Narrativa
3 7 2005
Psique y Melón (relato) por Efraim Medina Reyes
1 La otra mañana entré al baño para masturbarme. Mojé y unté jabón en los bordes de unas fotos recortadas de
Playboy, Hustler y Blue; las pegué sobre los blancos baldosines conservando cierto orden y enseguida abrí la llave de la ducha y me paré frente a las fotos. El órgano se fue endureciendo, mis ojos iban de las tetas de una negra al chocho de una rubia. Empecé a frotarlo, estaba inmenso, aquellas fotos eran lo mejor que había conseguido en meses. Aceleraba y cuando estaba a punto de eyacular hundía el freno. De repente la puerta del baño se abrió, la reacción instintiva fue taparme el sexo: Era mi madre. No sabía qué hacer. Ella observaba indignada aquellas fotos y empezó a llorar. Nancy no tardo en llegar seguida de Leo. Todos miraban las fotos. Leo sacudió la cabeza, jaló la puerta y se las llevó a la sala. Me senté en el borde del inodoro y lo escuché hablar con mamá. —Te juro que no está loco —le decía. —¿También haces cosas así? —No, pero... —Además, tiene su mujer. —¿Y eso qué? Nancy entró en la discusión y ya no pude entender nada. Permanecí sentado mirando el agua caer, un chorro enorme, continuo. Otra vez me planté ante las fotos y le di con fuerza al órgano. Afuera seguían los gritos. La morena se robaba mi atención con sus tetas brillantes. Dirigí el semen contra la pared sin lograr salpicar a ninguna. Retiré las fotos y las eché en el cesto: rubias y morenas quedaron allí, entre toda esa inmundicia. Me bañe y salí. Mamá estaba frente a la tele con mi hija sobre las piernas. Leo y Nancy seguían discutiendo en la cocina. Me encerré en el cuarto.
2 —¿Por qué me vigilan? —Nadie te vigila. —Sí Nancy, tú y mamá no me pierden de vista, y mamá está todo el tiempo con la niña encima, ¿qué imaginan? Dios santo, tienen mentes tan sucias. Había sido una horrible semana con mamá y Nancy jodiendo, hasta en la cama me sacaba la chispa preguntando estupideces. —¿Me detestas? —No jodas, Nancy. —Sueñas con otras, ¿por qué te casaste conmigo? De las preguntas pasaba a los gritos y luego al llanto. La vigilancia se extendía a mis objetos personales, mis revistas desparecían. Hablé con mi hermano pero no quiso arriesgar el pellejo por mí, me dijo que les diera tiempo. —Es una maricada, Leo —dije angustiado—. ¿Acaso tú no haces lo mismo? —Si les digo que me pajeó será peor. —¿Peor para quién? —En alguien deben confiar, ¿no?
3 Nancy habló de separarnos y mamá trajo evangélicos a casa para rezar. Sus voces apagadas me arruinaban el sueño; se iban después de medianoche y entonces Nancy y mamá seguían orando, arrodilladas ante la cama, como si yo fuera un cadáver. Recibí dos llamados de atención en la oficina por descuidar el trabajo. Una tarde me puse a jugar con la niña en la terraza y al instante llegó Nancy, apartó a la niña y me gritó cosas terribles. Algunos vecinos se acercaron a ver qué pasaba. Nancy entró a la casa con la niña en brazos. Los vecinos me dirigían miradas feroces; opté también por entrar pero ella había cerrado con llave. Uno de los vecinos sostenía una varilla en la mano. —¡Leo! —grité desesperado. La puerta se abrió, entré y fui a buscar a Nancy. Se había encerrado en el cuarto con la niña y no quiso abrir. —Ya se le pasará —dijo Leo. —¿Y si no es así? Me miro compasivo y se rascó las pelotas. Era dos años menor que yo, pero había terminado antes los estudios y jamás le pude ganar una partida de ajedrez. Mi hermano, el genio, esta vez no tenía respuesta.
4 En los días siguientes perdí mi actitud afable; sonreír me costaba un gran esfuerzo y luego, el dolor en la boca, era insoportable. Nadie en el vecindario me dirigía la palabra y las madres recogían apuradas a sus hijos pequeños al verme aparecer. En la cama Nancy estaba rígida y fría, ni siquiera me atrevía a tocarle un pelo. Reduje en forma considerable mis visitas al baño y cuando entraba salía lo más rápido posible. Perdí el apetito y me costaba concentrarme en el trabajo; en los corredores el rumor de un inminente despido cobraba fuerza. Perdí todo contacto con mi hija y sólo Leo, a regañadientes, seguía dándome apoyo. —Estás muy pálido y flaco —decía—. ¿Cuánto hace que no te cepillas los dientes? Deberías ir al psicólogo, pero antes córtate las uñas, aféitate y pasa por la peluquería. —Tráeme a la niña, por favor. —No puedo —decía él—. Si no confían en mí será peor.
5 Un compañero de trabajo me contó que había visto a Nancy con un tipo entrando a un motel. Fingí no sorprenderme, le dije que habíamos decidido separarnos y que conocía al amante. Él se encogió de hombros y caminó hasta su cubículo, lo seguí. —¿Qué motel era? Él sonrió con malicia y me anotó el nombre y la dirección del motel en una tarjeta. —He pasado por eso —dijo. Esa noche encaré a Nancy, ni siquiera lo negó. Me dijo que había encontrado a alguien que la apreciaba tal y como era y que pronto se irían ella y la niña a vivir con él. —Estás loca —dije agarrándola por los hombros—. Ese tipo sólo quiere aprovecharse de ti. Si te respetara no te llevaría a un motel de malamuerte. —Suéltame, pervertido —dijo alzando la voz—. Henri es un hombre de Dios. La solté. Así que era uno de los malditos evangélicos. —Voy a partirle la cara a ese hijueputa. Salí del cuarto. La tele estaba encendida pero no había nadie en la sala. Saque la copia de mi renuncia del bolsillo y la dejé sobre la mesita de centro. Horas antes, en un arrebato de ira e impotencia, la había firmado. Me dirigí a la puerta y salí de la casa sin hacer ruido. La brisa era fría y mis opciones escasas; podía comprar tranquilizantes y hacer un cóctel o lanzármele a un autobús. Entré a una farmacia, había dos tipos vestidos de blanco detrás del mostrador. Hablé con uno. Me trajo tres frasquitos con pildoras de colores. —¿Y la fórmula? —Olvidé traerla —dije. —La próxima vez es mejor que se acuerde —murmuró mientras hacía la factura—. En la caja los reclama.
6 Entré a un bar, ocupé una mesa del fondo y pedí un vodka con hielo. Abrí uno de los frasquitos y dejé caer las pastillas sobre la lengua. Vacié de un sorbo el vaso tragándome las pastillas. Pedí otro vodka. No sentía nada raro. Un hombre vino y sin decir palabra se sentó enfrente de mí. —¿Qué quieres? —¿No me recuerdas? Lo miré con atención. —Soy Pardo —dijo y soltó una risita inconfundible. —Es cierto —dije, la lengua se me había dormido un poco—. Pardo, hijueputa, ¿cómo estás? —Mejor que tú, creo. Traté de hablar pero no encontré mi voz, las cosas en torno a mí habían empezado a girar y luego llegó la oscuridad. Desperté, boca abajo, sobre una vieja camilla de cuero negro que olía a sudor y alcohol, un gancho de la base había atravesado el cuero y se me estaba hundiendo en las costillas. Al mismo tiempo sentí un pinchazo en la nalga. —¡Carajo, qué dolor! —¡No se mueva! —bramó una voz femenina. Torcí el cuello y vi a un sonriente Pardo apoyado en mi espalda y detrás una enfermera—. Será un minuto... —El maldito gancho —dije con un hilo de voz—. Suéltame hijueputa. —No es para tanto —dijo ella tirando la jeringa en una caneca—. Vístase, hay otros pacientes esperando. La enfermera salió. Trate de levantarme, el gancho me había dejado una herida justo donde el romano hirió a Cristo. —Por poco me parte en dos —dije mirando el gancho. Pardo sonrió—. Esta clínica es una porquería. Pardo me pasó la ropa, me vestí en silencio. Mientras esperábamos la cuenta le conté la historia sin descuidar los pormenores. Me dijo que trabajaba en la tele como asistente de un
reality show y quizá mi rollo les interesara. Habíamos sido compañeros de la secundaria, no lo veía desde entonces. —Incluso podrías matarte en vivo —dijo muy serio—. Te pagarían bien. Después que salimos de aquella clínica sentí un hambre feroz. Pardo me invitó a un restaurante chino. Mientras devoraba una montaña de arroz me explicó la dinámica del programa. —¿Y qué gano con eso? —Quizá te paguen algo —dijo pensativo—. ¿Qué puedes perder? Ibas a matarte hace una hora. Lo miré y luego el plato de arroz casi vacío; ya no tenía ganas de morir. Pedí una cerveza.
7 El día del programa (grabación) me puse todo lo elegante que pude. Llegué media hora antes. Pardo me presentó a la mujer que iba a entrevistarme y al experto que hacía las reflexiones del caso. La mujer ordenó un maquillaje que me diera un aspecto más triste; también me obligó a cambiar mi flamante camisa a rayas por una vieja y desteñida guayabera. Estaba inquieto pero tranquilo. Nos sentamos y se encendieron las luces. Había como cien personas en el estudio. Ella empezó a preguntar. Al principio me trabé un poco pero las sesudas reflexiones del experto me dieron respiro y conseguí relajarme. Sus palabras eran como un exorcismo: la mujer no parecía satisfecha, miraba al experto con preocupación. Este hablaba de los beneficios de la masturbación con exagerado entusiasmo. La mujer lo cortaba para hacerme preguntas cada vez más alejadas del tema original. De repente me preguntó si sería capaz de violar a una niña. —Sí –dije—. A una de su edad y sólo si está de acuerdo. Hubo risas y aplausos. Me sentí cómodo. Ella volvió al ataque. —¿Conoce al amante de su mujer? —No. —Pero sabe que tiene uno. Pensé en estrangular a Pardo, ese maldito traidor. —Más de uno –dije—; ella también colecciona revistas. Nuevas risas y aplausos y una que otra obscenidad contra la mujer. El coordinador trataba de calmar los ánimos. La mujer se excusó conmigo y le dio turno al experto. Según éste la única enfermedad que veía en mí era ser extrañamente divertido y directo. La mujer salió del set sin despedirse, el experto vino a estrecharme la mano, también parte del público. Me fundí en un abrazo con Pardo. —Disculpa –dijo—. No debí contarle esa parte. —No importa –dije—. Hay que ser mierda para trabajar en esto. Reímos. El coordinador me palmeó la espalda. —Podrías ser un estupendo comediante —dijo. Algunas personas querían mi autógrafo, era increíble. Tomé un taxi a casa, el programa saldría al aire esa misma noche.
8 La aparición en TV no sólo me devolvió la confianza de mi familia sino que me convirtió en una celebridad. Mis vecinos se turnaban para visitarme. Nancy me abrió otra vez sus piernas y mando aquel amante, con todo y Biblia, al carajo. Mi madre suspendió las oraciones y recibí una llamada, del presidente de la compañía en persona, diciendo que me quería de vuelta en la oficina (y con un considerable incremento de sueldo). Pude abrazar de nuevo a mi hija y recibí la propuesta de una editorial para escribir un libro sobre mi experiencia. El título tentativo era
Masturbarse: otro camino al éxito. Los productores de aquel programa me hicieron una oferta para presentar un nuevo reality show que giraría en torno al sexo en solitario. La rechacé (sugerencia de Pardo) y aumentaron la oferta. Hicimos el trato y ese mismo día contraté un agente. Esta vez salí de la oficina con honores. —Las puertas quedan abiertas —fue la frase final del gerente—. Menos las del baño. Hubo risas, abrazos y una que otra lágrima. En pocas semanas el nuevo reality alcanzó los primeros lugares de sintonía y varias revistas me dieron portada. La editorial lanzó un segundo libro. Le dije al editor que quería conocer a quien escribía mis libros. —Es mejor que no —dijo y agregó cruzándose de brazos—. Quien importa es Beethoven no el piano.
9 Cuando entendí que los agentes eran trastos inútiles le dije a Leo que dejará de vender enciclopedias y fuera mi agente. —Ya tienes agente —dijo él. Llamé a mi agente y lo despedí. Le di dinero a Leo para comprase un elegante traje y lo invité a una fiesta con estrellas de la tele. El genio de la familia miraba a las chicas envueltas en celofán con la boca abierta. Cuando entendí que cualquier idiota puede escribir libros y columnas de opinión le dije al editor que me encargaría de mis próximas obras y quería dos columnas (la editorial tenía varias revistas); una de sexo y otra de política. Masturbación S.A. fue mi primer verdadero
best seller (hubo traducciones a siete idiomas y vendimos los derechos para el cine). Un pequeño muñeco de plástico (Leo decía que era igual a mí), desnudo y cascándosela, empezó a venderse en Sex Shop y luego en las aceras del centro de la ciudad como pan caliente. Me mudé a una casa de dieciocho baños y trece habitaciones al norte de la ciudad (la fiesta de inauguración fue transmitida en directo). Un grupo de artistas, dirigidos por Leo, publicaba cada mes la revista MasturArte; mi único trabajo allí era responder a los diversos interrogantes de los lectores (en realidad lo hacía un ex profesor de matemáticas alcohólico y su anciana madre). Me separé de Nancy (no sin antes comprarle apartamento en una zona exclusiva donde se fue a vivir con nuestra hija y mi madre) y estaba saliendo con una modelo adolescente. Especialistas en el tema se reproducían como ratas, sus conferencias eran concurridas. En un aviso clasificado de prensa leí lo siguiente: Masturterapia. Servicio a domicilio. Cada cual sacaba su tajada. Un tipo me propuso asociarnos para sacar al mercado una mano mecánica de su autoría; lo envié con Leo. Sectores del gobierno iniciaron una polémica sobre mis actividades. Para unos era una tendencia inofensiva que generaba empleo y curaba la impotencia y el estrés. Además, la práctica era tan vieja como el mundo y no entrañaba peligro alguno. Un tipo afortunado la había sacado del baño y ganaba millones, ¿cuál era el problema? Para otros era inmoral, resquebrajaba la unidad familiar y dañaba la imagen del país ante el mundo. El presidente se refirió al tema en un discurso televisado:
Qué iban a pensar de nosotros los gringos, que éramos un montón de pajizos? Las putas y dueños de burdeles hicieron marchas para denunciar que el auge de la paja los estaba arruinando. El último número de
MasturArte traía una separata especial con chicas fotografiadas en ángulos propicios para los diferentes estilos de masturbarse: trípode, transversal inclinado,
pizzaiolo, trapecista ruso, etc. Se diseñaron bares para masturbadores empedernidos y una universidad abrió la cátedra: Pajalogía: teoría y práctica. El gobierno autorizó a los cinemas, centros comerciales e iglesias a tener un rincón exclusivo para clientes que necesitaran masturbarse de emergencia. El signo que los distinguía era una mano apretando una trola de tamaño mediano. Algunas empresas dieron a sus empleados veinte minutos libres para masturbarse, el tiempo era acumulable. La ADPG (Asociación Defensora de Pollos Congelados) y el PCCII (Partido Comunista de Centro Izquierda Invertido) denunciaron que la masturbación era el nuevo opio del pueblo. Un nuevo ritmo llamado pajero invadió las estaciones de radio (bailarlo en pareja estaba prohibido). Leo me llamó para decirme que la producción en serie de la mano mecánica se había iniciado, era un alivio para personas muy ocupadas o con limitaciones físicas, al menos eso se leía en el eslogan publicitario. Estábamos en la cima. Les ordené que empezara a vender los negocios sin hacer ruido. —¿Estás loco, es nuestro mejor momento? —Claro, lo es —dije dejando espacio entre las palabras—. Dime, ¿cuánto dura una canción en el número uno? Me envió una pila de documentos para firmar y una relación de demandas e impuestos: la mierdita leguleya no nos dejaba de chupar sangre. Me senté en la computadora con ganas de hacer una nota final para la revista; quería hablar del comienzo: lo importante —teclee con manos indecisas— es asegurar bien la puerta del baño, no siempre se tiene tanta suerte, y además, ¿cuánto creen que dura una canción en el número uno?