“La única manera de librarse de la tentación es ceder ante ella.”
Oscar Wilde
8:00 de la noche. A menudo el atardecer me parece insoportable, ¿por qué? Ve tú a saber por qué cada vez que me siento en el sillón negro que está al fondo de la sala me da por recordar mi vida en aquel lugar, donde bien puntual te veía pasar. Quizás es la lluvia que me pone nostálgica. Sí, debe ser la lluvia.
8:38 de la noche. Estoy sentada mirando fijamente el teléfono después de un largo día en la oficina; de esos días que no vale la pena contar. Lo único que deseo ahora es poder poner la cabeza en la almohada esperando que no me alcance el insomnio.
Aquí sigo junto al teléfono, a las 9:04 de la noche buscando alguna excusa tonta para llamarte.
1—2—3—4—5—6—7—8…
Piiip... Piiip…
—¿Bueno?
—No, malísimo.
—¿Qué?
—Nada, sólo llamé para saludar, ¿cómo estás?
—Perdón, ¿quién habla?
Vuelvo a la realidad. Abro los ojos y frente a mí sigue el teléfono, y yo aquí mirándolo como quien espera algo que quizás no llegará, pero no pierde la fe en que suceda. Decirte que iré allá hasta donde tú estás con el mero pretexto de hablarte era algo que no valía la pena inventar. Aunque yo supiera que podría ser cierto sabía de antemano que no iba a verte. Sabía que de ningún modo ibas a insinuar algún encuentro en aquella esquina donde solíamos vernos.
11:00 de la noche. Prefiero ir a la cama, lejos de la monstruosidad de la sala, del teléfono, del sillón, del gato. Me acuesto con la esperanza de poder dormir. Sigue lloviendo afuera. Se siente un frío vientecillo colarse por mi espalda. Claramente se escucha como las pequeñas gotas chocan con la banqueta del patio. No sé bien si me tranquilizan o me asustan. Ahora todo me asusta.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8… Dicen que contar borregos ayuda a conciliar el sueño. Los cuento y los veo en mi cabeza... cada borrego que cuento tiene tu rostro. ¡Imagínate! Tu rostro en quién sabe cuántos borregos. Qué idiotez.
De golpe me doy cuenta de que tratar de dormir es peor que enfrentarme al sillón negro que está al fondo de la sala, con el teléfono todavía al lado. Ese teléfono negro de teclas blancas. A tu recuerdo, al sonido de tu voz que apenas se escucha, pero que es firme.
1:42 de la madrugada. Ha dejado de llover, entonces me levanto a caminar un poco por el apartamento. De pronto veo saltar al gato, me mira con una carita que parece burlarse de mi desgracia. Lo ignoro y subo al techo a fumar un cigarrillo.
Miro el cielo todavía nublado, la luna asomándose tímida entre las nubes, sonriéndome sarcástica en un cuarto menguante, con un gesto que se me antoja más bien burlón; igual que el gato, quizás igual que tú.
Al mismo tiempo que veo la luna no puedo apartar de mi cabeza la imagen del teléfono inmóvil, ahí junto al sillón negro; el mismo sillón que me veía todos los días pensando si sería buena idea llamarte o no.
¡Ring, ring! Salté del susto, aventando el cigarrillo. Bajé corriendo por las escaleras de la azotea para contestar la insistente llamada, tan rápido como si fuese un corredor que se encuentra cerca de la meta. Por poco me voy sobre el gato. Puse mis manos para no darme un buen golpe en la cara. Llegué hasta donde está el teléfono. Número equivocado.
3:02 de la madrugada. Voy a la cocina a prepararme un café y a mi cabeza vienen de nuevo: la esquina, tu cara cubierta de pecas que me recuerda al cielo estrellado —cuando la contaminación lo permite— y de nuevo, el teléfono.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8… Contar las horas ya no parece un juego divertido. Chaqueta de mezclilla, tu voz, las canas, las pecas; la luna, el gato, el cigarrillo, las coyunturas de tus dedos. El teléfono.
1—2—3—4—5—6—7—8…
10:25 de la mañana. Suena el despertador y frente a mí están las patas del sillón negro al fondo de la sala, el gato sobre él y el teléfono al lado. Yo en el suelo.
Decidida a llamarte, tomo el teléfono negro con teclas blancas, marco el número de 8 dígitos. Piiip… Piiip…
“El número que usted marcó, no existe. Favor de verificarlo...”
Zulma Francelia Hernández, Guadalajara, Jalisco (México), 1993. Creció en Cuauhtémoc, Chihuahua y actualmente vive en Ciudad de México. Colaboró en la revista “La experiencia literaria” del taller de la Capilla Alfonsina y en la sección narrativa de la Revista Literaria "Monolito".