Lunes 17 | Marzo de 2025
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
3 3 2005
La garganta del águila (cuento) por Gregorio Manzur
La cosecha de la aceituna no es bullanguera como la vendimia; y su culminación menos gloriosa. Los cosechadores nada saben de las largas noches de molienda ni de las sinuosas traficaciones del producto. Tantos cestos tantas fichas y sanseacabó. El pan ha subido y también las bocas; ya son seis en la familia y el que viene. Donoso Paucarmeita está harto de pobreza y rezongos de mujer; son justos pero también su angustia lo es. Los otoños en Algarrobal son ráfagas de arcoiris que retozan sobre los cerros. Los pájaros testifican el amor divino; no hay piedra que no ría. Pero Donoso está sordo y ciego. Sus ojos miran hacia el oscurón de su alma. Y camina echando polvo al rostro de sus hijos y su mujer. Sus amores gritan en vano : la Garganta del Aguila lo llama y no es hombre de mezquinar el bulto. Han quedado lejos lo viñedos melezcados y empiezan los fríos de la altura. Enciende un fueguito junto al cañadón y ceba amargos. El llanto se lo ha prohibido a los once años, cuando el capataz de "La Malquerida" deslomó a su padre de un hachazo. Sólo necesita cuatro lunas; la familia aguantará. Remigia sabrá alargar los pesos. Sigue subiendo. Esa noche comienza el menguante y es preciso llegar. Tiene charqui bastante y dos kilos de yerba. Vuelve a juramentarse no dar un paso atrás; a su madre muerta se empeña. No hay estrellas y el sigilo de las peñas lo guía. A tientas llega a la Garganta; sin aliento casi. Allí está el majestuoso rapaz, hecho cerro, sus alas apoyadas en la roca. Ancestro endurecido y clemente. El silencio lo rodea y un aliento amargo le brota del pico. Si perder un minuto cumple el ritual : con un pedruzco filoso rasura su cráneo, mastica coca y bebe ajenjo salpicado con pólvora. Después murmura frases sepultas y se deja caer por el guijarral. El sabor de su propia sangre lo despierta. Está claro y ventoso. Escarchilla. Mira a la Madre Aguila, pero ésta cierra los ojos. Gateando aterido regana la cumbre; se viste y enciende unas pajas. Vuelve a matear y a arrepentirse, pero una guijada en la sangre lo silencia. Esta vez o nunca. Junto al fogón se arranca penosamente las espinas y con ceniza y tierra húmeda cierra las llagas. Así se le va el día; su primer día de espejos. Chiribitil velay Algunas piedras están encajadas y es difícil; otras pesan hasta cuarenta kilos. Elige el cobijo del ala izquierda. Allí canta clarito el Garpumahuidacuru, viento rojo. Tres días con sus noches le lleva levantar la choza. Sólo cabrá un hombre y nada garantiza la lluvia, la nieve o los puntazos del hielo. Alrededor del refugio coloca los nueve peñascos. Sangre le cuesta arrastrarlos, sus lomos son grietas; también sus labios y sus dedos, pero la Madre lo está mirando; y ella sabe del sufrimiento; ella que ha parido a los hombres. La primera piedra—viva es su padre asesinado; la segunda su madre; tercera, su mujer y las otras sus hijos. Por fin, al declinar la séptima luna, se arrodilla ante el futuro y dice : "Madre Aguila, tú que has abrazado al Sol y con él nos hiciste, no me ignores, mírame. Mis seis hijos, mi mujer y mis ancestros están aquí para acusarte si mientes. Un hombre con dolor te habla, ¿habrías de negarte?". Y sin decir más, trepa al hornillo y por un agujero se mete. Desde adentro calza el último peñasco y se queda solo. Dichoso tú que dudaste Ese día y esa noche pensó y repensó. Comió más de la cuenta y comprobó su lastimoso estado. ¿Y sus hijos? ¿No estaría volviéndose loco? ¿Acaso no podía trabajar en el matadero de ovejas, donde mal que mal alguna cabeza o pezuñas podía economizar? ¿Y Mario Blandini, que le ofreció cortar adobes a destajo? ¿De quién le vino esta ilusión del águila primordial? Supersticiones de mestizos ignorantes. ¿Para qué este nuevo sufrimiento cuando la vida ya lo había colmado? ¿Y quién era él para desafiar a Dios de esta manera? Soplaba un viento terroso y estaba oscuro. Se arrebujó bien en el poncho, hundió el sombrero y durmió. La sombra Abre los ojos, pero no ve nada. ¿Duerme? Se palpa la cara. Recuerda la violenta rodada por el barranco. "Si no te morís ahí, buena señal". Escucha atentamente el viento. Deja escapar un airecito entre los dientes hasta igualarlo y lo va descifrando : "La... som... bra... es... una... imagen... divi... na." Siente un punzante dolor en el tobillo izquierdo. Sin duda dio contra un recantón. Tantea la bota de agua y ceba tererés. Los labios arden. ¿Cuánto tiempo ha dormido? Es preciso no perder las lunas. El viento repite : "La sombra..." Se despierta sudando. Cree oír aleteos. Sin duda los caranchos. Pero allí no hay muertos... Que él sepa. Tantos años de jornalero y nada. Alquilando siempre su casucha de adobes. Ni un peso guardado. Cada día puede ser el último. Tanteando se arrima al extremo de la celda y orina. Pero el chorro no se corta. ¿Qué es eso? Va a inundar la guarida. Nota que de su sexo es alambre lo que sale. Como ese de las viñas. Alambre. Desesperado, tira y tira sin llegar al fin. Cree delirar y se arroja de espaldas, pero el alambre brota inexorable. Al borde de la sofocación continúa arrancándolo hasta que por fin se corta. Exhausto, asustado, se arrincona persignándose : "Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío". ¿Estará perdiendo el juicio? Don Rumualdo no volvió nunca de la Garganta. Entonces siente una puntada terrible en el vientre y por su sexo surge una flecha, que luego de estrellarse varias veces contra las paredes se vuelve contra él amenazante. Y allí se queda en el aire, cimbreando a medio metro de sus ojos. Muerte primera El sueño lo abandona. Con sólo juntar los ojos la flecha se le viene encima. Mastica carne seca sin dejar de mirarla. La odia. Le teme. Manotea en la oscuridad; quiere agarrarla. Toma impulso, pero estrella la cabeza contra la piedra. Al recordarse, la flecha sigue ahí, hablándole. Entonces Donoso Paucarmeita se pone a llorar. Ausente del mundo y de la vida. Y sus lloros se hacen nada en la soledad. Cuando un violento rugido le brota del pecho. Sus músculos se distienden y entra a temblar. Su pecho se rasga y brota una pantera babeando furia, que de un salto formidable quiere triturar la flecha. Ésta retrocede y se lanza al ataque. Los zarpazos del felino son magistrales, pero la flecha es el mismo viento. Donoso, incrustado en su rincón, ni respira, aunque un secreto coraje le hace seguir la alternativa. La pantera se achica en sus sentaderas, simula retroceder, pero gira violentamente sobre sí misma y atrapa la flecha al vuelo. Entonces ésta le perfora el pecho y se le hunde en el corazón. Paucarmeita la mira horrorizado; una especie de vómito lo acucia, está sudando. La pantera se retuerce de dolor, aúlla, se muerde a sí misma, babea y salta desesperada fuera de la choza, trepa los cerros revolcándose. Allá persigue a una tropilla de guanacos y en dos zarpazos los tritura. Se lanza tras un puma, que la afronta para sucumbir, luego es un asno blanco, las perdices juguetonas y las avestruces. Donoso sabe que la flecha se está retorciendo en el pecho de la fiera y sufre al verla reventar entre sus fauces cebadas las hermosas palomitas que le vienen desde el cielo. En eso llega un gran pájaro que se detiene en el aire, agitando solemne sus inmensas alas. La pantera aullante se arroja sobre él, pero evitándola, el majestuoso alado vuelve la vista hacia Paucarmeite y le dice: "Sígueme". Donoso sobrelleva bosques y quebradas, desiertos de roca viva, ríos y lodazales hasta que el pájaro se digna mirarlo. Tiene algo secreto que decirle, él lo sabe, pero al acercársele le vuelca en su oído un líquido que revienta. Cae al suelo. Una brumosa bandada de cernícalos devora a espolazos su cuerpo. Del resto adherido a los huesos, las tarántulas se encargan. Por fin, su esqueleto es roído por el viento y la arena. Nada ha quedado. Sólo la pantera muriente. Donoso Paucarmeita — Voy y hablo con ella. Se resiste, me gruñe, vomita sangre. Me da a entender que debo pactar con el gran pájaro. Lo invoco y espero. De pronto llega y desde el aire hunde sus garras en mi cabeza, la arranca y la arroja a un tacho de sangre. Allí la cabeza se revuelve, ahogándose y vomitando. Luego espera que el oleaje se calme, y flotando, vuelta hacia arriba, le habla al gran volador : "¿Por qué me tratas así?" El pájaro la saca y la restituye al cuerpo. El sol la seca. El pájaro picotea las hierbas; burlón. — Hablemos, le pido. — Tú hablas demasiado. Silencio. Le explico que la pantera está vidriando el alma. — Ciego, tú eres la causa de su dolor, y me cosquillea irónico el pecho. De repente levanta vuelo y cientos de cernícalos (aquellos que comieron mi cuerpo), lo siguen. La pantera se retuerce en estertores; desfallece. Le pido que acepte mi ayuda. Quiero acariciarla y me muerde, pero al ver que no opongo resistencia, afloja. La cargo en brazos y la llevo a la casa. En la cama restaño sus heridas. A medida que sana se ennegrece; ojos de brasa. Le explico que nada puedo hacer con la flecha que la martiriza. Pero que intentemos hablarle, aceptarla y dejarla vivir. Le propongo compartir la pena : yo meteré mi mano en su boca y cuando el dolor arrecie, juntos le haremos frente. La flecha se ilumina adentro y comienza a vibrar. Ahora se expande y se hace cristalina. Mi mano sangra entre los dientes de la fiera, que gime al sentir mi dolor. Por fin, la flecha se desintegra en luz y la calma regresa. La pantera salta de la cama; lustrosa, y me propone regresar a mi pecho. Le respondo que ya no es necesario : mi vida sigue a partir de ese momento otra dirección y ella puede regresar libremente a su bravura. Exultante, salta por la ventana y se pierde en la selva. El gran pájaro pasa volando y pone tres huevos en la chimenea que caen a una sartén hirviente. Un vapor se eleva que se convierte en una mujer cristalina, de espejos, para que yo pueda verme, reflejarme en ella. Nos abrazamos y nos hacemos uno. La tierra se sacude. ¿Un terremoto? Paucarmeita atina a moverse y echa la cabeza hacia atrás. ¿Será la garra monumental de la Madre Aguila que lo llama a comparecer? De cuajo son levantadas las murallas del cubil y barridas por una violenta vibración se precipitan al barranco. Regresa la terrorífica uña. Donoso la ve venir, ensangrentada, los mil rostros de su vida se le apretujan en la garganta. Lívido se escapa del tiempo, se sabe muerto. De pronto, el monstruo se detiene. Voces. ¿Gritos humanos? ¿Bichos? — ¡Paren la máquina, paren la máquina, hay un tipo ahí! Donoso los ve apenas. Seis hombres y un muchacho. Un ingeniero, un capataz, el operador de la pala mecánica y tres peones. Otros se acercan. — Ni que fuera un espectro, che. Contruyen una autorruta hacia Chile. — Hay que traer una ambulancia. Está más muerto que vivo. Pero el silencio de Paucarmeita los detiene. Está canoso, seco, huesudo. Sabe que es tiempo de volver. Echa un último vistazo a su hogar, y mordiéndose los labios, en un esfuerzo supremo, comienza a levantarse. — ¿Quién será este aparecido? — Más vale romper enseguida esta cobacha; puede traer desgracia. — ¡Avancen no más, aplanen este peñasco! Y una picana hidráulica se le hunde en el vientre a la Madre de los Hombres.
acerca del autor

Gregorio Manzur nació en 1936 en Mendoza (Argentina). Estudió arte escénico e hizo televisión en su ciudad natal. Viajó a Nueva York en 1966, donde trabajó algunos meses en el canal ABC, llegó a París en el mismo año. Fue periodista en Radio France Internationale y actualmente es productor en France Culture de París. Publicó varios libros de cuentos y novelas en Francia, España y Argentina.