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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
7 10 2018
¿Por qué a mí no? por Elizabeth Borges

La niña corría, huyendo de su casa, despavorida, una vez más la escena se repetía, la más triste, la más devastadora: llovía. Pero eso no le importaba, lo menos importante era mojarse, creía que la lluvia podía ayudarla a esconder sus lágrimas. Ella llegó corriendo, sudorosa a la sacristía de la iglesia, estaba a solo trescientos metros de su casa. Ese era su mejor refugio: la madre Lorenza, el sacristán don Adolfo y a veces el padre Winrich. En este sitio encontraba cobijo y protección divina.
Se sentó en el piso y miró hacia la pared: era un cuadro. Ella no tenía la menor idea de lo qué significaba ese cuadro y muchísimo menos de Dalí. En ese momento para una niña de siete años ese cuadro solamente era instante perfecto para dejar de pensar, para concentrarse e imaginar un hermoso cuento. Es el cuadro de Dalí “La tentación de San Antonio”: se siente atraída por los elefantes de los Reyes Magos, tan grandes para ella, son precisamente esas largas patas las que les permitirán ¡ahora sí! encontrar su casa para al fin poder tener un solo juguete, uno sólo. Ese único juguete que ella ha esperado durante su corta vida y sigue sin entender por qué no se lo han traído: ni santa Claus ni los Reyes Magos.
Es la más aplicada de su clase, siempre tiene las más altas notas, presenta los mejores trabajos, está en la escolta de la escuela, ayuda a las maestras. Siempre es puntual y entrega las tareas más hermosas y limpias —le decían sus maestras—, pero ni los Reyes Magos ni santa Claus le traen un solo regalo.
En ese momento, en la sacristía de la iglesia, se siente entusiasmada, muy pero muy feliz. Sabe que ahora sí los Reyes Magos podrán llegar sobre esos elefantes mágicos del cuadro de Dalí. Sus largas patas les permitirán brincar los muros de tierra, caminar entre los ciruelos y mangos de los patios de las casas que rodean la suya.

La niña observa en el cuadro a un caballo blanco con patas alargadas de manera imponente y triunfante. Para ella en ese momento es el caballo que acompaña a los elefantes, el que les abrirá paso ya que es más veloz, porque pesa menos. Por la forma como el artista lo ha representado en el cuadro a ella le parece muy valiente y va en primer lugar en la fila porque puede defenderlos… ¿Defenderlos de qué? Pues del individuo que podría detener la entrada de esta hermosa comparsa a su casa. Por fin, ¡ahora sí! encontrarían su domicilio.
Estaba segura de que no le dejaban un regalo porque no la encontraban. Pero sí llegaban a las casas de Mauricio, de Panchito y hasta de Nora, la niña más floja de toda la escuela, la más impuntual, la que siempre faltaba. Ella le hacía las tareas de aritmética, le copiaba lecciones de los libros con su puño y letra. La maestra Conchita sabía que Nora no hacía sus tareas, sabía que era María. ¿Por qué no le decía la maestra a los Reyes Magos? María se merecía mucho más los juguetes que Nora. Pero Nora era hija del comerciante —de maíz— más rico del pueblo y vivían al frente del parque. ¡Claro, era eso! Los Reyes Magos podían entrar perfectamente a su casa porque la encontraban fácilmente. Ahora con esta nueva especie de elefantes no había pretexto para que los reyes llegaran a su casa.
María sabía que la humildad era sinónimo de pobreza, porque en el catecismo una de las catequistas le dijo a Magali (la hija del turco Alex): Deja que María use tus colores, ella es muy humilde. ¿Humilde era ser pobre? Si no era pobre, era pobrísima, ¡jodida pues! Magali de vez en cuando le dejaba usar sus colores a cambio de que María le hiciera esas lindas cintas con estambre de colores para adornar las “colas de caballo” que las niñas usaban: Las niñas ricas, las jodidas no. Para las niñas pobres habían otros adornos: los que se hacían con los retazos de las modistas, esos trocitos de tela que sobran cuando las modistas confeccionan los magníficos vestidos de las niñas ricas. Con esos retazos de todos colores la mamá de María le cosía hermosos, ¡muy hermosos!, lazos para su cabello. Eran primorosos porque tenían todos los colores del mundo, ¡qué colores del arco iris ni qué nada! Estos adornos sí que tenían colores, cómo no iban a tenerlos si eran retazos inútiles para las modistas y solamente la mamá de María podía combinarlos de esa manera prodigiosa.
Las fantasías, la felicidad y el amor que María tenía giraban todo en torno a su madre y a su abuela. Pensar en la cueva era su máxima aventura: tal vez, en esa hermosa cueva ahora los elefantes y el caballo de la sacristía hasta podrían dejarle el juguete tan ansiado. Una cueva, refugio frío, helado y hasta peligroso, pero María podía dejarles una señal a los elefantes y al caballo de la sacristía. Es posible que no necesitarían entrar a su casa, ni llegar al lavadero. Tal vez era mejor decirles que la encontrarían en esa cueva: Les iba a mostrar el camino con piedras y hojas de los ciruelos.

María saboreaba con su imaginación el momento en que los reyes llegarían a su casa; tal vez hasta se quedarían a comer: Entonces les mostraría la maravillosa mesita en la que comía con su madre y su abuela. Era una mesita de tres patas, baja, generalmente utilizada para poner los alimentos para los más pequeños de la casa. Para ella, esa mesita era sinónimo de muchísimo amor: le recordaban las tortillas de la abuela, el caldo hirviente en un solo plato para que todos coman. La servilleta hecha con el tejido de un costal de azúcar recibido gratuitamente en la tienda de la esquina. Eso sí, hermosamente bordada por las manos de la abuela. Flores, aves y paisajes adornaban el mantel y las servilletas de la banqueta, donde nos reuníamos para celebrar con alegría la comida hecha por la abuela. La mesa estaba impecablemente limpia: el mantel, las servilletas, las tortillas recién hechas. Lo mejor del mundo. Ese olor y sabor les llevaría a los elefantes y al caballo a que conozcan su casa. En ese pequeño espacio habían encuentros y desencuentros: el amor y la prisa, la espera y la conversación simple e inolvidable, pero a la vez profunda de su abuela y su madre.
A los personajes del cuadro de Dalí que recibiría en su casa o en la cueva de su casa o en el lavadero de su casa, les explicaría por qué esos lugares eran predilectos para vivir o sobrevivir cuando los nubarrones de violencia se ejercen como tempestades y vientos huracanados. Era muy frecuente; tan frecuente que ella no disponía del tiempo necesario para mimetizarse.
María les diría a los personajes que algún día ella tomaría sus propias fotos, con su cámara, que ella sabía que pisaría el Vaticano. Desde entonces para ella viajar y fotografiar ocupaban su imaginación, le sofocaban las alegrías generadas en su mente cuando saboreaba lo que leía. Casi se ahogaba de placer, no desperdiciaba un solo segundo, ni una sola imagen, ni una sola foto, ni una sola página. Cada detalle capturado en cada una de las fotografías, el espacio y el tiempo atrapados serían maravillas que le apasionarían, viviendo cada uno de los segundos de su hermosa vida y con ello salvarse de la ingratitud…
Cuando ella regresa a su casa empieza a medir incluso los pasos que esos mágicos elefantes tendrían qué dar y pensaba: a lo mejor solamente podrán llegar hasta el lavadero, ya que está fuera de la casa, no tiene puertas. Ella barre cuidadosamente el lavadero, deja agua limpia (porque no había leche) en las dos cubetas de aluminio que están en el lavadero, desocupa el lavadero de toda la ropa sucia y medio lavada que ahí se encuentra para que los Reyes Magos, ¡ahora sí!, puedan dejarle ese juguete que siempre había esperado.