Opinión
30 7 2007
Juan Pomponio ante la ley, por Jorge Gómez Jiménez (editor de Letralia)
El poeta argentino Juan Pomponio agarró un buen día una maleta y se puso a viajar. En buses, carros y motos pasó por Chile, Perú, Ecuador y Colombia antes de llegar a Venezuela, donde ya lleva cuatro meses. Entre nosotros ha sido recibido por colegas poetas de Mérida, San Cristóbal y Cagua, donde junto con Miguel, Marco y otros amigos le serví de anfitrión durante varios días. En Maracay le organizamos un recital; el 11 de abril lo llevé a conocer la Maestranza César Girón, una de las maravillas locales del estado Aragua, donde le tomé la foto que encabeza esta nota. Pasó con nosotros algún tiempo hasta que se fue a Choroní (“No atravesé el continente para irme sin conocer el mar Caribe”, decía antes de tomar el bus a la costa aragüeña). Juan ha plasmado lo mejor de sus aventuras continentales en su blog. La semana pasada Juan regresó de Choroní y pasó con nosotros un par de días más, aquí en Cagua. Anteayer, los amigos fuimos a despedirlo en el terminal de Maracay, desde donde partió a las 8 de la noche rumbo a San Cristóbal, donde lo esperaba nuevamente el gallo pollo Cruz Yayes para hospedarlo durante algún tiempo más. Poco después de las 2 de la madrugada, el bus en el que embarcamos a Juan pasó por Guanare, la ciudad donde confluyen los peregrinos que van a rendirle tributo a la Virgen de Coromoto. En una alcabala de esa ciudad santa la policía detuvo el bus y revisó a los pasajeros. Cinco policías, “cinco mierdas de uniformes azules”, como los describiría Juan poco después, razonaron que un pasajero de nacionalidad argentina debía llevar dólares consigo. El problema es que Juan, en efecto, los llevaba. Tras verificar en sus documentos la nacionalidad de Juan, los policías le pidieron “la visa”. El poeta tuvo que aclararles que él no necesitaba visa para transitar por este país de arepas y eufemismos. Entonces le pidieron el pasaporte y Juan debió bajar, pues lo guardaba en la maleta y ésta se encontraba en el compartimiento del equipaje, al que se tiene acceso sólo desde afuera del vehículo. En este punto dejo que Juan cuente lo que ocurrió: Me piden el pasaporte. Bajo, lo saco de la maleta y se los doy. Me llevan lejos de los demás, y me preguntan si tengo dólares… Les digo que no porque les percibo la intención… Me dicen: démelos, me revisan y me sacan de los bolsillos los 600 dólares y los 300 mil bolívares, amenazándome que podía ser peor; intento hacer algo pero me intimidaron fuerte. Afortunadamente no pasó de allí. Un delincuente que es capaz de creerse inmune a la ley por portar un uniforme y un arma oficial, quizás es capaz también de silenciar a un mochilero perdido en las entrañas de un país en el que es desconocido. Juan no ha perdido el aplomo, como comprobé cuando hablamos por teléfono ayer en la mañana. Cruz, por su parte, está desde ayer acompañándolo en el trámite de denunciar a los delincuentes, a los cinco mierdas de uniformes azules, ante el CICPC y ante la prensa.