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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
4 11 2011
Deshechos (cuento) por Silvia Hebe Bedini

Como un gato en la oscuridad, los ojos de Juan brillaban haciendo de sus pupilas dilatadas una obra de Art decó. Un esmerilado inconsciente en medio de la algarabía y la música estridente. Apenas lograba ver figuras; varios personajes anudándose alrededor suyo como hilos encerados.

Buscó a Luciana, preguntó por ella. Ninguno se había percatado de su repentina ausencia.

El primer lugar en donde la buscó fue el baño, el hueco en donde la cocaína reposaba a la espera. El mismo Juan la había comprado; de excelente calidad, como siempre, de otro modo su fiesta se desbarrancaría sin remedio a la media hora de iniciarse. Y con ello toda su red social. Su popularidad.

María y Luciana eran las modelos invitadas, los patos para los cazadores empedernidos que lanzaban primero a sus perros para que olfatearan y marcaran el momento preciso para capturar a la presa.

Juan jamás pensó en encontrar a Luciana sobre su cama, a medio desvestir o vestir, con las pupilas fijas y el cuerpo inerme. Tendida boca arriba, semidesnuda y babeando; el cabello desordenado sobre su cara. Sin respiración ni sudoración, silenciosa y patéticamente muerta en medio de la fiesta y del ruido. Su soutien en el piso yacía con mayor gracia.

Jamás pensó que su fiesta se transformaría en una pesadilla de decisiones a tomar, en un sentimiento de encrucijada extremo que más lo empujaba a esconderla que exponerla.

Y así fue. La anorexia de Luciana hacían de su metro y setenta y ocho centímetros un bulto liviano de transportar y de esconder en el sótano de la vieja pero elegante casona en medio de los acantilados de Malibú. No hizo más que esquivar los lugares en donde los invitados se reían saciados de alcohol; bajar siete escalones y tirar el cuerpo hacia el piso, cinco escalones más abajo. La música fuerte de tonos disonantes y sin tregua, disimuló el golpe que el cuerpo hizo al desplomarse.

Juan siguió su fiesta, ansioso por terminarla aunque sin expresarlo más que con su insistencia por vaciar botellas o desaparecerlas, al igual que lo hizo con la cocaína. Una vez sin lo esencial, comenzarían a irse todos detrás del primer rumor sobre alguna otra fiesta aún en movimiento. Los teléfonos celulares comenzaron a tomar protagonismo, señal inconfundible del movimiento de búsqueda y escape.

A las 4 de la mañana se fue el último invitado, y entonces Juan, tambaleando, bajó al sótano, encendió la luz y se quedó mirando el torso desnudo de Luciana, más pálida que nunca, La dejó ahí y fue a encender el motor de su auto; luego fue por ella, la cubrió con una sábana, la cargó en el asiento de atrás y se fue hacia el norte, hacia los acantilados de Leo Carrillo, alejándose de su playa privada.

En el camino por la ruta se preguntaba por qué había encendido el motor mientras iba por el cuerpo de Luciana, no pudo responderse. Tampoco pudo recordar si Luciana vivía sola o con alguna amiga, poco sabía de ella o poco se acordaba. No estaba despierto ni dormido, estaba en ese conocido estado de confusión alienante que al estar a solas lo acercaban al pánico.

Cuando llegó a la altura del Parque Nacional Leo Carrillo, paró el auto y bajó a la modelo cargándola sobre sus hombros como si fuese una muñeca de trapo gigante. Sin pensarlo dos veces, se acercó al puente que cruzaba la ruta y desde allí la tiró al desagüe que salía al mar. El canal estaba semiseco en ese momento, pero no le importó. Sólo quería deshacerse del cuerpo, y ese lugar sería tan bueno como cualquier otro.

Sin volverse a mirarla, volvió al auto y a su casa. No pudo dormir. Fumó marihuana; tomó vodka, y miró series viejas de Seinfield, que nunca le gustaron pero que en ese amanecer quiso ver. Todo le parecía irreal.

Cerca de las 4 de la tarde, se dio cuenta que finalmente se había quedado dormido un buen rato. Todo le seguía pareciendo un sueño, o quizás una alucinación más de las tantas que solía tener gracias a su cerebro reventado por las drogas.

A las 5 sonó el timbre. Dudó en responder, pero los golpes a la puerta se hicieron sentir como campanadas en estéreo. La policía, pensó, y sí, claro, no hice nada bien, simplemente me desligué del cuerpo.

Abrió la puerta en calzoncillos, aún medio dormido.

Y ahí estaba Luciana con cafés de Star Buck y brownies. Lo abrazó, se sacó la ropa y se metió con él en la cama.

Juan se dejó hacer, sin cuestionarse ya si todo había sido una alucinación. Claro que lo fue, se dijo, y una de las peores.

Mientras Luciana no sacaba su boca de los muslos de Juan, no dejaba de pensar en dónde estaría escondida María, quien seguramente habría pasado toda la noche y el día allí con él, o al menos sus zapatos sí lo habían hecho, y su soutien, aún tirado en el piso al lado de la cama.

Juan pensaba mientras gozaba: no me drogo más, no lo hago más, basta.

Luciana se convencía, cargada de cocaína desde las 2 de la tarde: no será tan difícil. Disimuladamente tanteó su cartera al lado de la cama; elevó su pecho y su rostro, lo miró entregado al placer con los ojos cerrados y decidió, entonces, que ese era el momento. Sacó el cuchillo y se lo clavó a Juan en el vientre. Por hijo de puta, le dijo, por acostarte con María, mi mejor amiga, en medio de la fiesta, y echarme de tu casa anoche como si yo fuese una cualquiera.

Y allí lo dejó, desangrándose, sintiéndose vengada por sí misma. Esa misma tarde dejaría Malibú; Nueva York siempre le había parecido más interesante y menos hipócrita.

Que María se consiga otra socia para pagar sus gastos; esa ciudad de farsantes sin cerebro no era su mundo.