“Dios mueve al jugador y éste, la pieza. ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza De polvo y tiempo y sueño y agonía?” J.L. Borges. Ajedrez II
Mi amiga Liliana Heer consiguió materializar un libro de la biblioteca prohibida. Imposible saber dónde está la biblioteca, o cómo logró Liliana la improbable hazaña; tampoco cuándo. El tiempo entre nosotras ha adquirido finalmente su verdadera, imprecisa dimensión. No así el espacio, pero siendo el espacio una entidad homogénea la biblioteca prohibida puede ser hallada en cualquier punto del universo, con sólo encontrar el exacto y elusivo enfoque de atención. Algunos lo llaman milagro. Nosotras sabemos que se trata más bien de una condensación, cuando el haz de la mente se trasforma en un rayo de luz afinado hasta la incandescencia que como un cigarrillo contra la hoja de papel atraviesa la capa que nos separa de lo real. Se adquiere así un conocimiento al rojo blanco. Yo tuve el libro en las manos apenas el tiempo de una lectura somera, pero me quemó las manos. Los estigmas del pecado los luzco hasta el día de la fecha, y por no haber podido borrarlos o disimularlos es que decido hoy consignar lo leído. Con profundo dolor lo anoto, casi con pánico. Era un libro de cuentos, y los cuentos sonaban vagamente familiares pero algo en ellos resultaba inquietante, como un signo cambiado. En los estigmas de mis manos el signo ahora se ha hecho carne y me marca la obligación de escribir aunque en esta inmodesta actividad se me vaya la vida. El riesgo es enorme y lo acometo en las horas más densas de la noche, cuando todas las demás integrantes de mi cuadra se han retirado para entregarse al sueño. La única entrega permitida. Somos diecisiete mujeres por cuadra, Liliana no pertenece a la nuestra pero igual trato de encontrarme con ella al completar las faenas, cuando cae la tarde, cuando podemos intercambiar algunas impresiones. Liliana siempre está un paso más allá, no sé bien dónde, ella pudo acceder a la biblioteca prohibida y me prestó el libro. En las manos sólo lo tuve el tiempo de una lectura veloz, ya lo dije —no debo correr el riesgo de repetirme, de perder la clandestina posibilidad de escritura, o de dejar que las ideas se me escurran como agua entre los dedos. El agua es nuestro elemento sin embargo, somos todas mujeres, los resplandores no nos corresponden. Pero yo tuve el libro entre las manos y ahora un conocimiento atroz atenaza mis días. Y parecía tan inofensivo. El libro. Inofensivo sólo en apariencias, porque proviniendo de donde provenía era bomba de tiempo (aunque el tiempo, ya lo dijimos, es ahora regido por parámetros donde ni la palabra tiempo tiene la validez de antes). Debo apurarme. Lo leído me aterra. El terror va apagando mi memoria. En verdad quisiera que el terror la apagara del todo, que algo y no alguien, como habrá de suceder eventualmente, me arranque el pavoroso recuerdo de escritos en los cuales nuestro universo tan arduamente construido se ve transmogrificado. El Maestro abomina de los espejos. La escritura especular que descubrí en el libro anula al Maestro. Y como el Maestro es eterno e inmutable, nos anula a todos nosotros por el solo hecho de haberle visto la otra cara. Mirada de la verdad. Avatar primero. Se trata de un volumen en octavo, encuadernado en tela, impreso en Madrid en 1782. Sus páginas crujían entre mis dedos de puro resecas y amenazaban con desintegrarse. Eso esperan los esbirros de la biblioteca prohibida: que un día cada uno de los libros se reduzca a polvo eximiéndolos así de la ardua tarea de mantenerlos alejados de la vista de todos, fuera del mundo accesible. Yo tuve el libro en las manos y ahora sé y ese saber me condena. El saber también me ilumina y justifica mis días. Es por eso, y porque existe la esperanza de que alguien quizá menos frágil pueda leer estas breves páginas y progresar en el esclarecimiento que ahora escribo. No omito la trepidación ni el desconcierto. Tampoco pretendo pasar por valiente, no soy una heroína, soy una del montón, ni sé si la palabra heroína es laudatoria en el nuevo léxico que estamos gestando a oscuras, en el mayor secreto, a pesar de habérsenos cortado el acceso a la biblioteca hoy llamada prohibida. Vuelvo a rememorar el libro que Liliana encontró y sólo yo me animé a hojear para compartir eventuales castigos. Era un simple libro de cuentos muy antiguos. Anteriores a la venida del Maestro. Allí estaban — y no puedo creerlo— todas las historias. Las leí tan por encima, tan atorada por el susto que ahora sólo puedo parafrasear algún argumento, dejando de lado el estilo proverbial, exacto, de los cuentos. Recuerdo ciertos títulos: El intruso, La Alpha, La secta de la Medusa, Petra Minardi, autora de las Silvas. Quizá el cuento más simple sea El intruso: dos hermanas aisladas, aguerridas, compiten por un hombre, casi una cosa que la mayor llevó a vivir a la casa y de quien la menor se enamora. Enamorarse es palabra excesiva, se infatúa, se estremece y entusiasma. Lo comparten mientras pueden, pero finalmente la rivalidad y los celos entre las hermanas se hacen insoportables y las llevan a un desenlace insospechado. La mayor mata al hombre, entre ambas lo entierran, obliterando así la causa de su desarmonía. La secta de la Medusa habla del Secreto antiguamente transmitido no de madre a hija sino de personas inferiores —sirvientas, prostitutas, amas de cría— a las niñas que empiezan en la vida. Conozco, como todos, el tal secreto, conozco el desarrollo de la trama, no necesité más de un vistazo para acceder a ella. Petra Minardi por supuesto me despertó la sorpresa. ¿Cómo una cortesana del XIX pudo reproducir, sin copiar ni memorizar ni nada parecido, ciertos versos de una monja jerónima del México colonial? ¿Podremos considerar a Petra Minardi la Undécima Musa? La Alpha me pareció el cuento más logrado, el más inquietante en todo sentido. Pertenece al antiguo género fantástico, que hoy reconocemos como de certeras premoniciones La autora anónima, desdichada en amores, dice haber sido guiada en casa de su amado muerto a un sótano donde le fue develado en la oscuridad una diminuta esfera, la Alpha, que encierra en simultaneidad todas las instancias del mundo pasado y por venir, y en dicha esfera la protagonista encuentra al amado vivo y también muerto y a la rival que es ahora dueña de la casa donde está la Alpha, y la misma Alpha, y el libro que por un rato aterrador tuve en mis manos y también el libro del Maestro que en pleno siglo XX habría de reproducir las mismas historias con el signo cambiado. En las horas desiertas de la noche no logro conciliar el sueño. Más aún, me aterra la idea de soñar y quizá volver a ver el libro y recordar el nombre de su autora que me he obligado a obliterar de la memoria. Estoy contaminada por la visión del libro. Conjeturo que toda la inconmensurable biblioteca ha sido escamoteada de nuestra vista en cumplimiento de un fin único: el de ocultar ese preciso libro. De nada me vale repetir algo distorsionadas las palabras del Maestro: “¿Qué deidad detrás de Dios la trama empieza...” ¿Qué Deidad? me pregunto. El mundo ya no es el mismo para mí después de esta rápida lectura. Se dice que no somos nadie si nuestro reflejo no figura en un cuento. He visto el reflejo de nosotras y su reverbero afiebra mi mirada, contaminándola. Leche de Tigra me llaman ahora mis compañeras ignorando el motivo. Cuando Julián venga a visitarme, como ocurre con admirable regularidad a pesar de nuestra incierta medición del tiempo, ya no seré más aquella que él ama, aquella que lo amó. Y no por causa de los estigmas en mis manos que él no notará en el fervor de nuestro abrazo siempre en la penumbra. Ahora soy otra porque me sé incluida —y nos sé a todas incluidas— en la estirpe de quien se permite escribir, e inicia el juego, y juega a rescribir los clásicos, a no sacrificar a la rival sino al intruso, a conocer el secreto, a tener acceso al universo simultáneo, quien juega a. A no bajar la mirada ante la sola mención del nombre del Maestro. Las historias eran las mismas y sin embargo eran diferentes antes del advenimiento de Maestro. Sólo yo lo sé, por el momento; ni Liliana osó abrir el libro. Las historias se me han hecho bifrontes, puedo lanzarlas al aire y dejar que caigan indistintamente cara o ceca. Cara de mujer, las veces. Puede ocurrir que Julián no tolere éste mi distanciamiento del dogma. Puede que Julián comprenda y se involucre. Entonces seremos distintos y saldremos del encierro y por fin nos miraremos los cuerpos desnudos a plena luz del día. Y podremos agradecerle al libro las fuentes de las que abrevó el Maestro. Si siempre hay un antes, cabe la esperanza de que haya un después. Por todo esto reiremos con ganas, como tantas veces —se dice— rió y ríe el maestro.Luisa Valenzuela nació en Buenos Aires. En 1959 se radicó en París donde escribió su primera novela “Hay que sonreír”. Trabajó como periodista en el diario La Nación y en la revista Crisis. Obtuvo en 1969 la Beca Fullbright. Desde 1972 hasta 1974 vivió en México, París y Barcelona, con una breve permanencia en Nueva York. En 1979 se trasladó a los Estados Unidos. Dictó durante diez años seminarios y talleres de escritura en las universidades de Nueva York y Columbia. Obtuvo la Beca Guggenheim en 1983. Su obra novelística comprende: “El gato eficaz”, “Como en la guerra”, “Cola de lagartija”, “Novela negra con argentinos”, “Realidad nacional desde la cama”, “La Travesía” (2001) y “Los deseos oscuros y los otros”. “Cuadernos de Nueva York (2002)”. Sus cuentos han sido recientemente reunidos en un solo libro. Su obra ha sido traducida al inglés. En parte también al alemán, francés, portugués, holandés, japonés y croata. Radica en Buenos Aires desde 1989.