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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
13 2 2006
El arte del escritor, por Diego Murcia
El escritor fenece. Su cara inerme e inexpresiva convida al mutismo, mientras, al otro lado de sus lentes, una boca de labios libidinosos embelesa los oídos del micrófono que tiene enfrente. El escritor escucha hablar a la boca y cierra los ojos. Su cabeza está fría, como la luz de sus ojos. Se quita los lentes con la mano derecha y con la izquierda remueve la humedad que se deposita entre la retina y el párpado antes protegido por el vidrio. Levanta una ceja, habla con la persona que tiene al lado, como restándole importancia a la soledad que apetece en esos momentos, y después de algunas palabras cortas y un par de risas fingidas, vuelve a callar. Todo esto sin abrir los ojos, la relativa oscuridad que lo invade es reconfortante, al menos por escasos segundos protocolarios. Al final de la mesa, sobre un montículo de madera, el protocolo, que aún lame el micrófono, lo mira de reojo, le alaba, y el escritor siente con repugnancia contenida, como este lo besa con su saliva llena de innombrables dotes, le canta, y hasta tiene un orgasmo con él. Las cámaras con sus lentes e intermitencias rodeándole, bañan a la imagen idealizada del escritor. No falta quien aplaude en vano la vanidad de convivir con las palabras que le lamen el ego, y, por qué no decirlo, el culo. Después de esta escenita, el escritor ya no escucha, o ha preferido no hacerlo. Mira. Mira y piensa en cuántos lugares hermosos podría estar en estos momentos sino estuviera perdiendo el tiempo en este contubernio en donde hablan sobre su persona como si él no tuviera conciencia de sí mismo. Y se pasa la mano sobre la frente. El colmo de los colmos, disfrazado de leguleyo, de especialista "escrituril" que tiene la palabra en esos mal gastados instantes, está planteando la hipótesis que se maneja sobre el cerebro del escritor y la visión del mundo que, se supone, éste ha creado. Y habla de lo que hablan los tratados que tratan de descifrar lo indescifrable y presumiéndose lo que el escritor quiso decir con su magnánima obra, de la cual ya hay cerca de cinco libros más que han sido escritos explicando el por qué del título, de los personajes, el sitio de los hechos, la bacinica y el nombre tan absurdo del personaje principal, todos autoría de no se sabe cuántos más detractores y uno que otro agradecido que confía en la verdad dicha tras el título de la obra del escritor. Juntos suman veinte tomos de cerca de mil doscientas páginas cada uno, en promedio. Eso sin contar las ediciones que aún no se han impreso o las que se conocen bajo la clandestinidad. De una u otra manera, todos realizan y defienden discursos sobre la cantidad de vidas que, para bien o para mal, ha cambiado con su pluma el escritor. Mientras tanto, el pobre hombre cuyo único pecado para merecer tan cruel tortura fuera darle rienda a la tinta que manaba de sus venas desde los cuatro años, empieza a llenar la mesa de bostezos contenidos. Y, tras una breve pausa, de nuevo, su mano vuelve a habitar la mesa. Cierra los ojos. Parece dormir, pero sólo medita. Aguarda a que su nombre sea escupido por el protocolo, para que el pueda presidir lo convenido: un discurso de agradecimiento por la distinción — una de tantas — recibida. Al fin, el nombre del escritor resuena en la habitación escoltado por una alfombra de cientos de aplausos. Él, de inmediato, se pone de pie y se dirige hacia el atril, con paso trémulo, como lo ha hecho ya por casi setenta años. Cinco minutos más tarde, llega al atril y se queda inmóvil. La gente respira a pausas y en silencio, cada cual acariciando los libros, con diversos títulos, que de él ha leído. El escritor hace acopio de su mejor altanería y engalana sus palabras llenándolas de cierto sentido abstracto, retórico, proscénico… Habla de democracia —sesuda palabra— y del derecho a la educación, innombrable defecto que le duró toda su infancia. Cuatro horas más tardes, ya repartidas todas las aristas, el discurso, que resulta ser una anatomía de la actual condición humana, se corta con el silencio del auditorio, que lo mira atónito y que todavía repasa sus últimas palabras: ¡He dicho! El escritor se sienta y pasados cinco minutos de intransigente lucidez, una ráfaga de aplausos y piernas que se erectan, acolchonan su doblez de rodillas. La prensa, como en otras tantas ocasiones, se abalanza hacia el escritor y lo cerca, mientras él se defiende como siempre, acomodando sus lentes con el dedo medio de la mano derecha, ejerciendo presión hasta el extremo superior del tabique fracturado de su nariz aguileña, y negando o afirmando, con ciertas pausas elegantes, las premisas existencialistas que le sueltan los medios por docena. Luego, como es costumbre en estos casos, estampa su nombre sobre el papel de un libro que ya no es el suyo y que ahora huele a editorial, a empastado globalizante con traducciones en quince idiomas y cuatro dialectos, digitalizados y convertidos al elegante formato binario y no a máquina de escribir y luz de vela. La gente se va marchando de a poco, para adorar al semidiós de las letras que hoy está en turno y ofrecerle su humilde ofrenda. Apenas quedan unas cuantas personas regadas por el auditorio, que buscan el beneplácito de algún representante editorial para publicar un bestseller en su género. También están los que devoran la mesa de bocadillos con todo y mesa, y que ha sido preparada con especial atención para atrapar el paladar del respetable escritor que, por cierto, no gusta de comer nada que no sea cocinado en casa. El grupo de leguleyos anfitriones, que es la pequeña elite que, como ocurre en otras latitudes, no es la acostumbrada del escritor, le propone ir a visitar alguna lujosa residencia en las afueras de la ciudad para hablar al borde una copa y detrás del beso de un buen habano. La cita es, como siempre, allá donde los menos afortunados solo son parodia de un mal inventando el mercado local, que los cotiza con el nombre de "servidumbre". El escritor acepta, más por cortesía que por necesidad. Una vez allí, se le plantean todo tipo de teorías abstractas, mientras le ofrecen vinos y quesos de distintos abolengos. Él trata de disimular su disgusto ante tantos absurdos y lo consigue fingiendo una escueta sonrisa que se disfraza de caballerosidad. Dos horas después y casi veinte botellas del mejor whisky, un taxi se estaciona al frente del hotel donde el escritor pernocta, al menso el tiempo que el protocolo le concede. Paga por el servicio recibido. Abre la puerta que da al lobby y cruza por el pasillo de gente, que parece no haberse dado cuenta que allá afuera son ya las tres de la mañana. Llega hasta el ascensor. Presiona el botón que lo ha de llevar al quinceavo piso y treinta segundos más tarde ya está frente a la puerta de su habitación. Busca una llave, al final saca cuatro y las prueba una a una. Se ha dado cuenta de que sus lentes ya no están con él. Los debe haber perdido en medio de las piernas de aquella rubia que le presentó el ministro de educación. Al fin, logra abrir la puerta. Se desnuda y busca un vaso con hielo para beber la última copa de la noche. Sentado sobre la cama, a media luz, el escritor está con la mente en blanco. Busca una pluma y trata de escribir algo, pero no lo logra. Duda si todo lo que dicen de él los protocolos, es cierto. Pero el sabe que es un privilegiado de la palabra que ha escrito dos obras que hoy son consideradas clásicas, aunque de eso hayan pasado casi sesenta y seis años. El escritor se levanta impaciente y camina por la habitación. Corre hacia el armario y saca una caja. Ahí guarda su vieja máquina de escribir. La desempolva y la coloca sobre la mesa de noche, acompañándola de una vela de cabo blanco, como en sus mejores años de hidalguía. Coloca una hoja de papel en blanco, que siempre lleva consigo a todas partes, esperando que “ese” momento llegue. La inserta en la máquina y la acomoda a una altura decente. Busca sus lentes de repuesto y coloca los dedos sobre las teclas. Dos horas más tarde, la habitación recién queda a oscuras y la página sigue en blanco. Bajo las sábanas se escucha un llanto.
acerca del autor
Diego

Diego Murcia nació en San Salvador, en 1980. Ha trabajado en el semanario El Faro.net , la revista CLIC y el periódico La Prensa Gráfica. Escribe desde los 12 años. Dueño de una condescendiente y sardónica imaginación, ha vivido en Austria y en Nueva York por algún tiempo, lo que ha significado un nuevo reto de exploración literaria que ya está dando sus primeros híbridos. Su producción literaria se resume en la concentración de cuentos, microcuentos y relatos —a los que denomina extractos, por su naturaleza espontánea que surge de las circunstancias de la vida.