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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 6 2015
Ilusiones en Tijuana por Gustavo Leyton Herrera

Pedro Hernández quería cruzar el muro. Sabía que no era una misión imposible, pero comprendía que si pasaba al otro lado, podría ser acribillado. Roberto, su hermano mayor, llevaba meses en un empleo de transportista. Trabajó en una maquiladora de Tijuana, pero ganaba muy poco, así que decidió emigrar a Sacramento. Una parte importante de su salario se destinaba a remesas prodigadas cada mes a su madre, una mucama de una hostelería barata.
Cuando salía temprano de la planta cementera, Pedro echaba un vistazo a la valla de seis metros de altura, en el interior de su caluroso y blancuzco Toyota Corolla. Ese obstáculo de metal corrugado era colindante al barrio obrero en donde residía. Había un control férreo desde el otro lado que interfería con sus planes de reunirse con Roberto, quien traspasó la frontera como indocumentado y casi murió en su propósito.
Las cruces blancas, adosadas en el muro por montones, llamaron la atención de Pedro. Sabía que era un homenaje para aquellas personas que perecieron en su intento por franquear esa barrera innegable.
En una tarde soporífera de comienzos de Julio, miró, echado en la cama de su habitación exigua, la sección de anuncios clasificados de un periódico local. Una empresa agrícola solicitaba operarios para la exportación de manzanas desde mediados de aquel mes, en Sacramento. La atractiva remuneración lo persuadió plenamente.
Después de meditarlo con prolijidad, le comunicó a su madre que emigraría. Ella tenía reparos, pero dejó que su hijo siguiera su camino, aunque con una advertencia:
—Pedrito: no basta con sólo llegar hacia ese país. Serás vapuleado sólo por nacer en esta tierra; pero si tienes fe en ti, no te voy a detener.
Al cabo de una semana, llamó por celular a un ex compañero de preparatoria: Ramón, quien estuvo a un segundo de ser capturado en el paso fronterizo. Hace unas semanas, cuando intentó trasladar en una furgoneta desvencijada a una docena de tijuanenses al límite divisorio, fue perseguido por un grupo de agentes en motocicleta, pero no fue alcanzado. Por las correrías osadas, recibía una buena cantidad de dinero.
Ramón le advirtió a Pedro que el precio de traslado había subido. Comentó que la patrulla fronteriza estaba muy atenta a los desplazamientos furtivos. Decenas de jóvenes eran devueltos a sus familias o apresados todas las semanas. Añadió que los Minutemen era un grupo fanático que monitoreaba la frontera e invertía cuantiosas sumas de dinero en la construcción de cercas más altas y seguras; además, apoyaron con beneplácito la adopción de novedosas tecnologías de vigilancia: drones, cámaras corporales y radares, utilizadas para capturar a los inmigrantes como si fuesen roedores.
A un día de su travesía, Hernández había preparado su mochila con los pertrechos necesarios: camisas, jeans, bloqueador solar, currículo actualizado, un diccionario bilingüe de bolsillo y la dirección de Roberto, anotada en una hoja de cuaderno. Costearía el viaje con la venta de su vehículo.
Esa noche, fue al centro de Tijuana en su destartalado Toyota junto con Penélope, su novia. Arribaron con puntualidad a la gala de graduación escolar, consumada en el restaurante Fridays.
En el bullicioso Fridays, bailaba una cincuentena de jóvenes gozosos. Un gran porcentaje de ellos eran conocidos de Pedro. Muchos rebasaron la línea demarcatoria en el pasado y con seguridad, lo volverían a hacer de nuevo.
Las chicas parecían unas princesas de cuentos de hadas, con vestidos largos y elegantes, alquilados para la ocasión. En tanto, los hombres lucían incómodos en sus trajes rígidos. Muchos parecieron satisfechos de terminar la etapa escolar y bebieron tequila con animación. Las parejas sonrientes se robaron todos los flashes. Pedro supuso que las fotografías eran la mejor manera de inmortalizar aquellos instantes que se añorarían, pero a sus veinte años, sólo le interesaba el futuro.
Al término de la gala, Pedro y Penélope subieron al Toyota y se dirigieron al borde costero de Primo Tapia, una playa distinguida por sus grandes colinas de arena gris y su proximidad con una cerca erigida con rieles de tren, la cual fenecía en el mar. Se besaron en el asiento postrero del automóvil y se fundieron en un abrazo candoroso, bajo el cielo crepuscular.
Horas después, Pedro se aproximó al domicilio de Penélope, emplazado a un costado del Bulevar Agua Caliente, una vía interna de la ciudad. Le prometió que volvería a Tijuana y se despidió de ella con un beso impetuoso. Atravesó la ciudad por avenidas silenciosas y negocios empobrecidos.
Hernández llegó a su barrio en la languidez matutina. Aparcó su automóvil en el ruinoso garaje de su hogar. En el antejardín, esperó la furgoneta de Ramón fumando un Marlboro. Revisó su mochila. No creía olvidar nada. Supuso que el plan de residir en Sacramento sin la Green Card no debería causarle tanto lío, al menos por un tiempo.
La furgoneta se estacionó a pocos metros de la vivienda de Hernández, en el arcén de la calle polvorienta. Ramón hizo cambio de luces para avisar de su presencia.
Cuando Pedro subió al vehículo desde el portón trasero, se percató que algunos muchachos de la fiesta dormían ahí, apretujados y tapados con frazadas en la zona de carga. Miró con desconsuelo su barrio humilde y cerró los ojos. Soñó con su arribo a Sacramento, el abrazo fraternal con su hermano Roberto y con la travesía incierta.

acerca del autor
Gustavo

Gustavo Leyton Herrera, Chillán (Chile), 1986. Escritor, con estudios de Sociología, Licenciatura en Historia y Periodismo en la Universidad de Concepción. En el año 2005, asistió al congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS), realizado en la Universidad Federal de Río Grande del Sur, Porto Alegre. En la actualidad, reside en Pichilemu. Algunos de sus reconocimientos son: Finalista, IV Concurso de Microrrelatos "Fundación Pública Camilo José Cela" (Iria Flavia, Galicia, España. 2015; Primer lugar, Concurso Andalucía en el siglo XXII, Centro Cultural Andaluz., Viña del Mar, 2015.