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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
1 3 2016
Monteagudo: Osario de un jacobino por Gustavo Bernstein

Casi cien años después de su muerte, llegan a una morgue judicial los restos de un revolucionario americano: Bernardo de Monteagudo. Al médico forense, Pascasio Romero, se le ha asignado la misión de confirmar a través de la autopsia los orígenes mulatos del cadáver. En tiempos en que todavía subsistía la limpieza de sangre se estimaba que esa comprobación sería útil para denostar los méritos de quien fuera uno de los jacobinos más radicalizados de la Revolución de Mayo. Durante la noche el galeno se aboca a la tarea de examinar el osario. Pero su labor se ve invadida por una alucinación onírica: los huesos del patriota le susurran, le hablan, le cuentan su verdad. Más aún, se abren a la vocación inquisidora del forense. Toda la pieza se construye a partir de ese dueto retórico, que es a la vez el contrapunto entre dos imaginarios opuestos. Monteagudo y Romero parecieran condensar los extremos de las inquinas que asolaron la historia del país. Al revolucionario no sólo le ha tocado en suerte la súbita muerte en manos de sicarios sino además ser narrado desde la actualizada ideología de sus verdugos. No otra cosa es Pascasio Romero. De haber sido contemporáneo de Monteagudo habría representado todo lo que el revolucionario detestaba. Ese es el encuentro que propone Marcos Rosenzvaig: que su anatomía inerte sea inspeccionada no por un apologista de su causa sino por un empecinado detractor. Como muestra de las invectivas injuriosas con que el forense lo interpela, valga esta locución: “¿Su madre pacificaba la calentura de los soldados que iban a morir en Salta y Tucumán, o bien se hizo puta para que usted vengara su infortunio?” Ese es el tenor de la aversión que el médico le profesa. Sin embargo, con el correr de la noche, la esgrima verbal irá cediendo hacia una suerte de amistad. Ambos permutarán confesiones. Uno desgranará retazos de su vida, intimidades de alcoba, resentimientos de clase, sueños épicos, revulsiones políticas y pecados de su ardor revolucionario; el otro se consolará reseñando la gris monotonía de un burócrata de la muerte. El recinto mortuorio operará como una caja de resonancia para el dilema existencial que corroe a la dupla antagónica y oficiará como un territorio hospitalario y fecundo para propiciar el encuentro entre dos verdades.
El recurso pareciera homenajear al mismo Monteagudo, quien en 1808 también apeló a la interlocución imaginaria de dos antagonistas en su Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII, pieza donde el último monarca incaico conversa con el rey de sus asesinos, recientemente desplazado de la corona española por las huestes napoleónicas. En esa obra, con apenas 18 años, formuló el famoso silogismo de Chuquisaca, que circuló de manera clandestina como inspirador de las sublevaciones independentistas: “¿Debe seguirse la suerte de España o resistir en América? Las indias son un dominio personal del rey de España; el rey está impedido de reinar; luego las Indias deben gobernarse a sí mismas.”
¿Pero quién fue este personaje que quedara en la historia como “el escritor de la Revolución” y que Rosenzvaig retrata como un fogoso amante, de pluma y espada prestas, y una indómita vocación por el vértigo? Los registros coinciden en que Bernardo Monteagudo nació en Tucumán en 1789 y murió asesinado en Lima en 1825. Aunque las versiones difieren sobre su origen. Algunas sostienen que su padre era español y su madre vagamente tucumana; otras, que su madre era la esclava negra de un canónigo, y que más tarde se casó con un soldado de origen español que puso una pulpería, con cuyos réditos financió la carrera de abogacía de su hijastro. Sus enemigos aprovecharon esa alcurnia para estigmatizarlo con base en los criterios establecidos en las colonias españolas por los Estatutos de limpieza de sangre. No obstante, nada de eso impidió que protagonizara momentos trascendentes de la historia americana. A la edad de 19 años fue uno de los líderes de la Revolución de Chuquisaca de 1809, de cuya proclama fue redactor. Fue miembro influyente del Segundo Triunvirato y la Asamblea del Año XIII. Acompañó a San Martín como auditor del Ejército de los Andes y redactó el acta de Independencia de Chile que proclamó Bernardo O’Higgins en 1818. Con San Martín entró también en Perú, donde ejerció como ministro de Guerra y Marina y luego ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Fácticamente se convirtió en la mano derecha del libertador: mientras que aquél se concentraba en los aspectos militares, éste quedaba a cargo del gobierno del Perú. Colaboró posteriormente con Simón Bolívar diseñando la noción de una gran nación panamericana. Como todo hombre de acción, tuvo también su faceta polémica. El propio Bolívar pinta esa ambivalencia en una carta a Santander donde rescata su “gran tono diplomático” al que enfatiza como “un tono europeo y unos modales dignos de la corte”, pero a la vez señala que es “aborrecido en el Perú… por sus reformas precipitadas y por su tono altanero cuando mandaba; circunstancia que lo hace muy temible a los ojos de los actuales corifeos del Perú, los que me han rogado por Dios que lo aleje de sus playas porque le tienen un terror pánico”. No era para menos. Así como no le tembló el pulso para promover la abolición de los tributos a los indígenas, la eliminación de la Inquisición o la supresión de los títulos de nobleza, tampoco para hacerse cargo de las ejecuciones sumarias de militares realistas, ordenar el destierro de casi diez mil civiles sospechados de atentar contra el proceso revolucionario, o postular enardecidas diatribas contra la Iglesia Católica. Sus adversarios lo tenían por un sujeto sanguinario, un monstruo capaz de tomar medidas criminales contra ciertos habitantes sólo por su filiación española. En la novela, Rosenzvaig lo sintetiza con un apodo: el “Robespierre” de la revolución.
Bernardo de Monteagudo fue apuñalado en Lima a los 35 años. El crimen se produjo la noche del 28 de enero en la Plazoleta de la Micheo, mientras el revolucionario se dirigía hacia una de sus faenas amorosas. El cuerpo permaneció en el lugar del hecho casi una hora, sin que nadie se atreviera a acercarse, hasta que los curas del convento se aprontaron a recogerlo y colocarlo en una de sus celdas. El cadáver fue encontrado boca abajo, con las manos aferradas a un enorme puñal clavado en el pecho.
La animosidad de sus verdugos quedó en la historia por su brutal xenofobia. Para el crimen contrataron a un sicario negro. Acaso quisieron crear la pantomima de una reyerta entre africanos, entre vástagos de una misma barbarie. Y regodearse en un íntimo anhelo: que se maten entre ellos.

acerca del autor
Marcos

Marcos Rosenzvaig, nació en Buenos Aires en 1954. Dramaturgo, ensayista y escritor. Curso estudios de Filología Hispánica en la Universidad de Málaga (España) que se coronaron con una tesis doctoral “Ser e identidad en el teatro de Copi”, sustentada en la misma universidad. Fue profesor de Letras en la Universidad Nacional de Tucumán (Argentina), 1982. Ensayos publicados: “Técnicas actorales contemporáneas”, Editorial Capital Intelectual, 2011; “El teatro de la enfermedad”, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2009; “Il teatro inopportuno di Copi”, Editorial Titivillus, 2008; “Copi: Sexo y teatralidad”, Biblos, 2003; “Copi: Laberinto de espejos”, Editorial Universidad de Andalucía, 2003, Málaga; “La historia del teatro idish en la Argentina”, Cuadernos de Investigación teatral del San Martín, 1991, Nº 1. En la Editorial Leviatán de Buenos Aires: “Tadeusz Kantor o los espejos de la muerte”, 2008; “El teatro de Tadeusz Kantor”, 1995; “Prólogo y entrevista a Fernando Arrabal”, 2000. Obras teatrales: “El veneno de la vida”, Biblos, 2011; “Tragedias familiares”, Leviatán, 2010; “El pecado del éxito y otras obras”, Leviatán, 2006; “Niyinsky y otras obras”, Leviatán, 2003; “Regreso a casa - Qué difícil es decir te quiero”, Leviatán, 2000; “Tres piezas de teatro”, Leviatán, l998 y “Teatro”, Leviatán, 1992.