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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 12 2005
Tres cuentos sobre la miseria y el coraje en Ciudad de México, por Julio César Osnaya

A PESAR DE LAS PULGAS

Gamio deambulaba por la ciudad al mismo tiempo que la metrópoli caminaba entre la noche, los vagos sobrevivían afuera de los hoteles mientras los anuncios de neón alumbraban quejosamente las banquetas, aún peor que las torretas policiacas. A pesar de la indigencia que gangrenaba a la población, algunas parejas pedían cuartos en esas moradas que les permitían desahuciarse en el cuerpo del otro, ya que ahí es donde se olvida el tedio del empleo, la pila de recibos por pagar o la insuficiencia del salario. Cuando uno explota a través de un orgasmo ya nada existe y estorba, es una lástima que eso dure sólo algunos segundos aunque para llegar a esa cavidad se camine durante varios minutos y también durante ese andar nada es lo que preocupa. Gamio caminaba con las manos en los bolsillos y esa era la única caricia que le palpaba el cuerpo, las prostitutas lo miraban y deseaban que se acercara pero sólo para dejarles la cuota y no su ansia, estaban cansadas de escuchar el lamento de siempre: que no hay dinero, que ya no hay amor, que ya no hay nada salvo esperma y eso a veces. Desde algunas cantinas se escuchaban gritos de hombres y mujeres, después el escándalo de una golpiza y más tarde el ruido de la detención y el soborno. Continuó caminando. —¡Déjame cabrón!— gritaba una prostituta a uno que la tomaba por los brazos. —¡Dame el dinero!— le ordenaba el que la jaloneaba. —¡Todavía no lo tengo! —esa mujerde minifaldaroja intentabadesprenderse del padrote—. ¡Siempre es lo mismo! Por tanto, Gamió confirmó que no era el único al que le decían esa frase. —¡Qué! ¡No has trabajado o qué pedo! En ese momento pasó junto a ellos, también una rata y una cucaracha. —¡Ayúdame! —le gritó auxilio esa mujer de trabajo nocturno. —Tranquila —el padrote la tomó por los hombros y la sostuvo contra la pared—. ¿Y tú qué pedo? —miró nervioso a Gamio, esa clase de hombres no le gustaban nada pero tampoco tenía interés en defender a esa mujer, suficientes problemas tenía como para meterse en uno más. A la esquina siguiente un perro rascaba sus pulgas y a pesar de eso era el dueño de ese barrio. No necesitaba controlar una docena de mujeres ni vender 10 gramos de coca cada noche, tampoco tenía una pareja perruna y eso no detenía su reino callejero. Entonces caminó hacia él, se olvidó de todo y, desinteresado ese can, compartió con él su imperio.

LA HORA DE LOS BEATLES

Subí en Paseo de la Reforma a un microbús afuera del metro Hidalgo, la cosa esa, como cientos más, no arrancaría hasta por lo menos llenar los asientos; me dirigía hacia el trabajo. El chofer sintonizaba universal estéreo en su nueva ubicación megahertziana, la hora de los beatles de la una de la tarde desprendía una versión inaudita de revolution, el sonido era acústico y lento en la letra como nunca lo había escuchado; caminé hasta el asiento trasero y tomé un periódico que alguien había dejado allí. Empecé hojeando El Universal rápidamente, la sección deportiva, la de espectáculos, la sección computacional, la G fue la que ocupó más tiempo entre mis manos. Ahí imprimieron varias fotografías de hombres y mujeres posando con rostros perfectamente domados por caras maquilladas y bien parecidas, sus cortes de cabello los sometían con los mismos cuidados. Cada uno de ellos me provocaban una leve sonrisa, como de burla, sólo un mero reflejo, nada más. Era un viso que mostraba a esa gente con lo único que les pertenecía, únicamente esos objetos colgándoles de sus rostros, de sus cuerpos que en nada les pertenecían pues estaban encarcelados en gimnasios, salas de belleza, rastrillos, jabón, toallas, agua caliente, siempre caliente; manicura, pedicura, condones, peines, shampoo, perfumes, lociones. Ellos sonreían mostrando su mejor pose; por mi cuenta, frente a esas fotografías, hojeaba el diario sin rasurarme, con las uñas largas, con un cabello despreocupado de cepillos y aditamentos para conservar el cabello brillante, sedoso y fuerte; mostraba mi sonrisa con dientes sin cuidados dentales. Por fin arrancó el artefacto ese que me llevaría al trabajo, después doblé el periódico ofreciéndolo a quien viajaba a mi lado izquierdo y continué escuchando la hora de los beatles.

CAMARONES Y PLAYBOY

Para Carrillo fue perfecto, una estúpida cena provocadora y ridícula, auroleada de frasecillas extraídas del peor libro de “Cómo ligar en 10 simples pasos”. En cambio, para Rosalina, todo eso la irritaba, pero bueno, soportaba toda esa basura por interés. Afuera la lluvia cercenaba. Los barrotes de latón en la cabecera de la cama parecían estar encerados y pulidos de más, Rosalina creyó que al menos en la cama la cosa podría cambiar, de modo que esperaba una embestida animal, de esas que nunca se olvidan, y vaya que esta ocasión siempre la recordaría; después de varios intentos, Carrillo derritió todos los deseos escurriéndolos por su falta de virilidad. Rosalina no tuvo más remedio que dormir. —Estoy harta de fingir orgasmos. —¿Qué dices? —Que tengas buena noche —contestó ella, después sencillamente durmieron. Transcurridas algunas horas, Rosalina despertó con una combustión de alcohol y fastidio, su amante sin lino en la ropa y con mucha grasa en el cuerpo, empezó besándole el cuello. Carrillo estaba seguro de la seducción que le propinaba, su cuerpo más; ella recobró el sentido cansada de si misma. Justo en ese instante, él lloró al ver a su miembro frágil e inofensivo, fue a la cocina a comer camarones estúpidamente, hojeó esperanzado el playboy, regresó a la cama a destaparla. Empezó otra vez con más desafío que deseo; ella le regresó algunos besos, de modo que confió en él, recurrió a su memoria sexual, a las fantasías. Ella se percató de que esa cosa no se paraba e inmediatamente pensó en su habilidad, actuó con las manos, nada; con la boca, irreparable; era la primera vez que le ocurría. Ella pensó en su experiencia, se retorcía alrededor de él, como las mariposas necias que vuelan en órbita alrededor de las lámparas. —¿Qué te pasa? —preguntó Rosalinda. —No lo sé. —¿Siempre eres así? —lo cuestionó con sospecha. —...no... —¿Estás seguro?…—ya no pudo más y se burló, levantaba el pene con la mano para luego dejarlo caer fláccido, lo señalaba para reírse aún más.—¡Impotente!—. Se retorcía apretándose el estómago, el joven cuyo miembro permanecía sin erección soltó algunas lagrimas. —¡Pínche llorón de mierda! Carrillo no soportó más, tomó una bata y se metió al baño; Rosalinda se vistió y tomó el auto de su lagrimoso amante. La aguja del velocímetro no podía avanzar más. Tuvo el deseo de vivir por siempre, de modo que condujo sin objetivo en mente sin bajar la velocidad, después paró en una tienda e hizo una llamada desde el celular de Carrillo, ajustó el cinturón de seguridad. —Sí mi amor, te veo mañana al medio día —colgó. Hizo arrancar al cadillac y en seguida condujo con calma, buscaba una pared de piedra volcánica. Cuando descubrió una, estrelló ahí cuatro veces el automóvil. Después de esos impactos, bajó del auto. —Impotente por completo.
acerca del autor
Julio César

Julio César Osnaya (México, D. F. 1971), escribe desde los 18 años y está hastiado hasta ahora de hacer trabajos viles, por lo que se ha decidido publicar. Ha colaborado en una revista electrónica y otra impresa. Al escribir está motivado por el resentimiento, la pobreza, el coraje en una gran ciudad como México.