A Lola, mi niña
Ahora sé que no debía haber entrado en la tienda de bicicletas. Pero ¿de qué me sirve saberlo? Era el cumpleaños de mi mujer. Cansado de regalarle siempre las mismas cosas, el perfume caro, la ropa, la pequeña joya, se me ocurrió la idea genial y funesta de regalarle una bicicleta.
Confieso que la idea se me ocurrió de pronto. Cuando entré en la tienda y me vi ante el experto dependiente, que me escrutó con expresión de benévola superioridad, recordé que Mariola me había hablado muchas veces del pequeño pueblo, perdido en las montañas, donde pasaba de niña los veranos con sus padres, y de sus largas excursiones en bicicleta por aquellos caminos perdidos.
El dependiente me mostró diferentes opciones: al decirle que quería algo sencillo, una simple bicicleta de paseo para ir por la ciudad; sin marchas ni aditamentos, redobló su expresión de suficiencia. Tras profunda reflexión, suspiró: creo que tengo lo que busca, dijo, y salió al almacén.
Mientras lo esperaba se me ocurrió que no tenía dónde guardar la bicicleta. Por otra parte, ¿cómo iba a llevármela? Vivía al otro extremo de la ciudad, y aunque Granada es pequeña tiene mucho tráfico: debía atravesar el centro, lleno de calles enrevesadas y atoradas; y sobre todo hacía muchos años que yo no montaba en bicicleta. En fin, todos los inconvenientes se me presentaron de golpe en la imaginación, aguando momentáneamente mi entusiasmo.
Ya estaba a punto de irme cuando de súbito apareció el dependiente, sonriendo, con un destello malévolo en los ojos. De su mano derecha pendía dócil y ligera, la bicicleta de mis sueños:
—Ha tenido suerte, dijo, y empezó a ponderar la magnífica máquina que, de creerle, era una obra maestra de resistencia y precisión.
Casi sin enterarme del precio, pagué, pregunté si todo estaba a punto, pedí mi cadena y mi candado, y salí.
Aunque no soy un experto, admiré la limpieza de la máquina, verdaderamente magnífica: su solidez, su comodidad, su elegancia, su perfección.
Todas mis dudas y aprensiones se esfumaron al punto. Saboreando de antemano la cara de alegría y sobre todo de sorpresa que pondría Mariola, cuando me viera aparecer con aquel regalo inesperado, me encaminé a trompicones hacia la empinada escalinata, y comencé a bajarla escalón por escalón.
Las calles, como yo suponía, estaban imposibles. Además del tráfico y los peatones, apareció el adoquinado escurridizo por la humedad. Para colmo, me figuré examinado con extrañeza por todos los peatones.
Así que, en cuanto salí de la maraña de callejuelas que rodean la catedral y crucé la única avenida que la separa de nuestro barrio, aprovechando la primera calle recta, larga, y desierta, me encaramé al sillín y comencé a pedalear.
Pasado el primer vértigo, logré estabilizarme y comencé a marchar con soltura, y poco a poco fui despreocupándome de los cruces, las tiendas, los portales, y los peatones.
Fue una sensación magnífica: la calle, resbaladiza en algunos tramos, descendía suavemente, trazando una curva al final y se ensanchaba en un paseo ajardinado.
Sólo ocurrió un incidente, insignificante, pero que estuvo a punto de echar por tierra mi cabalgada: un señor bajito se me cruzó, y estuve a punto de arrollarlo. Malhumorado, levantó los puños y me gritó algo que se perdió en la distancia.
Ya en los jardines del Violón, recién adecentados, que discurren paralelos al río durante varios kilómetros, me abandoné a aquella sensación de libertad indescriptible, que no experimentaba desde la adolescencia: seres y cosas parecían anclados, atornillados al suelo, por donde se arrastraban penosamente; sólo yo, encaramado en mi Orbea, volaba como una ráfaga de brisa, feliz y sin rumbo. Bajaba por en medio de los jardines sin mirar a derecha y a izquierda, y a la par sin perder detalle.
Era un atardecer espléndido. Aún el frío, que me azotaba en la cara, parecía hermosearlo. Algunas terrazas empezaban a llenarse. El quiosco de las Titas rebosaba de gente con aspecto despreocupado y feliz.
Entretanto yo avanzaba con velocidad, recobraba pericia y audacia a cada pedaleada. Si se me atravesaba un carrito, una pareja, otra bicicleta, hacía un gracioso y rápido quiebro y enfilaba por otro sendero, como en una carrera de obstáculos. A veces pasaba tan cerca de los sobresaltados peatones que casi podía olerlos; rozar la lanilla o el algodón de sus chaquetas; recoger los fragmentos de sus comentarios sorprendidos, de sus desfavorables exclamaciones.
Poco a poco, la cinta verde del Paseo quedó atrás, y yo cada vez más lejos de mi casa.
Embebido por la velocidad, en un momento determinado, sin duda bajo el influjo de la carrera vertiginosa, me pareció distinguir entre el público el rostro malévolo del dependiente que me había vendido la Orbea; lo dejé atrás y proseguí sin volver la cabeza, ya acelerando, ya torciendo entre los parterres y los paseantes. La propia Mariola, estupefacta y admirada, me hacía señas inequívocas, pero la ignoré junto a los demás espejismos.
Algo blando trastabilló y rodó entonces bajo mis ruedas, uno de los gatos del parque, o un perro minúsculo, estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio y caer: rápidamente me recobré; sin embargo, era como si la velocidad me hubiese arrancado del mundo, sus reglas y sus convenciones. Creo, pero no podría asegurarlo, que derribé un macetón que exhibía un naranjo o un limonero, en uno de los pedestales del puente.
De los cinco puentes que jalonan El Paseo del Salón, antes de interrumpirse bruscamente en la autovía que circunvala Granada, ya había dejado atrás cuatro. Ya he dicho que seguía el sentido opuesto al de mi casa. Me pareció escuchar la sirena de la policía.
Desemboqué no sé cómo en un camino abandonado, de los que antaño comunicaban los cortijos abandonados con la ciudad. La noche se cerraba. Aquí y allá parpadeaba una ventana en el aire oscuro y acuoso de la vega. ¿Adónde iba? No tenía ni idea, ningún propósito concreto. El camino lleno de baches, me forzaba a aminorar la marcha, a reducir progresivamente la velocidad. A ambos lados, a intervalos regulares, los perros de las vaquerías me lanzaban sus ladridos fieros.
Pese al miedo, los ignoré. Ahora que iba más despacio, me daba cuenta de la flexibilidad de mis piernas; de la fuerza y la gracia de mi cuerpo doblado sobre el manillar; de la tensión juvenil de mis brazos y mis manos, aferradas como pinzas a la bici; incluso la barba, que me da un aire grave, serio, y hasta triste, se me enredaba alocada entre las mejillas, coloradas por el frío y el esfuerzo.
De pronto me detuve. El haz de luz de una vaquería asomó entre unos árboles. Escondí la bici llena de barro en la cuneta a unos veinte metros y me dirigí hacia allí.
Por el ladrido frenético supe dónde estaba el establo, completamente a oscuras. Tras un prudente examen (entre los ladridos se intercalaba el más absoluto silencio, sólo el metálico tironear de una cadena a punto de saltar), me deslicé hasta el portalón del establo. No tenía candado.
Descorrí con cuidado los cerrojos. Entonces me pareció oír pasos y ruidos procedentes de la casa. Alguien gritó al perro. La oscuridad lo cubría todo. Los ladridos y los tirones del animal rozaban el paroxismo.
Cuando salió la primera vaca, desorientada e indecisa, la azucé con un palo. Comenzaron a oírse los cencerros, y un número indeterminado de vacas empezó a correr escapando a mi alrededor en todas direcciones.
Ahora las voces eran más claras e insistentes. El perro se ahogaba enseñándome los dientes. Le arrojé el palo y corrí, encaramándome de un salto a la Orbea.
Las vacas, dispersas en la oscuridad, formaban una especie de parapeto movedizo. Pedaleé con todas mis fuerzas (tal vez soltaran al perro), y me orienté hacia las luces de la autovía.
Dando saltos y tumbos, alcancé sin más contratiempos los jardines.
Carlos Almira Picazo, Castellón (España), 1965. Estudió y se doctoró en Historia Contemporánea en la Universidad de Granada. En 1997, publicó un ensayo sobre la dictadura de Franco, Editorial Comares. Inició su carrera de profesor de enseñanza secundaria en Andalucía. En 2005, su primera obra de ficción, una novela sobre Jesús de Nazaret, fue publicada en la Editorial Entrelíneas. En 2007, la revista virtual Prometheus le editó en formato electrónico la novela "Todo es Noche". Desde ese año ha publicado un centenar de cuentos y algunos ensayos en revistas virtuales y en papel, de temática diversa (desde la ciencia ficción en Axxon, hasta el cuento fantástico en El Coloquio de los Perros, realista y humorístico en Destiempos, Kiliedro, etc.).