Acompañó mis pasos la curiosidad de hombre
y en medio de la noche lúgubre y siniestra
alzóse la silueta de casa de las piedras.
Recortada en tenue luz de la menguante
hizo más inmensa la sombra de la muerte.
Pablo Barattini.
No era raro ir a la casa del padrino —lo llamábamos así de cariño— después de todo, fue él quien nos ayudó a instalarnos al llegar a la ciudad. Por eso cada vez que él tenía que viajar a Cuba —que era muy seguido— les decía a mis padres que cuidaran de su casa, o en caso de que ellos no pudieran, lo hacía mi hermana menor. A mí nunca me lo pedían, ya que vivía del otro lado de la ciudad y nunca tenía tiempo.
Hubo una ocasión en la que me llamaron para que fuese yo quien cuidara la casa. Mis padres se encontraban fuera de la ciudad y mi hermana no podía ir.
Yo me negué al principio, pero me dijeron que me pagarían, lo cual me caía bien porque me había quedado sin trabajo entonces. Empaqué varios cambios de ropa, guardé a mis gatos en la transportadora y pedí un taxi.
Ya en casa del padrino, me explicaron que debía hacer. Cerrar bien las puertas antes de dormir, no abrirle a absolutamente nadie, darle de comer al León —un perro chihuahua que temblaba y lloriqueaba mucho— mantener limpio y un sinfín de indicaciones que tuve que apuntar en una hoja para no olvidar nada. Pero lo más importante era no abrir las puertas de las otras recámaras, excepto donde yo iba a instalarme durante esa semana.
El primer día la pasé leyendo y cocinando. En algún momento me dormí y al despertar me di cuenta de que no estaban los gatos. Al salir de la habitación me los encontré curioseando en la casa, y cuando había cualquier ruido que los incomodara, salían corriendo despavoridos a la parte de arriba y se refugiaban en la cama. Me acosté con ellos y me quedé completamente dormida.
Al día siguiente, salí de compras al súper, que quedaba cerca del trabajo de mi hermana, quien cuidaba la casa cuando mis padres no lo hacían.
Después de platicar con ella durante un par de horas, regresé a la casa, cerrando bien todo y de paso dándole de comer a León, que ya parecía hambriento.
Esa tarde me sentí más curiosa por la casa, andando de aquí para allá como si fuera mía. Exploré el patio entero, que estaba lleno de figuras de santos yorubas cubiertos de sangre ya seca y animales sin cabeza sobre la tierra. Nada que no hubiera visto antes. Anduve también por el piso en el que me quedaba. Entré a las habitaciones que se suponía que no debía entrar. Todas eran insípidas y dentro de los closets sólo había santos, velas y esas cosas que usaban en los rituales. Todo era muy amplio, cada recámara contaba con su propio baño, con tina. No dejé pasar la oportunidad y me di un baño en una de las tinas de las recámaras prohibidas. Estuve ahí un largo rato escuchando como los gatos rasguñaban la puerta para que les abriera. No les hice caso y seguí recostada en la tina.
Al salir me puse ropa y seguí explorando la casa.
La recámara más alejada de las otras, era la del padrino. Había un pequeño barandal, cerrado con doble llave y una cadena con un candado y se podían ver unas escaleras que iban hacia arriba. Parecía ser muy grande, quizás del tamaño de todo el segundo piso.
Después de eso, perdí el interés en las demás habitaciones y me fui a la recámara donde yo dormía. Ahora me parecía aburrida. Esa noche no cené y me quedé dormida muy rápido.
Desperté porque me faltaba el aire, estaba sudando y no veía a los gatos cerca de mí. Me levanté al baño y seguía sin verlos.
Caminaba por la casa de puntillas, como si hubiese alguien mirándome o esperando encontrarme. Al pasar por la cocina, casi me tropecé con uno de los gatos. El otro estaba frente al barandal de la habitación del padrino, mirando fijamente la puerta abierta. Estaba sin ninguna llave puesta y sin el candado. Me exalté tratando de entender cómo había pasado eso. De pronto se escuchó un fuerte ruido que venía desde el cuarto del pedrino. Salí corriendo a mi recámara, me metí bajo las cobijas respirando muy agitadamente. Intenté llamar a mis padres. No respondieron. Llamé a mi hermana.
—¿Bueno? —respondió con voz ronca.
—¡Hola! Hermana, estoy muy asustada, los gatos están actuando de manera muy extraña y fui a buscarlos y uno de ellos estaba frente a la puerta del padrino y me encontré la puerta sin llaves. Tampoco tenía candado, por favor ven a quedarte conmigo, en serio no quiero pasar la noche sola.
—Mmm, pues es que es tarde, no hay transporte a estas horas y…
—¡No importa! Te pago el taxi, pero por favor ven.
—Está bien, llego en 20 minutos para irme preparada para ir al trabajo mañana.
—Me avisas cuando estés afuera para pagar el taxi.
—Ok. Nos vemos.
Bajé a la sala para esperarla. Escuché el taxi y salí a pagarlo. Mi hermana entró preocupada preguntando por las cerraduras.
Caminamos hasta la habitación y lo que ella vio fue una puerta cerrada con dos llaves y un candado. Me volteó a ver enojada y me reclamó el haberla hecho levantarse a esa hora e ir hasta donde yo estaba.
Se acostó para dormir y yo hice lo mismo, avergonzada por la escena. ‘’Va a pensar que estoy loca’’, pensé. Tal vez lo estaba.
A la mañana siguiente, desperté y estaba sola. Mi hermana había dejado una nota diciendo que sentía haberse enojado conmigo y que me había preparado el desayuno.
Mientras desayunaba, pensé en lo que había pasado la noche anterior y dudé de mí. Quizás me sugestioné por lo que significaba estar en esa enorme casa, con santos por todas partes y animales muertos.
Antes de anochecer había caído profundamente dormida y de nuevo desperté exaltada porque me faltaba el aire. Al igual que la noche anterior, los gatos no estaban conmigo en la cama. Me aventuré a buscar en la casa, prendiendo todas las luces posibles. No estaban en ninguna parte, no quedaba más remedio, tenía que ir a la habitación del padrino. De nuevo estaban las cerraduras abiertas. Esta vez subí hasta arriba. El lugar se veía bastante agradable. En la cama estaban los dos gatos, que al verme salieron corriendo hacia abajo. Recorrí un rato el lugar, dándome cuenta de lo paranoica que había sido por nada. Me dio curiosidad saber cómo era el baño del padrino. “Si los otros son increíbles, ya me imagino éste” pensé. Abrí la puerta del baño por pura curiosidad y respiré un olor espantoso, como a carne podrida. En la tina del baño, yacía el cuerpo de un hombre de edad avanzada, putrefacto, y el piso lleno de sangre ya seca. Tenía una expresión de horror que nunca podré olvidar. Me recordó al día anterior, justo bajo ese piso me encontraba yo, recostada de la misma manera en la que estaba en ese momento el padrino.
Zulma Francelia Hernández, Guadalajara, Jalisco (México), 1993. Creció en Cuauhtémoc, Chihuahua y actualmente vive en Ciudad de México. Colaboró en la revista “La experiencia literaria” del taller de la Capilla Alfonsina y en la sección narrativa de la Revista Literaria "Monolito".