Jueves 02 | Mayo de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
20 10 2012
Evaristo, el huérfano por Ernestina Molinari

Era una tarde de comienzos de otoño, como esas que uno puede encontrar pintadas en una postal, en algún paseo de San Telmo; cuando nostálgico necesita reverberar el pasado. En la calle, el aire —mago legendario— lo acariciaba a uno hasta adormecerlo, mientras el sol, entibiando de forma muy peculiar las veredas del barrio, se filtraba juguetón, orondo, en medio de las frondosas copas, para pintar sobre las veredas privilegiados párrafos, indescifrables para el rutinario transeúnte. Los árboles, anfitriones, recién estaban comenzando a despojarse de las primeras hojas, y cuando las personas caminaban sobre la vereda, sorteándolas a veces como en juego de infancia, otras —quizás pretendiendo licuar insatisfacciones imposibles de delinear— emitían un característico sonido, lleno de notas que jamás podrían ser volcadas en un pentagrama. Era uno de esos tantos barrios que podían aún defender su fisonomía, muy a pesar del desalmado crecimiento edilicio. Y ella, Etelvina Petra Casalvene, asomada al ventanal de gran salón de su señorial propiedad, disfrutaba de esa obra con una inmensa alegría, como nadie podía llegar a describirla. Ya en el ocaso de su vida, sabia mejor que nadie qué tesoros eran imposibles de canjear. Súbitamente se recordó joven, amada, protegida como esa orquídea que se abre al mundo con tanta belleza. Allí lo vio a él, llegando en su voiture, como frívolamente llamaba al Ford que se había comprado… Los recuerdos se escaparon en bandadas, y de repente, mirando sus manos llenas de pecas, supo que de aquello ya nada tenía. Hoy su realidad era muy escueta, pero no por ello desagradable. Era el día de su cumpleaños número setena y tantos (a una dama nunca se le pregunta la edad, decía ella) y estaba dispuesta a pasarlo en compañía de sus amistades más cercanas. En la mañana había estado en la peluquería, donde además de retocarle el matizado, le arreglaron sus hermosas uñas, poniéndoles tan sólo un poco de brillo, como a ella le gustaba. Después pasó por la casa de Susana, su modista de años, para una vez más, recoger su nuevo vestido. En la fecha tenía por cábala estrenar un modelo, y no hubo modificaciones.
—Le queda espectacular, señora Etelvina. ¡Qué clase, qué elegancia! Con qué charme luce las prendas… ¡Ah!, una estrella de cine, no hay dudas… –decía la empavonada modista, a su mejor clienta.
—Gracias, Susana, gracias por los halagos, pero le cuento que, una vez más, su trabajo es un lujo, mi querida… –completó la clienta, diciendo a la modista lo que ella estaba esperando escuchar. Recordó las afectuosas palabras de su modista y sonrió, agradeciendo, como tantas veces lo hacía, por la suerte que durante su camino siempre la había acompañado, rodeándola de personas que sólo estaban para halagarla. Esa tarde reuniría como cada año a sus seres más cercanos. Aguardaba a sus amigas más queridas, a su abogado, a su escribano y también estaría, como era de esperar, el sol de sus ojos, la luz de su vida, su can Evaristo, quien, lógicamente, no faltaría a la reunión, como a ningún otro evento social de su dueña.

Era un caniche toy de tantos años como rulos prolijamente cuidados por su peluquera personal. Al igual que su elegante dueña, nadie podía definir su verdadera edad. Beneficiado por la madre naturaleza, atesoraba debajo de ese manto color noche, esa verdad que jamás conocería la luz. A diferencia de otros de su raza, había logrado escapara del antifaz color té subido, que por lo general levaban sus congéneres alrededor de los ojos. Malcriado y caprichoso como un chico, tenía capacidades casi humanas, como por ejemplo, seleccionar al personal doméstico. Cada postulante que llegaba a la casa necesitaría de su total aprobación para poder permanecer en el trabajo. Si la persona en cuestión no era de su agrado, tenía los días contados. Este, sin ir más lejos, había sido el caso del anterior jardinero, quien desconociendo por completo las razones que determinaron su despido, al poco tiempo se encontró de nuevo en la calle. No casualmente la señora Etelvina observaba cómo las herramientas del jardinero estaban siempre rociadas por el orín de su mascota, hecho que despertó en ella una mínima sospecha para hacer prevalecer su intranquilidad. El resultado fue la irremediable partida del pobre hombre. El niño de la casa, como lo llamaba la dueña, todo lo sabía, y no había nada que escapara a su increíble inteligencia. Evaristo permitía que cualquiera anduviera caminando por los salones, pero que no tuviera esta persona –excepto Rosita, el ama de llaves– la idea de ingresar en el dormitorio de la dama, porque entonces, sí conocerían lo que un perro guardián era capaz de hacer. Que nadie se atreviera, ¡qué tanto!

Una vez que los invitados estuvieron sentados en el living de la antigua casa de Flores, ella agradeció la deferencia que habían tenido en acompañarla. Así se desarrollaba la velada, con diálogos amenos y en el orden como lo había planeado la señora. Rosa, su empleada, siempre tan servicial, tan dispuesta a cualquier gusto de la dueña de casa, no había dejado nada librado al azar. Había encargado en la confitería de la calle Cuenca, esas delicias que tanto les gustaban a los concurrentes y entre sándwiches y masitas, petit fours y bombones, la reunión transcurría en un marco de total placidez.

De tanto en tanto el Dr. Mancuello, abogado de la señora desde hacía quince años, descubría cómo sus amigas Hermita y René miraban fastidiadas la vivacidad del perrito, pidiendo con su cancerbera mirada, un poco de recato. Situación que no era pasada por alto por el mismísimo escribano Dr. Figueroa, quien con una tenue sonrisa, trataba de suavizar asperezas. Evaristo subía y bajaba del sillón donde estaba sentada su ama, y si no fuera porque ya en otras oportunidades se había manejado con similar inquietud ante los mismos invitados, a nadie le hubiera llamado tanto la atención. Estaba inquieto, expectante. No sabía qué era lo próximo, pero intuía que ese era el silencio previo al temblor. Sentado al costado de su dueña, tenía la mirada cargada de angustia, mientras rasgaba con su manita derecha, sin cesar, el brazo de la dama.
—Pero Evaristo, ¿por qué no te comportas como para la oc… –fueron esas la últimas palabras de la gran dama.

En un abrir y cerrar de ojos de los allí presentes, la señora Etelvina estaba desvanecida sobre el respaldo del sillón, con una sonrisa en la comisura de sus labios, sin pulso y perdiendo temperatura corporal con una rapidez increíble…
—¡Está muerta! —se le escuchó decir al abogado, mientras trataba de medir sus pulsaciones.

Evaristo se bajó sin más del sillón, y sin hacer nada como ladrar o rezongar se ubicó debajo de la señora Etelvina.
—Rosa, Rosa, por favor, llame al Dr. Fernando. ¿Tiene el número de su celular? –gritaba Hermita, su entrañable amiga, mientras miraba a los presentes con una mirada tan atónita que hasta parecía que se le habían desinflado los bucles.
—Pero si esto parce una obra de teatro… muy macabro, válgame Dios –se le escuchó decir a la señora René, presidenta de la Acción Católica de la iglesia del barrio e infatigable compañera de travesías de la misma Etelvina.
—¡Por favor, señoras! –dijo con tono de severo ofuscamiento el Dr. Mancuello. Y las dejó mudas con un resoplo seco que fue lo último que supo decir.

No habían pasado ni quince minutos, cuando en medio del comedor irrumpió el médico personal de la señora, con una expresión por demás elocuente que dejó helados a los presentes. La auscultó, sabiendo de antemano que acto seguido tendría que dar las explicaciones que tanto lamentaba. Tomó aire y comenzó a explayarse con la gran revelación.
—Bueno…, estimados amigos aquí presentes, creo que no queda otra alternativa que decirlos dos cosas que para la Sra. Etelvina eran muy importantes…
—Pero rápido doctor, ¿qué pasó? La señora está fiambre ¿o no? –preguntó Rosa, la fiel criada, desde todo su hondo dolor y su manifiesta incultura.
—Rosa…, mi estimada Rosa, si me permite continuar…, les llamará la atención que no me sorprenda en demasía la fatal desgracia que acaba de acontecer. No ha sucedido otra cosa que no sea lo que la difunta tanto anhelaba… —dijo evidenciando su profundo pesar.
—Pero qué, doctor, me va a decir que esperaba morirse así, de buenas a primeras, durante un té, con los amigos alrededor, ¡por favor! –la señora René se levantó del sillón y fue directo hasta su cartera para encender un cigarrillo, ante los ojos incrédulos de los allí presentes.
—¡René, pensé que no fumabas…, me desconcertás! —dijo Hermita con un tono de pase de factura.
—Bueno, yo sólo lo hago en situaciones que escapan a mis posibilidades. Soy de carne, perdón –contestó mientras daba enormes bocanadas de humo caminando alrededor del ambiente.
—Señores… –continuó el doctor, tratando de volver al hilo de la conversación inicial, señores, nuestra querida señora Etelvina estaba enferma del corazón hacía ya más de un año. Ella quiso que fuera nuestro secreto. Yo, entendiendo su angustia, claro está, respeté su pedido…
—Con razón este año se negó con tanta vehemencia a viajar para la Fiesta de San Fermín… –seguía diciendo René.
—Entonces… ella me había dicho que no se lo quería decir a nadie. Pero la razón primordial era porque quería, hasta último momento vivir al lado de Evaristo, pensando y creyendo día a día que nada de la realidad le pertenecía –terminó de explicar el doctor.
—¿Y el perro…? ¿Con quién se tendrá que quedar? ¡Yo le tengo asco! –refunfuñó Hermita.
—A mí no me mirés… –se apuró a manifestar René, temerosa de esa espantosa suerte. —Señoras, creo que está todo solucionado, ¿no es así Dr. Figueroa? ¿O me equivoco? –le preguntó al escribano, quien no podía salir de su asombro, terminando de entender la razón por la cual la dama había pedido cambiar el testamento.

Inútil fue que el médico tratara de seguir con los pormenores del caso. Ellos estaban tan ofendidos que poco les interesó saber los gustos de la difunta.
—Sí doctor, está todo más que claro. Al menos eso es lo que yo creo. Aunque me parece que lo primero es lo primero, después ya tendremos tiempo… –dijo Hermita como disculpándose.

Y así quedaron, fríos como la escarcha de una mañana de invierno. Cada uno manejando lo alocado de lo allí acontecido, con sus incógnitas, con su dolor, con la frustración de sentir que ninguno había sido para ella, más importante que el mismo Evaristo. Un caniche toy que lo único que sabía hacer era ladrar como un desaforado, correr de un lado a otro con su pescadito en la hedionda boca y orinar cuanta cosa no le gustaba, fueran éstas formas humanas o no.

En la mirada de todos, estaba escrito como un calco: “¿Un perro pudo más que yo?”, pensaba Hermita que ya no tendría con quien sentarse a tomar el té en la confitería Las Violetas
“¿Un perro pudo más que yo?”, pensaba René, amiga de incalculables viajes durante más de veinte años, por aquí cerca o en Europa.
“¿Un perro pudo más que yo?”, se preguntaba Rosa, cuando a los días del entierro daba vueltas por la cocina, creyendo escuchar la misma pregunta de cada mañana: —Rosita, le pudo comprar a mi Evaristo su churrasquito de lomo, ¿no es cierto?

Respuesta que ninguno de ellos pudo llegar a descifrar, al momento de sus mezquindades. Sin más razón que a causa del desconocimiento que ellos tenían respecto del lugar que ocupaba este perro en su corazón. Evaristo, como era de esperar, quedó sumergido en un mar de penas tan profundo que hasta su fastidioso ladrido se ahogó. Casi no quería comer, llegando a despreciar hasta el dulce de leche, manjar que tanto lo dominaba. Acostado sobre la cama de la señora Etelvina, pasaba las horas del día hecho un bollito, como queriendo él también abandonar la casa. Mas una mañana, sin saber nadie cómo ni por qué, salió disparando hacia el jardín interior de la propiedad, con la alegría propia de días pasados… Ladraba y saltaba festejando complacido el vuelo de una hermosa mariposa color rubí…, la que respondiendo a semejante algarabía, posada sobre el respaldo del sillón de mimbre, se dejaba olfatear, pareciendo estar complacida. El perfume de las fresias y las magnolias, liberado por una mano mágica, rodeó al can y a la mariposa, echándolos a volar. Rosa, ajena al milagro que allí acontecía, festejó posibles apetencias de Evaristo. Sin pensar siquiera que, tal vez, la desmedida alegría del can no se debía a otra cosa que, como sucedía siempre que ella regresaba de sus viajes, era afecta a estar sentada en su jardín, rodeada de sus amores más genuinos.

acerca del autor
Ernestina

Ernestina Molinari, nació en 1953 en Buenos Aires. Actualmente vive en Ernestina, provincia de Buenos Aires. Alumna de Taller de Cine de José Martínez Suárez. Autora de los guiones de cine: “Ingratitud” y “Queriendo escapar” y de la obra de teatro: “Dale que va”. En 2007, presentó su primer libro de cuentos: “Siempre hay Tiempo”, con prólogo de Juan. E. Romero. En 2010, su segundo libro “Fuego Azul” de cuentos eróticos, con prólogo de José M.Suárez. Y su tercera entrega, la novela “El Paseador” está próxima a salir.