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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Número Especial
17 7 2006
Turnos de Saúl Yurkievich, por Julio Ortega
El camino, dice Don Quijote, es la amistad. Y con Saúl Yurkievich, que acaba de morir en un accidente de camino, he compartido algunos trechos de esa conversación. Estaba, me dicen, en Saignon, donde él y Gladis Anchieri tenían una casita de verano, cercana a la que tuvo Julio Cortázar, donde compartían la pausa estival y el buen humor. Como dicen los ingleses, lo peor de compartir el camino es tener que hacerlo con alguien a quien traducirle el paisaje. Con Saúl, en cambio, uno retomaba la charla como si recuperara la misma ruta. Su muerte se produjo cuando su automóvil salió de la carretera y se estrelló. Como todo en Saúl, esa versión es literal y metafórica. De Borges decían sus amigos que moriría de un accidente gramatical. De Yurkievich se podría haber asegurado que lo haría elusiva, figuradamente. Experto en piruetas (“abrazos de siete vueltas”, era su frase de despedida en las cartas), la última pudo haber sido una distracción; pero hasta la Policía cree que se quedó dormido, que murió en un sueño. Tuve la suerte de poder darle las gracias públicamente por sus trabajos de empatía en un pequeño coloquio que le dedicamos en el Proyecto Transatlántico de mi universidad hace un par de años. Nos reunimos un grupo de sus amigos del vecindario para reconocerle el entusiasmo que había insuflado a la crítica latinoamericana en contra (o, más bien, al margen) de los sucesivos cánones de la autoridad letrada. “Rimbomba por Saúl”, llamamos a esa amenísima charla. Fue revelador: todos nos habíamos encontrado con Saúl en un lugar distinto del camino. Si Don Quijote había salido de La Mancha para llegar a Barcelona y conocer el origen de su vida, la Imprenta; Saúl había dejado Argentina en peregrinaje literario para encontrar su origen en sus lectores fieles. Por eso, con Saúl uno recuperaba el regusto de este oficio de escribir, cuyo propósito, tal vez, es mejorar las condiciones del viaje, reclamar mejores ventas de ruta, combatir la crueldad de los Duques, y hacer de Sancho Panza el mejor lector. Sus entusiasmos eran todos por la palabra audaz. En primer lugar, por César Vallejo, el de Trilce, a quien dedicó su primer trabajo importante, que todos hemos leído de estudiantes como quien se inicia en la libertad del lenguaje. Enseguida, por Huidobro, a quien veía como un malabarista de alturas, haciendo piruetas en un avión de juguete. Y, por fin, por Cortázar, a quien dedicó lo mejor de sí. Estas tres grandes figuras nuestras tienen en común su apasionado trabajo con el lenguaje. A veces se cree que los mejores escritores se benefician del lenguaje que cultivan y dominan. Al contrario, casi todo escritor mayor se ha hecho en un largo conflicto con las palabras. Vallejo las ha arrancado literalmente de sus referentes para desentrañarlas y hacerlas decir otra cosa. Huidobro las ha aliviado de peso semántico para levantar con ellas la transparencia de la creatividad verbal. Y Cortázar las forjó en materia viva de la subjetividad. Saúl buscó en el discurso crítico dialogar con el lector desde una inmediata relación con los textos para compartir no las evidencias sino los asombros. Juegos verbales Su crítica está incontaminada de autoridad, esa violencia de quienes norman y sancionan. Era, por eso, celebratoria y gratuita, y se debía a la vehemencia de la inteligencia estética. Esa es su noción teórica, de gran estirpe clásica: la teoría es el discurso del entusiasmo, porque siendo la idea del acto creador es una alabanza. Fue, claro, un poeta. Se podía reconocer sus estrategias de inmediato, su voz indudable, sus juegos verbales y textuales de inventiva propia. Jugaba con las palabras en combinaciones audaces, como un saltimbanqui del habla, en un arte de birlibirloque, canjeándolo todo, con ironía y gracia, a nombre de una estética de la sorpresa, cuyo origen era vanguardista, cuyo método era el “bricolage” y cuya larga parentela incluía el dadaísmo, el letrismo, el antilirismo, la antipoesía; y, en consecuencia, la ética del desarraigo, que practica la pérdida del centro referencial (nacional, institucional, ideológico) como nuestra libertad en las palabras. Pocas veces lo más gratuito tuvo más sentido. Se quedó, inevitablemente, sin patria. La última vez que estuvo en Buenos Aires, en unas conferencias universitarias sobre Cortázar, según me contó, lo hicieron callar. Tenía, es cierto, el hábito de hablar sin reloj. En Francia las ponencias son de una hora y Jacques Derrida era capaz de dictar una charla de dos horas, a veces de tres horas, sin pestañar una pausa. Pero nuestras mesas redondas son a diez minutos por funcionario, y a Saúl le pasaron un papelito que para él fue como una condena a muerte. Metafóricamente, digo, la cháchara nacional le quitó el aliento. Pero no la palabra del camino, que sigue aleteando más suya, libre de cualquier referencia, en su trapecio lunar.
acerca del autor
Julio

Julio Ortega, Perú, 1942. Estudió en la Universidad Católica de Lima, donde obtuvo el doctorado de literatura. Ejerció también el periodismo en su país. Actualmente es profesor de literatura hispanoamericana de la Universidad de Brown (EE.UU.) Enseñó también en las universidades de Brandeis y Texas (Austin). Fue catedrático visitante en Puerto Rico, Santa Bárbara (California), Florida Gainesville, Londres, Universidad Central y Simón Bolivar de Caracas y el Colegio de México. Es doctor honoris causa de varias universidades norteamericanas y latinoamericanas. Publicó libros de crítica literaria sobre Rubén Dario, "Retrato de Carlos Fuentes", sobre Gabriel García Márquez, “Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI” y otros libros más. Es también director de la Serie Futura de la Biblioteca Ayacucho (Caracas) y coordinador del Consejo Editorial de la Colección Archivos (París).