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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
14 1 2013
El martirio de Pedro de Bohórquez (fragmento) por Daniel Lange
El retorno a Tucumanahao se hace lento y doloroso. A medida que atraviesa el desierto su ejército de guerreros se desintegra. Los ve partir hacia sus poblados en grupos cuando el camino los acerca a sus hogares. Al llegar a Tucumanahao ya son unos pocos guerreros sudorosos y polvorientos que temen por sus vidas y las de sus familias. ¿Quién es este Titaquín a quien le hemos jurado obediencia y servicio? Se instala la desconfianza y el temor de haberse equivocado. Los idólatras se preguntan si este caballero español a quien le gustaban los discursos encendidos tiene las agallas de un guerrero indígena. Teme la muerte, no puede ser uno de ellos. Pareciera que han sido burlados una vez más. ¿Quién entiende a los españoles? Encarcelan y asesinan al verdadero descendiente del linaje incaico y luego reconocen a otro descendiente del mismo linaje que no lo es. La farsa comienza a desentrañarse, pero los indígenas se preguntan ¿y ahora qué hacemos?
Pedro de retorno a su recamara de piso de tierra se recuesta en su lecho. La indígena le prepara un baño. Si viviera Khu ka las cosas serían diferentes, piensa. Mientras le sirve chicha al Titaquín se mezclan algunas de sus lágrimas en su bebida. No cree haber estado tan triste en su vida. A pesar de ser mujer, siente que es ella quien ha perdido la batalla. Pronto comenzará a leer las hojas de coca, siente un miedo profundo. Recuerda su visión en el trance provocado por el San Pedro y el ritual del águila de las dos cabezas. Delante de Pedro esconde sus lágrimas, no quiere que él la vea llorar. Sabe que no la entenderá, que se defenderá. No tiene sentido llorar delante de Pedro. Sin embargo, mientras ella lo baña se miran a los ojos un instante y descubre que a Pedro también se le caen las lágrimas. Pedro le pasa la mano por la cara en un gesto que se asemeja a una caricia mientras le acerca la suya. Se besan y los besos saben a sal. “¿Otra batalla perdida, Titaquín? murmura ella. “Tenemos que salir de aquí”  le dice él. “No volveré a luchar. No puedo ganarles a los españoles. Son más fuertes que nosotros. Lo siento, te amo. Perdóname.” La indígena bajó su cabeza y la enterró en el pecho de Pedro. No dijo una palabra más.
Esa noche durmieron abrazados. El único consuelo era el abrazo de ese otro cuerpo caliente en la fresca noche de la montaña. Había en el poblado un silencio de tumba. Ladraban algunos perros en la oscura noche sin luna. Pero, Pedro no dormía, pensaba en las cálidas noches de Andalucía cuando el aroma de los azahares entraba por la ventana. Hubiera deseado estar nuevamente en la casa de sus padres que si bien era humilde estaba rodeada de cítricos. Se había marchado tan joven de esa casa porque sabía que el mundo era grande y deseaba conocerlo. Nunca se hubiera imaginado que en él vivían seres y comunidades tan diferentes entre sí. Ya hacía muchos años que había embarcado en esa nave que lo trajera a América para después atravesar desiertos y llanos, cordones de montañas y ríos. Había conocido comunidades de idólatras que se vestían diferentes, que hablaban otros idiomas, eran todos tan distintos entre sí, pensó, y sin embargo, también había similitudes. Presentía que los acontecimientos se aceleraban y que pronto desaparecería la América que él había conocido.
Kalo está enfurecido. De sus ojos como dardos se disparan luces and forma de rayo. Es como si el viento calchaquí se hubiera condensado en su mirada que ahora posa sobre Pedro. Kalo, el más poderoso de los brujos, es el verdadero rey de los idólatras. Él es quien, más allá de toda consideración de orden político, comanda las fuerzas del alto desierto. “Ha perdido la batalla”, dice finalmente de una voz ronca. “¿Qué piensa hacer ahora?” “No volveré a luchar” responde Pedro. “No sé cómo ganarles la batalla”. “He decidido pedir un indulto”. “¿Piensa que lo perdonarán?” pregunta Kalo. “Quiero pensar que sí”. “Usted debería morir luchando”. “No quiero morir”. “Morir, nos moriremos todos” dice Kalo bajando la voz. “No quiero morir en el Calchaquí, quiero morir en mi tierra”. “Usted se siente español, pero ya no lo es. Su verdadero corazón está aquí. Debe seguir luchando. Cuando el Calchaquí sea una tierra libre y usted deje de ser el títere del gobernador, le entregaré la ofrenda escondida que habíamos preparado para aquel otro Inca. El tesoro será suyo. Habrá encontrado su Paitití, aquí en el Calchaquí.”
Pedro se retira de la presencia del brujo. Se siente desfallecer. Sabe que el brujo es más fuerte que él. “¿Qué debo hacer? ¿Dar la vida por estos idólatras? No la daré. No quiero morir aquí. Quiero un palacio indiano en Andalucía en donde se escuchen las melodías andújares entrar por la ventana. Quiero morir de viejo rodeado de los hijos de mis hijos. Quiero retornar a mi tierra con el oro de América, ser un caballero adinerado y respetado en mi pueblo. Esta no es mi guerra” concluye. Ahora, será cuestión de esperar la respuesta del gobernador y de la Real Audiencia. Pedro siente que ha tomado una decisión y se siente momentáneamente aliviado. Se esconde de las miradas de los que lo rodean. Descansa en su lecho sobre las pieles de los guanacos y de los leones. Esta aventura llega a su fin después de varios años de iniciada.
Sin embargo, no encuentra el sosiego que esta decisión debiera otorgarle. Escucha una voz en el viento que le susurra al oído: “Pedro, eres el Inca.” De repente, la voz se trastoca y se transforma en el sollozo de miles de seres, como si el viento transportara las almas de los antepasados que lloran en sus tumbas. Junto con el sonido de las voces, se alza la fiebre que le provoca un dolor insostenible en todo el cuerpo. Su mirada perdida recorre la habitación pero no reconoce los objetos que en ella se encuentran. A pesar del frescor de la incipiente noche, suda en su lecho mientras su mano intenta tocar aquella caja en donde aún guarda, ya manchado y amarillo, ese papel con la firma del Virrey Salvatierra que le otorga la encomienda del reino perdido en el corazón de América, escondido en lo más profundo de la selva.
Una vez dormido, sueña que encuentra el Gran Paitití al cual llega como el rey de reyes, el Titaquín. Al verlo llegar, los indígenas se inclinan ante él y lo conducen hacia un trono cubierto por pieles de jaguar. Una vez sentado, una procesión de indígenas con ofrendas para su rey, se acerca y de a uno coloca las ofrendas a sus pies. Hay muchas ofrendas para Pedro, pero las que más llaman su atención son las que brillan en la tenue luz del reino selvático. Hay cuencos y fuentes doradas, discos solares y calendarios de oro, cetros y escudos. Finalmente, después de haber llenado el espacio de ofrendas de todas las formas y colores, se acerca un brujo con una corona entre las manos y la coloca en su cabeza. Pedro se ve coronado rey de las Américas y lleva una corona de oro y plumas de pájaros de colores brillantes y fosforescentes.
Cuando los indígenas terminan de depositar las ofrendas en torno a su rey, Pedro ve ingresar al recinto a su indígena que viste a la usanza de los habitantes de la selva, ella está semidesnuda con el torso y la cara pintados y lleva una corona de plumas por encima de su larga cabellera. Detrás de ella, un cortejo de bellas indígenas vestidas de similar manera llevan ramilletes de hierbas alucinógenas en cestos y detrás de ellas, un séquito de brujos con los ojos colorados son seguidos por animales de la selva, entre ellos jaguares. Afuera del recinto, se escucha a la distancia un tamborileo y el sonido de las aves y de los monos de la selva. Pedro, se siente un rey de verdad y su gozo es tal que sonríe plácidamente de frente a los indígenas allí congregados. Pero, repentinamente detrás de los jaguares, los tapires y de los muchos monos de todos los colores y tamaños, surge un ser que se asemeja a una sombra y que no tiene rostro ya que este está cubierto por una máscara terrorífica. En su mano derecha lleva una daga y en su mano izquierda lleva un cráneo humano. Pedro se estremece ya que al ver a semejante personaje comprende que se trata de la muerte.
Su miedo es tal que se despertó de su sueño de un salto y le llevó varios minutos darse cuenta que se encontraba en su recamara del palacio de Tucumanahao en el Calchaquí. Estaba cubierto de sudor y sentía frío y calor al mismo tiempo. No se sabe si en aquel momento comprendió que nunca llegaría al paraíso americano escondido lejos de la mirada y de la codicia de los españoles. Había entrevisto en sueños al corazón de América, un lugar inabordable, surcado de extensos ríos serpentinos y de una selva inagotable en donde los indígenas andaban desnudos con sus cuerpos pintados y en donde fuesen hombres o mujeres, todos ellos eran de una belleza casi indescriptible. Pero, a pesar de su idioma que se asemejaba al canto de los pájaros, a pesar del oro que llevaban en forma de pecheras, aros y pulseras, del color exquisito de su piel que envolvía cuerpos musculosos, de sus largas cabelleras de un negro brillante y de los símbolos pintados que adornaban sus cuerpos desnudos, ese ser indescriptible sin rostro reconocible era sin ningún lugar a dudas, la muerte misma que venía a llevarse a Pedro a otro lugar desconocido.
La muerte ya se anunciaba en sus sueños a pesar de las bellas cartas escritas a las cortes en las cuales se explicaba y daba sus razones para ser perdonado. La muerte era un personaje femenino, si se quiere, que al acercarse extendía sus brazos hacia Pedro e intentaba abrazarlo. Poseía un sexo abierto y humedecido que buscaba acercarse al suyo como para acoplarse a él. Este y otros sueños empezaron a reiterarse a partir de su negativa a seguir luchando por la libertad del Calchaquí. En otro de sus sueños de aquella época, se unía carnalmente con ese ser detestable y después de sentir un gran gozo, mezcla de placer y miedo, sentía el dolor provocado por el abandono de su cuerpo físico. Comprendió cuan doloroso le sería dejar su cuerpo y transformarse en un ser virtual que carecía de él. Pero, también comprendió que después de la muerte sobrevendría una sensación de libertad sin límites y que en ese estado o condición más allá del cuerpo se transformaría en energía pura ya carente de sexo, de clase o de etnia, que al morir dejaría de ser Pedro de Bohórquez y se convertiría en el viento que sopla por los valles.
acerca del autor
Daniel

Daniel Lange, Buenos Aires, 1955. A los siete años emigra a los EE.UU. con su familia. Cursa sus estudios primarios, secundarios y universitarios en ese país, después viaja a Francia donde reside por más de diez años. En París, se dedica a la pintura, al teatro y a la moda. Se convierte al budismo tibetano, vive en un monasterio en el norte de la India y en Italia. De regreso a Buenos Aires, estudia diseño de jardines y posteriormente se radica en una pequeña finca cerca del pueblo de Cachi, Salta. En la actualidad trabaja como traductor free-lance y continúa pintando y escribiendo. Ha escrito la obra de teatro "Madame Yvonne", una serie de relatos de carácter autobiográfico titulado "Travesía", un texto de periodismo literario "Fugaces Reflejos Ditellianos" y la presente novela "El martirio de Pedro de Bohórquez" entre otros textos.