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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 9 2007
Apolo y los centauros (fragmento de novela) por Raquel Morán
Manos velludas y de largas uñas sucias han roto el sello que protegía el contenido del manuscrito. Antes de que sus bocas, que apestan a vino malo y a blasfemias, violen su significado, me decido a contarles la historia con mis propias palabras. Soy un hombre inocente. Me declaro inocente de todo lo que se me acusa, a excepción de una sola cosa: es cierto que osé una vez vivir a mi manera, según mi credo y mis gustos, y ese fue el principio de mi desgracia, la causa de mis males presentes. Y de este, que es mi único delito, no osaré arrepentirme, pues es el único motivo que me ha proporcionado unas migajas de felicidad. De todo lo demás, me declaro inocente. Serán otros quienes me declaren culpable, otros, quienes me conduzcan al patíbulo. Esos otros seres cuyo aliento apesta, cuyas palabras confunden, cuyo comportamiento avergüenza a los hombres sensibles. Los que no respetan nada. Los que todo lo tergiversan y lo pervierten. Los encontraréis, sin embargo, perturbadoramente disfrazados de hombres de bien, de sabios, de sensibles criaturas, de cultos doctores de iglesia, de eximios oradores de tribunas públicas, los encontraréis bien vestidos, oliendo a perfumes caros, luciendo en selectos comedores sus conocimientos gastronómicos, seduciendo a mujeres hermosas, sí, los encontraréis disfrazados de hombres respetables, cuando no son más que bestias infames, bestias de horroroso aspecto... Serán esos otros impostores quienes me conduzcan al patíbulo en breve. Pero dejad que os explique el porqué de mi martirio antes de que éste acontezca. Permitidme que os explique la diferencia que existe entre nosotros, entre las bestias y yo mismo, entre su infierno y mi cielo. Dejad que os hable de la cólera de los justos. Me llamo Juan Apocado y tengo treinta y dos años. Pretendo despertar una pizca de simpatía en ustedes desde el principio confesándoles que soy un hombre que huele extraordinariamente mal. Padezco una extraña enfermedad epidérmica que toma su nombre del pintor James Ensor, quien, al parecer, también la sufrió. Pues bien, el mal de Ensor en un raro proceso degenerativo de las células epidérmicas que conlleva como efecto secundario un difícilmente tolerable mal olor de la piel. Mi enfermedad no tiene cura, al no haber sido aún lo suficientemente investigada en los laboratorios científicos de los países avanzados. Al parecer, la organización no gubernamental que se ocupa de recaudar fondos para la causa investigadora no ha dado todavía con la campaña de marketing adecuada para dar a conocer esta curiosa enfermedad al gran público. O, quizá, la razón de que no se haya descubierto aún una cura para el mal de Ensor es debida a que el mal de Ensor no mata. Aunque nací con dicho estigma, la enfermedad sin cura, el mal olor permanente, jamás he podido acostumbrarme a ellos. Jamás. El mal olor corporal, efecto secundario de esta extraña enfermedad epidérmica, ha sido la obsesión que ha amenazado con destruir mi vida en sucesivas ocasiones, de niño y de adulto. El mal olor corporal ha sido indirectamente la causa de mi otra obsesión lacerante: la de ser un hombre absolutamente normal, la de amar el anonimato y tratar de pasar desapercibido por doquiera que voy. Como comprenderán, precisamente la causa de esta otra obsesión ha actuado siempre como la razón por la que mi sueño jamás se ha cumplido. ¿Cómo pasar desapercibido, como ser un hombre normal, cuando uno exuda un olor tan desagradable? Y porque soy un hombre al que una peculiar enfermedad crónica ha convertido en un ser frágil e inseguro, las bestias se carcajean sin fin. Contemplo con horror sus bocas abiertas, los dientes amarillentos y el hilillo de saliva que se desliza barba abajo, su aliento apesta a vino malo, pero, todavía, la podredumbre de su aliento es una podredumbre venial si comparada con el olor de mi piel después de doce horas sin una ducha. Las bestias se carcajean de mi fragilidad, que es mi enfermedad dermatológica, en todas partes: en el lugar al que acudo diariamente a trabajar, en el supermercado, en los bares que frecuento para beber demasiado, solo o acompañado de mi esposa, en el banco al que acudo a realizar alguna transacción ocasional, en la biblioteca en la que una vez cada quince días tomo prestados un par de libros de autores desconocidos, cuanto más desconocido el autor, mayor la dicha del descubrimiento. Y la única manera por medio de la cual he ignorado las carcajadas de las bestias hasta ahora es el ensimismamiento. A un recóndito rincón de mi ser las bestias tienen vedado el acceso. Es a ese paraje interior al que he acudido a serenarme o a lamer las heridas abiertas tras tantas jornadas de carcajadas. El Juan que se sienta en el banco de madera que encara ese magnífico paraje interno es un Juan sin rostro, sin cuerpo, un Juan ingrávido e inodoro que ama la música de Chopin y de Satie, que devora obras narrativas de autores desconocidos, que degusta los tesoros pictóricos de Constable y de Matisse, que aspira a componer piezas musicales al piano. Es un Juan solo, purificado en su soledad, es un Juan que, cual Prometeo sobre la roca, se renueva cada día de sus miserables heridas, infligidas como un castigo injusto por un dios cruel, inaprensible y arbitrario. ¡Salve Terra Incognita! Roto el sello, las bestias iniciarán tu conquista en breve. Pero antes de que eso suceda, serás patria de otros, de otros como yo; no, no de otros como yo, sino de otros que hayan sabido defenderte y cuidarte mejor que yo. APOLO La acción transcurre en un país oprimido y tenaz J.L. Borges, Tema del traidor y del héroe I La infancia nunca es una etapa feliz en esta singladura hacia lo desconocido que es la vida de cada cual. Es una etapa plagada de descubrimientos infelices que nos hacen dudar y sufrir. Alguien la ha denominado en algún famoso libro ‘la primavera del desencanto’ y tiene toda la razón. Y creo que lo único que nos ayuda a trascender el desencanto de la infancia es la firme esperanza en un futuro mejor, la marmórea convicción de que, de adultos, todo será más fácil y se verá más claramente. La infancia es una fé ciega en el poder de la edad adulta para adueñarse de las claves de la felicidad, y así vamos creciendo, convencidos de que algo mejor nos aguarda en ese futuro nebuloso que nos parece tan remoto en el tiempo. Por contra, en mi caso y, debido una vez más al mal de Ensor, enfermedad cuya condición crónica me fue revelada a los siete años de edad, nunca ha existido una fé ciega en que el futuro, la edad adulta, traería en su cesta de frutas de la estación las tan temidas y deseadas claves de la felicidad. Porque sé desde los siete años de edad que el mal de Ensor es incurable, también supe que el futuro no sería mejor que el pasado de aquel niño de ojeras marcadas y mirada triste, de hombros caídos y sonrisa desmayada que la memoria guarda con persistencia de amante burlada: el hombre olería tan mal como el niño. Fui un muchacho aplicado en los estudios: excelentes notas en matemáticas y ciencias, pero el cual prefería dedicar sus ratos libres a la lectura de poemas de autores inadecuados a su edad, Verlaine, Cernuda, Cavafis..., esas mariconadas, en palabras del profesor que impartió clases de literatura en mi primer año de escuela secundaria. El mal de Ensor me convirtió en una criatura desconfiada y solitaria, temerosa de caricias y proximidades ajenas, y esa criatura soy todavía yo. Los complejos aumentaron con la edad, como mi rabia al saberme víctima injusta de una enfermedad asquerosa que tomaba proporciones de castigo bíblico en mi cabecita adolescente, como mi obsesión por actuar como un hombre normal, por ser uno del montón. Junto con la esperanza en un futuro mejor, renuncié a la belleza cuando tenía siete años y supe que mi mal era incurable, y no volví a atentar su conquista hasta hace unos pocos meses, cumplidos los treinta y dos. Las bestias llegarán en breve a castigar tal osadía. (…)
acerca del autor
Raquel

Raquel Morán, Asturias (España), 1969. Cursó estudios de Geografía e Historia en la Universidad de Oviedo, licenciándose en Geografía en el año 1994. Dos años después se marchó a estudiar a Londres, en Inglaterra, y ha terminado residiendo permanente en este país. En la actualidad, trabaja como profesora de francés y español en un Instituto de Secundaria en Londres, y reside en Ilford, Essex, con su marido y su hija. Apolo y los centauros es su primera novela publicada, disponible en www.trafford.com.