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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
4 4 2005
Lo que tú me prometiste, por Cecilia Bustamante
Cuando entré al dormitorio estaban todos reunidos allí, me hice paso, Miriam estaba a en la cama, con las rodillas dobladas hacia la barbilla, los puños cerrados, las mejillas mojadas de lágrimas, los ojos terriblemente angustiados. Me miró desorientada y le grité “Déjate de tonterías....” dijeron ¡oh! los otros y esperaron muy callados. Miriam dio un sacudón violento y de pronto pareció resucitar. Sollozó toda trágica y gimoteando: —¿Por qué me has pegado, malvada? ¡Mamá, mamaaaá! —No friegues, le dije, mejor te pones bien de una vez. Los chicos te están mirando, ¿no te das cuenta? Se sentó en el borde la cama, moviéndose con cuidado. No era más que una niña púber que enternecía. Sus rodillas suaves y morenas alumbradas por el sol que entraba al dormitorio inhóspito. No era ningún lugar para dormir, sino sencillamente un cuarto vacío que mi padre había utilizado luego de haber decidido que era mejor no pagar alquiler y acomodarnos en el local desocupado que estaría por un tiempo en construcción. Es así como durante varios años dormimos allí, hicimos planes de viaje y esperábamos las noches de luna cuando venían a darnos serenatas los amigos del pueblo. En ese espacio de cuartos deshabitados vivimos una situación de emergencia que nadie sospechó cuánto duraría. La aprovechamos para leer y crear un mundo lleno de referencias que nos hacia entrar y salir de realidades fantásticas y vividas en común. Me gustaba dibujar a Miriam en largas sesiones en alguno de los cuartos vacíos; tirábamos algunos pellejos de carnero sobre el suelo y allí se sentaba paciente y angustiada durante un par de horas sin moverse. Dibujaba yo con curiosidad la tensa expresión de su rostro, tenía apenas doce años pero rezumaba de ella un torbellino sin edad, que se asomaba por los ojos negros dramáticos que parecían gritar. Su piel era tersa y canela, sus labios marcando la sinuosidad de su forma — trasuntaba toda ella paciente sometimiento y explosiva tristeza. En mis carpetas de trabajo pasaron algunos años muchos apuntes que hice de ella, de su rostro conforme que se hundía en la oscuridad que yo intuía entonces. Alguna vez noté que ella ya no estaba más allí, como entonces. Dejó de poseer su encantadora, misteriosa contradicción y, sin poder evitarlo se deslizó por la hendija de locura que la acechaba desde niña. Mas, cuando tenía doce años ella quería parecerse a nuestra madre, justamente porque nada entre ellas las semejaba. Buscó su papel en el hogar, se hizo maternal y renunciante. Amaba a mi padre tanto que con el tiempo empezó a odiarlo morbosamente y no podía evitarlo. Era la concesión de la culpabilidad, él sería el responsable y para siempre, de lo que ella fuese o no fuese. Estaba siempre a su rededor como dos animales de la misma especie pero destinados a devorarse. Así fue hasta el día de su muerte. Su frenesí doméstico llenaba la casa de un vaho a pañales hervidos, de planchas de hierro colado calentándose y ella asentando el almidón interminable. La recuerdo con las mejillas afiebradas y embebida en su tarea de alternar planchitas sobre la llama de un anafe a kerosene. Les limpiaba cuidadosamente cualquier tizne, antes de usarlas amorosamente. Se divertía tal vez en ese menester que a veces abandonaba por semanas, sus ocupaciones caseras como bodegones abandonados y se hundía en lecturas malsanas para ella porque se la llevaban. “Los Miserables”, “María”, las novelas de Salgari, “Los Tres Mosqueteros” y todo aquello que le llenaba la cabeza de románticas posibilidades que se centraron en tener unos botines como Cosette que ella pudiera ensuciarlos en el barro de los caminillos que, lejos de Francia también existían. Finalmente, Cosette se parecía mucho a ella en pocos meses. Quiso vestidos parecidos, mandiles blancos ribeteados de encaje de algodón y que le daban un aire de muñeca antigua —pero, los botines nunca los tuvo. Estoy segura que perdida en el tiempo hasta hoy espera que desde este pueblo francés pudiera remitirle una caja con aquellos sellos postales marcando “obsequio.” Hasta hoy espera que al abrirla se le devolviera la vida misma en un par de botines con muchos botoncitos de metal, de pasadores que pudiera anudar con amor. Ella tendría que estirar la pantorrilla, levantar el arco del pie, hacer una maniobra elegante con los dedos mientras ensartaba los pasadores que iban a ajustarse para siempre en sus pies morenos. Seguramente la estaría observando algún muchacho que amaba a otra, y que ella desearía, enfermizamente, para ella. Que le dijera “eres tan hermosa, mejor que nadie, nunca veré a otra como tú, tan alegre, tan buena.” Pero el obsequio nunca llegó. Miriam se fue en medio de su semiausencia con mi hermano mayor, que era el quinto en realidad, a acompañarlo al pueblo minero donde él trabajaría. Tenía mucho apego a Flavio y gran cariño por todo el resto de personas. Quería ir con él al campamento, como en alguna novela. Estuvieron contentos unas semanas hasta que un día en que bajaron al pueblo llegaron con alguien más, cuando sus caballos se acercaron Miriam refrenó el suyo y movióse luego en posición para desmontar. Lo miró al forastero y pude ver que estaba enamorada, la ayudó a desmontar y ella pisó firme que dejó el musgo aplastado. Era un hombre mucho mayor que mis hermanos, tendría veintiocho años. Era muy personal, afable, con mucha naturalidad saludó mientras acomodaba las bridas sobre su silla de montar. Se quedó esa semana con nosotros, fuimos de paseo a las montañas con otros amigos de nuestra edad con los que habíamos crecido mientras nuestros padres disfrutar de sus fiestas. Fuimos por los caminitos que usan los indios cuando trepan a las alturas arreando sus llamas, para enterrar el chuño. Las cabullas estaban duras, llenas de polvo porque no llovía casi nada ese verano. Grabamos nuestros nombres en las pencas, marcando ese lugar en la memoria, las plantas pequeñitas que crecían sedientas a la sombra de grandes hojas de bordes rojizos que se mezclaban con el aire. En la noche ellos se fueron al pueblo y nosotras nos quedamos tomando el fresco en silencio. Flavio al volver nos rehuyó haciendo gruñidos simpáticos y alegres. Tomando el fresco podíamos ver desde la oscuridad las puertas y ventanas alumbradas, Flavio se quitaba la camisa frente a la ventana y el perfil de su figura destacaba en luz dorada y temblorosa. Era un ser hermoso y sentimental con quien más tarde la vida fue cruel. Se parecía a mi padre cuando se inclinó ahora sonriendo, acomodando sus ropas. En la penumbra de la tarde Miriam parecía vulnerable, sus labios se movían casi imperceptiblemente. Nos retiramos a dormir cuando el olor de eucaliptos era más denso. Jorge se fué, Miriam tuvo uno de sus espasmos o lo que fuera. Continuó viajando de continuo hacia la mina. Ella se hizo más suave y tranquila, los ojos grandes se hicieron huidizos, avergonzados, amorosos. Se alisaba ausente mirando a la nada, sus cabellos negros y espesos. No hablaba con nadie. Me regresaron al internado antes de saber el final de estos amores. Encontré esta vez a mis compañeras algo enloquecidas, llenas de planes futuros, de belleza atosigante. Era el último año de estudios y la desarticulación de esos meses devoraba el tiempo, era difícil escuchar con atención. Las pruebas de la existencia de Dios, la concomitancia de los seres, el motor inmóvil. La señora Isabel con su vestido negro, ceñido al cuerpo joven, revelaba sus pechos generosos en escote V donde sus grandes medallas de oro reposaban felices, llevaba muchos anillos, pulseras. Nos hablaba de Bolívar y destacaba sus aventuras amorosas a la par que sus hazañas militares. Pensaba yo medio sonambúlica, en ese hombre, su tuberculosis, sus ojos almendrados y de fuego. Saltando los abismos de los Andes cuando mi país no tenía bandera aún. En un día precioso, estudiando en la pérgola en gran silencio, de pronto alguien empezó a sollozar y detuve mi diseño buscando a la señorita Leonor ansiosamente… algo líquido había caído sobre el piso en medio de un llanto tan extraño, algunas compañeras que sufrían mensualmente cólicos ováricos lloraban a veces sobre sus carpetas; pero esto era diferente, había un charco de sangre en el piso… un gran coágulo al medio... curiosa por el silencio comprobé que era Sofía, la que no usaba medias de borlón. Entre sus pies, sus zapatitos de charol, sus medias transparentes, había sangre dios mío, un charco de sangre que no paraba. La profesora se puso pálida y salió a buscar auxilio, vinieron, nos hicieron abandonar la clase y nunca más volvimos a ver a Sofía. Pasaban los meses sin ver a nuestros padres. Sólo una carta me escribió mi padre cuando yo tenía diez años. Mi padre, Don Carlos, el quijote, que trabajaba para las companies mineras en las alturas de Cerro de Pasco. Nos llevó alguna vez y es allí donde las nubes me pareció que estaban en el suelo, más de 5,200 metros de altura. El campamento estaba bien cuidado, para los administradores e ingenieros, pero los mineros eran unas sombras que desfilaban hacia los socavones. Y entonces con mi hermana Marcela nos pusimos overalls plomos, cascos con su lamparita y nos trepamos a las carretas que entraban con su carga humana. Nunca me pude olvidar de las galerías inundadas, del terrible frío, de los niños disparando agua al polvo para que sus padres se murieran más tarde que temprano, todos sabían que les daría la silicosis. En esa mina no sé por qué nos dejaron entrar pese a la gran superstición de los mineros. Mi padre, “El Mocho Bustamante” que ya de niño se había volado parte de su mano derecha, recorría esas punas a caballo. Una vez el caballo pisó mal y se desbarrancaron, mi padre quedó colgado de una rama y el abismo andino abajo, abajo. Trató de salvarse, de trepar, pero no podía y empezó a gritar con todos sus pulmones a ver si algún arriero pasaba. Cuando ya se agotaban sus fuerzas empezó a llorar con grandes alaridos. Porque este ser vital se dio cuenta que se moriría y ¡todos esos hijos!, y toda esa soledad de esas punas…pero como en los cuentos pasó un arriero , escuchó sus alaridos y creyó que eran los Apus (1), pero padre gritaba llorando que lo ayudara. Y así fue, lo sacó de los abismos en las alturas de Atacocha del lugar llamado entonces “Bustamante guaguana”, donde lloró Bustamante. (1) NDLR: Dioses andinos, espíritus de las montañas.
acerca del autor
Cecilia

Poeta, periodista, editora, conferencista, peruano-norteamericana. Primera mujer galardonada con el Premio Nacional de Poesía del Perú. Selecciones de sus poemas han sido traducidos al Inglés, Francés, Alemán, Italiano, Sueco, Flamenco, Portugués, y Rumano. Su poema "El Astronauta" está incluido en el Archivo de la Era Espacial del Smithsonian Institute, Air & Space Museum. Ha vivido en México, España. Reside actualmente en los Estados Unidos. Ha representado al Perú, Texas, y los EE.UU. en reuniones internacionales de su especialidad. Ostenta el prestigioso Leadership Award, Austin, Texas, 1993.