Este texto extrae su verosimilitud de algunos contenidos que forman parte de nuestro imaginario. Mal que bien parece formar parte de nuestra cultura la existencia de mendigos que no son pobres sino que, por el contrario, son inmensamente ricos pero deciden no hacer uso de esa riqueza pues están interesados en el acopio. Son, en definitiva, coleccionistas de dinero como otros coleccionan estampillas postales. Se trata de una obsesión por acumular. La existencia de algún caso puntual al respecto, suele generalizarse, hacerse parte del colectivo. Las razones de tomar la parte por el todo en este caso pueden ser variadas: autodefensa para evitarnos el dolor ante un mendigo; auto excusa para no darle nuestro dinero a alguien que no sólo es rico sino que además se vuelve un sujeto inmoral en tanto usa el engaño como forma de vinculación con el otro; etc., etc., etc. No me parece importante ahondar en este punto. Sólo señalar cómo el cuento saca su verosimilitud de una larga historia del mendigo visto como un bribón. Una historia donde el clásico "El lazarillo de Tormes" se convierte en una referencia ineludible para entender ese imaginario.
Pero es precisamente eso lo que hace que la historia cobre complejidad. ¿Cómo definir lo que somos? ¿Se puede decir que hay algo que en verdad somos? Y si lo hubiera ¿eso es una definición estable, permanente, o involucra una pluralidad de notas características que ponemos en escena alternativamente? ¿Son los roles lo que nos definen?
El mendigo Asepio es poseedor de una ambigüedad que permite cuestionarnos sobre la manera en que visualizamos al otro, en que convertimos al otro en un sujeto, en que nos auto representamos como una cosa determinada. ¿Debe decirse que el personaje es un mendigo o que era un pobre? Es que pareciera que la mendicidad refiere a una pauta de comportamiento en tanto la pobreza refiere a una situación en la cual el sujeto ocupa ciertos lugares en la medición de ciertas variables. De esta manera la mendicidad puede estar asociada estadísticamente a la pobreza, pero no necesariamente. Sin embargo uno espera que si alguien tiene dinero no se comporte como un mendigo. ¿Por qué? Separadamente de este caso en particular, ¿cuáles son las razones que nos legitiman a reclamar -obligar- que los demás se comporten de determinada manera sólo porque habitualmente eso ocurre? ¿Cuándo encasillamos de esa manera a un sujeto, no estamos atentando contra su posibilidad de define como sujeto?
Pero planteado así pareciera que el sujeto se auto-determina en la más absoluta y completa soledad. Casi como aquel experimento mental de Descartes de suponer que uno flota en el vacío (idea que tomó casi literalmente del filósofo árabe Avicena). ¿Pero acaso no somos lo que representamos, es decir lo que ponemos en escena? ¿Eso no debiera implicar que la representación ocurre en un espacio donde existe la posibilidad de que se sitúe al menos un espectador diferente de nosotros? De alguna manera, reconocemos que somos lo que causa un cierto efecto en el mundo. Si en este momento alguien dijera que es un astronauta y prosigue una vida donde haber dicho eso no tiene ningún efecto, ni siquiera sobre pequeños gestos, ¿diríamos que ese alguien es un astronauta, tan siquiera para él? Tratamos al mendigo como millonario pero no porque se nos ha dicho que hace acopio de dinero sino porque en su vida hay actos que lo ligan con la riqueza material. Son esos actos los que llevan a que alguien sospeche que aparenta ser mendigo para ocultar otra cosa.
Muchas veces ocultar nos une tanto con eso que queremos ocultar como cuando nos esforzamos en mostrar a todos que somos tal o cual cosa. Mantener oculto implica un esfuerzo psicológico enorme. De allí que cuando al personaje se le dice una mentira sobre un robo, él se delata a sí mismo, se pone en evidencia. El esfuerzo por reprimir algo que forma parte de nuestro deseo se vuelve demasiado costoso psicológicamente y siempre hay un rastro, un síntoma de ese ocultamiento. Siempre hay algún rastro de eso que somos -en tanto no podemos dejar de vivirlo- y de lo que pretendemos ocultar, quitar de la mirada.
Por otra parte pareciera que lo que nos hace pasible de un juicio ético no es sólo lo que hacemos con nosotros sino lo que hacemos con los otros al representarnos a nosotros mismos. Tal vez por eso lo que pueda molestar no es si el personaje decide ser un mendigo teniendo la riqueza suficiente para dejar de hacerlo. En última instancia lo que parece operar allí es una discrepancia entre lo que haríamos nosotros en esa situación y lo que hizo él. Lo que parece molestar es la pobreza a la que Asepio continúa sometiendo a su mujer, sin ninguna necesidad.
Rubén López Rodrigué es escritor y editor. Nació en Santa Rosa de Cabal (Colombia), pero es antioqueño por familia y formación. Fue fundador y editor de la revista Rampa. Hizo estudios inconclusos de antropología y sociología. Tuvo una columna sobre Medellín en El Muro, la guía cultural de Buenos Aires. Fue integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, dirigido por Manuel Mejía Vallejo. Hizo parte del staff de la revista literaria española Oxigen y de la revista internacional de arte y cultura Francachela. Ha sido colaborador en distintos medios escritos de Colombia y el exterior. Miembro del jurado del I Concurso de Cuento Resonancias, de Francia, en 2012. Es autor de los libros “Contra el viento del olvido” (Hombre Nuevo, 2001, en coautoría con William Ospina y John Saldarriaga), “La estola púrpura” (Los Octámbulos, 2009), “Las heridas narcisistas de la humanidad” (ITM, 2013), “El carnero azul” (Tiempo de Leer, 2013), “Flor de lis en el País de la Mantequilla” (Tiempo de Leer, 2014).