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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 1 2012
El regreso por Ariel González Calzada

Podía contemplar el pueblo bañado en sus tejas de barro al pie de la colina. Todo lucía como lo había dejado cinco años atrás, antes de irme para la guerra en Angola. Mientras descendía, y la fotografía se iba ampliando, un sentimiento olvidado desde la adolescencia se apoderó de mi pecho: Ahí estaban las calles de adoquines enumeradas en lo alto con chapillas incrustadas en las paredes; y por donde, refunfuñando, acompañaba a mi viejo a vender las ensartas de pescados que cogía de madrugada con su bote de pintura cuarteada y olor a petróleo. Los ventanales altos y estrechos con barrotes coloniales, y a los que más de uno les rompí los cristales con mi tirapiedras. Las paredes y muros descascarados con sus puertas de madera centenaria. Y hasta el olor a café recién colado, y el aletear de palomas que recién alzan el vuelo. “En Caracusei nací y en Caracusei quiero ser enterrado” pensé mientras acariciaba una pared a mi paso.

Caminaba con rapidez pues quería llegar a casa antes de que algún conocido me detuviera para preguntarme cómo me había ido en el frente de batalla. Al llegar tendría que tener cuidado de no sorprender mucho a la vieja, ya que su salud no andaba nada bien. En su última carta me contaba que, según el doctor, su corazón estaba funcionando un 18 %, y que su mayor deseo antes de morirse era verme una vez más.

Y ahora estaba aquí, a solo un par de cuadras de ella, a tiempo para calmar su espíritu afligido. Solo por pura suerte, pues mi regreso estaba planificado para dentro de seis meses; pero después de la emboscada que recibió nuestra caravana, donde un proyectil enemigo me rozó el pecho peligrosamente, decidieron mandar a los heridos de vuelta al país. Sin explicación alguna.

Es curioso que sea precisamente su corazón el que haya empezado a desistir de la vida, pues más grande no podía tenerlo: llevándome prácticamente a cuesta, cuando era un chiquillo, íbamos todas las mañanas al río para lavar el bulto de ropa que recogía la noche anterior por el vecindario, solo cobraba cinco centavos por pieza. Así pudo sacar adelante a la familia en la época de la hambruna. Hasta que el viejo, con la ayuda del tío Roberto, construyó el bote. Con el dinero que daban los pescados no fue necesario lavar más, entonces se dedicó a hacer torticas de leche por encargo. Antes de irme su negocio había prosperado tanto que últimamente no le alcanzaba el tiempo para las órdenes que recibía.

Ella no estuvo de acuerdo con que me fuera para el África a combatir, y se opuso rotundamente, pero con la ayuda del viejo: “le servirá para hacerse un hombre”, y el apoyo de mi esposa terminé haciendo lo que me vino en ganas.

“¡Mi esposa!” apresuré el paso al recordarla. “La guajirita más linda de todo el Escambray”. Cuando me despidió aquella mañana dijo entregándome la única fotografía que tenia de ella: “Llévala siempre contigo para que no me olvides. He escuchado que las mujeres del África son más calientes que una yegua en celo”. Y así lo había hecho. Cada vez que se la mostraba a alguno de mis compañeros exclamaban: “¡un hombre no puede pedir más!”. Sin embargo ella no lucia como algo del otro mundo: con su cuerpo menudo, su cabellera azabache y sus ojos grandes, pasaría inadvertida para cualquiera que no la conociera, porque sus virtudes las llevaba por dentro: no había ropa más reluciente y almidonada en todo el llano que la mía, ni un café mañanero que supiera mejor que el de ella. Incluso cuando salía de madrugada para el trabajo mucho de mis compañeros paraban en la casa con el pretexto de hacer el viaje juntos, pero en verdad lo que querían era probar su cafecito. Ella lo sabía y siempre hacia dos termos, uno para ese momento y otro para que nos lo lleváramos para la vaquería.

Pero estar en la guerra y tan lejos de la familia me había ayudado a reflexionar sobre muchos aspectos de la vida. Estaba decidido a no regresar a esa vaquería de mala muerte, el viejo me lo había advertido varias veces: “trabajar para el gobierno es morirse de hambre, al menos en este país. Mejor vente a pescar conmigo y veras como salimos adelante más rápido”. Yo no le hacia caso, pues en aquel momento la pasión que caracteriza a la juventud me empujaba hacia los limites. La idea de liberar a un pueblo y de sembrar la semilla del comunismo por todo el mundo me obsesionaba “Seremos como el Che”. Pero después de ver la verdad con mis propios ojos entendí el mensaje en las palabras del viejo. Aquello era guerra para los soldados, pero para los coroneles y generales unas vacaciones cazando toda clase de animales selváticos, coleccionando diamantes y esparciendo nuestra raza con las nativas, como muestra de “la ayuda internacionalista incondicional”. Incluso los mismos africanos que nos guiaban de día se pasaban para el bando opuesto de noche, pues estos pagaban por cada chapilla cubana que les llevasen.

El sonido de las campanas me hizo regresar a mi nueva realidad. Tocaban lenta y alargadamente anunciando el fallecimiento de alguien en el pueblo. A la mente me vino mi madre y redoblé el paso automáticamente. Mi casa quedaba a solo un bloque, justo detrás del parque.

Cuando al fin apareció frente a mi la tranquilidad se apodero de mi pecho, todo parecía estar en orden. Entonces me detuve al lado del establo para contemplarla mientras recuperaba el aliento. Bajo el estruendo de los cañones y las ráfagas de ametralladora había deseado tantas veces aquel momento que todo parecía un sueño. Mientras del otro lado del océano ocurría un infierno aquí la tranquilidad era casi “monasterica”.

De repente unas pisadas que se acercaban a todo galope me recordaron a Sabana. Me voltee y ahí venia ella, alegre de verme, mi yegua de la infancia no me había olvidado. Al llegar sacó su cabeza entre los tablones del cercado y comenzó a relinchar. Me acerqué para acariciar su hocico negro “Sabana, que bien estas” le dije y ella comenzó a pasarme su lengua.

Llevaba un par de minutos deleitándome con mi yegua cuando vi que alguien desde el portal me saludaba con una mano en alto. Era mi madre. Corrí hacia ella antes de que me reprochara por haber pasado tanto tiempo con Sabana. “Mamá, pero te vez más saludable que yo” le dije después de abrazarla, pues realmente se veía bien. “Y me siento mejor que nunca, mi corazón ha vuelto a funcionar a la perfección” me respondió mientras se sentaba en uno de los sillones de madera; y sin soltarme la mano me señaló el otro para que hiciera lo mismo. “Pero vieja, entremos para saludar a los demás” le dije poniendo un poco de tensión en el brazo. “Tendrás todo el tiempo del mundo para hacerlo, ahora siéntate a mi lado para que me cuentes”. Esta vez no puse resistencia y me dejé caer en el sillón.

En pocas palabras le conté mi aventura africana, sin embargo ella no parecía escucharme, pues se la pasó con la vista clavada en una margarita que tenia entre las manos y que deshojaba lentamente. “¿Y el viejo? pregunté después de un minuto de silencio en el cual ella no apartó su mirada de la flor. “Pescando” respondió sin inmutarse. “¿Y Laura?” le pregunté bajando la cabeza para encontrarme con su mirada. “No esta en casa” exclamó tirando la flor al suelo, y al momento las campanadas de la iglesia volvieron a sonar tristemente. Entonces noté que ella estaba vestida de negro, con la misma ropa que usó en el velorio del tío Roberto. Fui presa del pánico y de un salto me incorporé “¿Dónde está Laura, mamá? grité tomando rumbo hacia el interior de la casa pero ella volvió a detenerme: “en la morgue…tu esposa está en la morgue”.

Corrí a su encuentro como nunca lo había hecho en mi vida. Y yo que pensaba que mi Laura era una mujer afortunada por tener a su esposo de regreso sano y salvo, cuando en otros casos solo recibían una cajita con unos cuantos huesos de procedencia dudosa. Las personas evitaban mirarme agudizando mi angustia aun más; incluso el viejo Augusto, que custodiaba la morgue desde que tengo uso de razón, ni intentó detenerme.

Después de recorrer interminables habitaciones impregnadas de formol la encontré en una de las últimas, en donde depositan a los recién llegados para el embalsamiento. Vestía de luto y se inclinaba sobre una camilla. ¡Estaba viva, no había muerto! todo había sido un invento de mi imaginación perturbada por los estragos de la guerra. Entonces me le acerqué en silencio para sorprenderla, pero a unos cuantos pasos descubrí que lloraba sin remedio sobre un cadáver. “¿Cual de sus familiares habrá muerto?” Me asomé por su espalda y vi que se trataba de mí. Aun vestía el uniforme militar y la bandera cubana cubría la mitad de mi cuerpo. En el pecho sonreía la profunda huella de mi fatal decisión.

Mi madre llegó unos segundos después: “Definitivamente no te dio tiempo recibir la última carta de tu padre” una neblina azul salía de su boca mientras me hablaba. “Moriste una semanas después de mi".

acerca del autor
Ariel

Ariel González Calzada, nació en 1975 en La Habana, Cuba. Estudió Derecho en la Universidad de La Habana. En 2007, publicó su primera novela “Samuel Máximo y Niketon”, con la cual ganó varios premios literarios en EE.UU. En 2008 apareció su primer libro de cuentos “No Sapiens” que obtuvo también diversos premios literarios: primer lugar en la categoría: “Best Popular fiction”, y mención de honor en la categoría: “Best Young Adult Book”, en el 11th. Annual International Latino Book Award 2009. También ha ganado otros premios por sus cuentos: Primer Lugar en el Concurso Literario Internacional por el Bicentenario de la Independencia del Paraguay, 2011. Su nueva novela “Oro, Incienso y Mirra” saldrá a la venta próximamente.