno micro-ondas.

—Ya no jugamos solitario con cartas verdaderas.

—Cargamos una lista de quince números telefónicos para ubicar a una familia de solo tres miembros.

—A veces nos incomunicamos con el hermano que duerme en nuestra misma casa, en la habitación del segundo piso, sólo porque se dañó la conexión a internet y, por tanto, no podemos enviarle un correo electrónico.

—Cada comercial de internet tiene escrita su página web en la parte de abajo de la pantalla.

—Cuando por descuido salimos de la casa sin teléfono celular – ese aparato sin el cual pudimos sobrevivir durante nuestros primeros veinte o treinta años – entramos en pánico y nos devolvemos a buscarlo.

—Al levantarnos por la mañana, nos parece más urgente conectarnos a la pantalla que poner a hervir el café.

—Ya no contamos los chistes en las reuniones sociales, como se hacía antes, sino que les damos forward en el correo electrónico.

 

El travieso corresponsal, convencido de que a esas alturas tenía a los receptores a su merced, agregaba otras dos perlas que, más que chistosas, me resultaban inquietantes. Decían así:

—Admítelo: en este momento estás mirando para todos los lados como un idiota, porque temes que alguien
te vea riendo estúpidamente frente a la pantalla de la computadora.

—Peor que eso: ya estás haciendo mentalmente la lista de las personas a quienes le vas a enviar este correo, pedazo de pendejo.

 

La situación enfocada tanto en el viejo poema de José Paulo Paes como en el reciente mensaje del internauta burlón, no es ajena, en absoluto, a quienes contamos historias de no ficción en televisión. Les estamos hablando a personas que, cómodamente sentadas frente a una computadora, con la puerta ya condenada, pueden ver múltiples versiones de esa misma realidad que nosotros exploramos durante el trabajo de campo. No sólo pueden recibir y enviar montones de datos, sino que además tienen luz verde para internarse a placer, a través del PC o del  televisor, en las emociones del prójimo. Por cuenta de esta revolución, los televidentes latinoamericanos ya no buscan el drama en las telenovelas sino en la vida misma. Para atender a tal circunstancia, los formatos se renuevan, se espectacularizan, andan a caballo entre el video clip de fácil digestión y el melodrama. Para los medios masivos, como bien decía el maestro Ryszard Kapuscinski, la verdad se convirtió en un valor subordinado a lo interesante o lo que se puede vender. La muerte del Papa, que en el pasado era una noticia, ahora es un reality, como pudimos comprobarlo recientemente. Para un adolescente que ha visto por internet el video de la ejecución de Saddan Hussein y que ha interactuado con una madame que ofrece sus gracias en línea, el tema de la capa de ozono es tan fascinante como una hernia. En esa montaña rusa, ninguna información es relevante si excluye el vértigo.

No exagera el semiólogo Jesús Martín Barbero cuando advierte que los reality shows significan el fracaso del confesionario y del sicoanálisis. Hoy la gente necesita contar sus intimidades en público. Y así, se apela cada vez más a lo truculento para generar un efecto mayor en la audiencia. Omar Rincón, crítico colombiano de medios, afirma que “tanto la cultura como la televisión, para hacerse masivas, habitan la lógica del espectáculo”. El resultado, según él, es una televisión cultural que ha cambiado el peso del argumento por la levedad de la emoción. 

La televisión cultural debe ir más allá de ese concepto elitista de quienes la reducen a las artes. Debe fortalecer la identidad y la memoria y procurar miradas plurales sobre la realidad. Aunque suene rimbombante, debe ayudar a construir nación, como bien lo señala el ya mencionado Omar Rincón. Martín Barbero estima que, pese a la amenaza que significa internet, la televisión sigue siendo el medio con mayor capacidad de globalizar los imaginarios colectivos. “Lo que pasa”, agrega, “es que la tienen secuestrada por intereses ajenos a la mayoría”. ¿Los reality se multiplican para complacer los gustos del público o el público ha aprendido a consumirlos como consecuencia del bombardeo que ha recibido en la televisión? Barbero califica como “un engaño social” los estudios de audiencia, “porque tener el televisor encendido no es lo mismo que prestarle atención a lo que se ve”. Además, planear la cultura con base en los deseos de las masas puede conducirnos a exabruptos como, por ejemplo, enseñar la novena sinfonía en ritmo de Reggaeton, porque la de Bethoven es menos popular. La televisión -- nos recuerda el periodista Javier Darío Restrepo -- no puede ser solamente un negocio: tiene que asumir también el compromiso de poner a dialogar al país sobre sus problemas fundamentales, servirle a los ciudadanos como un espejo en el cual se reconozcan con sus costumbres, sus maneras de entender la vida, sus sistemas de producción, sus sueños, su folclor. La televisión cultural es inversión social.

***

En los últimos años, espoleados por el desbordamiento de la tecnología y de la vida interactiva, y a ratos por el afán de parecerse a los canales comerciales, los productores de televisión cultural han modernizado sus formatos, los han tornado más ligeros, con una gramática visual más ágil y espontánea. Pero en esta renovación, llena de guiños al video clip y al cine, la forma y el fondo no han ido de la mano. Por embellecer el cómo para atraer a una mayor cantidad de televidentes, se ha descuidado un poco el qué. A ratos se piensa muchísimo más en el tratamiento estético que en el conocimiento eficaz de la realidad que se transmite.

La televisión cultural tiene el compromiso de propiciar una valoración distinta de la vida, que vaya mucho más allá de lo efímero y superficial que nos muestran los informativos. Su verismo excesivo, fustigado por varios intelectuales, puede ser también una ventaja a la hora de contar historias. “Los muertos”, dijo una vez Robert Capa, ese gran fotógrafo de guerra, “serían en vano si la gente se negara a verlos”. Ruud Lubbers, Alto Comisionado de las Naciones Unidas Para los Refugiados, lo expresó de otro modo: “sin imágenes no hay compasión y mucho menos reacción política urgente”.

El periodista cultural de televisión debe ampliar su agenda, ir más allá de la información escueta del día a día, ser capaz de entender que la cultura es noticia, patrimonio, calidad de vida. Debe darle voz a aquella gente que ha sido excluida por no tener poder o por no ser víctima de las tragedias. El escritor George Faludy decía que hoy en día “casi todos los noticieros reproducen, en una sola noche, todo el horror que un romano habría visto en el coliseo, durante el reinado completo de Nerón”.

La tecnología, a mi modo de ver, no es el problema: el hombre, finalmente, echa mano de lo que tiene al alcance. Un día escribió sobre la arena y otro, sobre la piedra. ¿Cuántos años duró la humanidad con la pluma de ganso? Lo de hoy es el internet y hay que aceptarlo. El año pasado, una amiga reportera a quien admiro mucho, me contó que había abandonado la versión impresa de su medio y se había trasladado para la virtual, en busca de mayor espacio para publicar sus crónicas, quién lo creyera. En la web disponía, además, de la posibilidad de complementar sus palabras con videos. Sus relatos siguen siendo excelentes, aunque ahora se difundan a través de la pantalla de una computadora.

La escritora Katherine Ann Porter ha dicho que el fenómeno de la televisión demuestra que la gente está dispuesta a ver cualquier cosa, con tal de no verse a sí misma. El reto de la televisión cultural de hoy, a fin de cuentas, es contribuir a que nos veamos nosotros mismos, a que reconozcamos el espacio al cual pertenecemos, a que mantengamos vivo el diálogo con el mundo, a generar posibilidades de transformación del entorno. Esto equivale a mantener abiertas las ventanas para que entren el aire y la luz, ahora que hay tantas puertas clausuradas. Muchas gracias.