Sábado 18 | Mayo de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 6 2011
La memoria perdida de Agustín (relato) por Fernando Aínsa
Donde se sospecha que olvidar puede ser más triste que recordar.

—¿Por quién llorabas, Baltasara?
Y ella dijo sollozando:
—El no tener por quién llorar, ¿le parece pequeña desgracia, señora?

Cosas, Alfonso R. Castelao

El  Director también había llorado, dijeron los dos linotipistas. Lo habían visto en el recodo de la escalera, cuando bajaban del taller. El Director le pasaba el brazo sobre los hombros a nuestro colega y, entre sollozos, le decía algo que no pudieron comprender. Pero verlo, sí, lo habían visto.
­ No puede ser, los Directores no lloran y menos en público —les respondimos nosotros y la seguridad de nuestro desmentido pareció borrar por un instante el testimonio de los obreros gráficos.
Si lloró o no, nadie lo pudo saber con certeza en aquel entonces, pero todos nosotros —los que estábamos en la sala de redacción— habíamos visto llegar al Director aquella mañana e ir directamente hacia Agustín para tomarlo del brazo y llevárselo a ese rincón de la escalera donde comunicaba las noticias importantes a sus hombres de confianza.
Su paso había sido diferente, como si la meta estuviera decidida de antemano y no quisiera entretenerse en el recorrido. No había saludado a nadie, parecía preocupado y al llegar al escritorio de Agustín le apoyó una mano sobre el hombro, se abrazaron con emoción y caminaron lentamente hasta el recodo de la escalera.
En el andar encorvado y con la cabeza gacha de Agustín creímos descubrir el intento de disimular el sordo sollozo que le iba brotando desde muy adentro. Apenas desaparecido de nuestra vista, lo escuchamos llorar con algo de la entrega sincera con que se acepta lo irremediable. Fue entonces cuando los dos linotipistas habían bajado del taller y creído ver que también el Director tenía los ojos húmedos.
Pero pasada esa discusión sobre el llanto de uno y los sollozos del otro, nos olvidamos muy pronto de que la mujer de Agustín se acababa de morir.

No fue difícil olvidarla, la verdad sea dicha.
No hubo que hacer esfuerzos para olvidar que Agustín era viudo, porque nunca llegamos a aceptarlo como el hombre casado que fue durante dos años. Un estado civil nos impedía aceptar el otro. Porque cuando enviudó volvió a ser el hombre de antes, pero no el anterior a su inesperada viudez, sino el anterior a su no menos sorpresivo matrimonio. La vida pareció haber retomado el cauce original que nunca debió haber abandonado. Agustín vivía una especie de renovada soltería y hasta parecía feliz.
Volvimos a verlo como siempre lo habíamos visto, exceptuado ese breve paréntesis de su matrimonio: llegando muchas mañanas sin haber dormido, con el rostro brilloso y los párpados cargados de sueño y alcohol. Volvimos a ver al mozo del bar Jiménez con los cafés negros dobles y las aspirinas o los vasos con aguas efervescentes, llegando a eso de las once para darle la lucidez que parecía faltarle.
Apenas cobró su primer sueldo volvió a invitarnos a beber por las tardes, cuando cerrábamos el periódico. Como antes de su matrimonio se iba quedando solo hasta que Jiménez le pedía amablemente que se fuera. Le sonreímos nuevamente con una olvidada benevolencia, porque acodado en el mostrador de estaño nos contaba los mismos viejos chistes de antes.
Después de la muerte de su mujer, Agustín se había reintegrado con naturalidad a lo más conocido de sí mismo, reincorporado al mundo del cual nadie acertó a explicarse cómo había salido para casarse.
Debe recordarse —además— que en realidad de su mujer poco habíamos sabido. Se había casado con ella en la capital y un par de meses después —según contaron algunos— se la presentó al Director una tarde en que se corrían pencas cuadreras sobre la playa. Al parecer era menuda y tímida, con una cara tan bondadosa que alguien había comentado:
—Parece una mujer para otro.
Después de ese día, nadie volvió a verla en las carreras pero tampoco en ningún otro tipo de festejos. Al parecer iba al almacén del turco Tobías a primera hora de la tarde, cuando el resto de las mujeres de El Paso solía dormir la siesta. Un par de veces dijeron que había preguntado por Agustín en el periódico, justamente en los días en que otras voces femeninas, más torpes y balbuceantes, habían llamado poco antes para decirnos:
—Agustín no se siente muy bien hoy y no irá a trabajar.
Tan poco conocimos a la mujer de Agustín y tan poco incidió en el ritmo de vida del periódico que no fue difícil olvidarla a partir del día en que lo vimos llorar por primera vez y que supimos se había muerto.
—Parecía tan joven, quién lo hubiera dicho —reflexionó Danubio, y otros recordaron que Agustín, algunas tardes de esos últimos meses, una vez que había entregado el material de su sección a Luis o a César, les decía:
—Tengo que ir a la ciudad —y se iba hasta la carretera a tomar el autobús.
—Creíamos que tenía una amiguita nueva —se dijo aquella mañana, después de haberlo visto encorvarse por el sollozo profundo que le brotaba del pecho.
—No parecía preocupado —completó el redactor de la sección Agropecuaria—. Nunca nos dijo que su mujer estuviera gravemente enferma.
Porque dos días antes, la sorpresa había sido general cuando supimos que Isabel Gómez de Larreta había fallecido en un Hospital de la capital como resultado de un cáncer que la había devorado en dos meses, lejos de toda sospecha y lejos de El Paso.
Eso había sido todo.

II
Aquel invierno fue muy duro.
El periódico tuvo otras e inesperadas dificultades. No se trataba de los problemas financieros a los que ya estábamos acostumbrados desde que el Director, cada vez que no podía pagar el sueldo, nos proponía como compensación nuevos «Títulos de propiedad cooperativa de la empresa colectiva», como gustaba llamar a la imprenta que había fundado con tanto entusiasmo.
Ese invierno, además de nuevas series de «Títulos» con las que podríamos empapelar nuestras casas, tuvimos que hacer frente al deterioro de la vieja maquinaria. En plena edición del periódico, las grandes hojas de papel se atascaban y la tinta ennegrecía páginas enteras o dejaba vetas blanquecinas sobre otras. En algunas ocasiones, y sin que supiéramos realmente por qué, las ventosas que debían aspirar las páginas fallaban con estrépito.
En esos momentos, que se fueron haciendo cada vez más frecuentes, la redacción subía al taller y rodeaba a la pequeña rotativa y al viejo mecánico que no solo era capaz de leer las instrucciones para repararla, sino el único que podía maldecir en la lengua de la máquina. Sin molestarlo, para permitir que las blasfemias llegaran a su destino, formábamos un círculo alrededor de las piruetas que, llave inglesa en mano, efectuaba trepado sobre los ejes y ruedas, como si no pudiera atinar a saber cuál era la tuerca floja o mal regulada.
Cuando los engranajes giraban nuevamente y los ejemplares iban saliendo impresos, se formaba lo que llamábamos «la cadena de la solidaridad». Nos poníamos en fila e íbamos pasándonos de mano en mano los periódicos hasta el  camión destartalado que esperaba en la puerta con su motor ya en marcha para ir a repartirlos por los pueblos de la costa.
Los ayudábamos a cargar con entusiasmo, dándonos voces y órdenes, creyendo que así se aceleraba la edición. Luego lo mirábamos irse entre tumbos y humaredas. Otras veces, nos quedábamos al pie de la imprenta, viendo como los minutos decisivos habían pasado y nos decíamos tristemente:
—El periódico El Correo del Este no será hoy vendido en El Paso ni en los pueblos vecinos. La semana que viene ya veremos.
Así pasamos una parte de aquel invierno: pendientes de esa vieja y maldita máquina.
A finales de esos meses ventosos y fríos, con la lluvia golpeando todavía las ventanas que daban a la calle desierta y a los terrenos baldíos de la urbanización abandonada, pero con los días que se iban haciendo más largos, se decidió que la única solución para sacar el periódico a la hora en que pasaba el camión del reparto era establecer un régimen de turnos. Algunos deberían llegar mucho más temprano y adelantar las páginas que se pudieran ir haciendo para imprimirlas, más lentamente y por etapas, como para no cansar los agotados ejes y engranajes de la rotativa.
Subido en lo alto de las resmas de papel amontonadas en un rincón del taller, el Director, hablando «no como jefe, sino como un compañero más del equipo», nos pidió en un emocionado discurso lo que ya le habíamos concedido antes de saberlo: el nuevo sacrificio que se impondría a una parte del personal.
—Este periódico se hará, si es necesario, a tracción a sangre —concluyó con entusiasmo.
Pudimos imaginarnos por un instante como los felices galeotes que remarían diariamente para llevar a buen puerto las dieciséis páginas con las cuales debíamos «cambiar de raíz la mentalidad de los habitantes de esta banda de tierra de la que El Paso forma parte» —según nos había explicado en otras oportunidades y nos reiteraba ahora.
Aquel instante fue suficiente para galvanizar un grupo de conciencias tan diversas como las del grupo que sacábamos El Correo del Este. Incluso ahora —aunque han pasado muchos años desde entonces y nadie sabe dónde están muchos de nosotros— podríamos imaginar que si por un milagro volviéramos a estar reunidos, volveríamos a estar (tal vez envejecidos, cambiados y cansados) unidos alrededor de ese esfuerzo colectivo.
Ese tipo de desafíos no se olvidan fácilmente.

Eso era, por lo menos, lo que nos creíamos entonces.
Cuando el Director preguntó quiénes eran los voluntarios para el turno de la madrugada, resultó una sorpresa ver que la primera mano en levantarse fue la de Agustín. El que siempre llegaba tarde con excusas o sin ellas, pero con la bonhomía de su gran vientre echado hacia adelante y los párpados cargados de sueño y mala bebida, se ofrecía como voluntario para adelantar su página. «Así me iré antes», resumió con una sonrisa.
Después de Agustín se anotaron otros y así se formó el equipo de los adelantados que empezaría a trabajar a las seis de la mañana. El resto de la redacción y del taller irían llegando en un horario que se fue escalonando hasta el mediodía. Al final de la asamblea, el compromiso estaba sellado: «Hasta mañana, a las seis».

III
La redonda silueta de Agustín se convertiría en las mañanas sucesivas de aquella reunión en parte del paisaje de las madrugadas de El Paso. Con un cigarrillo invariablemente colgando de sus labios, con un impermeable raído siempre, cruzaba el pueblo lentamente, se movía como alguien que está todavía somnoliento, pero llegaba a la redacción a las seis en punto. Tomaba con nosotros un café que nos hacíamos en una cocinilla de queroseno que habíamos instalado en un rincón del despacho de César y se sentaba de inmediato frente a la máquina de escribir. Recortaba, pegaba y escribía sin dejar de fumar, pero con un aire jovial y ya despierto. Era el primero en entregar su página, tomaba entonces otro café —esta vez expreso, tal como se lo traía el camarero del bar Jiménez —y se iba al final de su turno con un saludo lacónico, pero amable, para aquellos que recién llegaban.
Una de las mañanas de esos días asoleados que ya anunciaban la primavera en los ladridos de perros y cantos tardíos de gallos, vimos llegar a Agustín con un  paquete mal envuelto y atado con una cuerda que colocó con cuidado a sus pies. Ese día trabajó más rápidamente que de costumbre y se fue veinte minutos antes.
Unos días después apareció con otro paquete parecido y se repitió exactamente lo mismo. Trabajó sin levantar la cabeza de su máquina, bebió su café a grandes sorbos, tomó el paquete y se fue. A partir de entonces fue casi inevitable verlo con bolsas de plástico, con atados envueltos en papel de periódico y hasta con una pequeña maleta de cartón con un cierre saltado y sostenida con una gruesa cuerda.
Gracias al sistema de turnos el periódico no dejó de salir en hora. Aunque lentamente, la vieja imprenta iba sacando una a una las hojas y rara vez escuchamos las maldiciones y juramentos en la lengua del viejo mecánico que dormitaba a su lado, con la aceitera apoyada en una biela.
Llegamos, incluso, a apreciar la libertad que habíamos ganado al salir a la calle al mediodía y teniendo por delante un día sin compromisos.

No podríamos recordar exactamente cuándo, pero fue uno de esos días en que Agustín había llegado en la madrugada con un gran paquete debajo del brazo que alguien dijo haberlo visto luego, caminando hacia La Casa de las Rocas acompañado de una mujer gorda.
Unos días después lo volvieron a ver con la misma mujer gorda y de pelo desgreñado. Entonces, era ella quien llevaba el paquete que parecía desatado.
A partir de ese momento —tal vez sin quererlo— nos pareció que estábamos vigilando a Agustín.
Así, entre unos y otros, descubrimos que siempre que traía un bulto bajo el brazo, al salir del periódico, se iba aLa Casa de las Rocas, donde la misma mujer lo esperaba sentada en la puerta, sentada al sol, con las gruesas piernas abiertas. Supimos —porque unos parroquianos de La Casa dijeron haberlo visto y otros lo confirmaron— que la mujer le daba dinero y que Agustín se lo guardaba sin contarlo en el bolsillo del impermeable. Llegamos a la sencilla conclusión de que ese debía de ser el precio del paquete.
Por eso, un día decidimos preguntarle:
—Agustín, ¿qué llevas ahí? —y él, mientras encendía un cigarrillo con una mano temblorosa, como si quisiera ganar tiempo, nos contestó con un aire que quiso ser indiferente:
—Cosas, recuerdos.
Luego, lógicamente, quisimos saber más.
Se le vio, entonces, bebiendo en el atardecer en el bar Jiménez y pagar con esos billetes arrugados que llevaba en el bolsillo.
Se le vio, también, ir subiendo por las calles mal iluminadas y vagar entre las barcas de los pescadores en el pequeño puerto, rondar por el edificio cerrado y silencioso del periódico y terminar caminando hacia los faroles rojos de La Casa de las Rocas.
Se le vio, otras veces, bailando con una mujer menuda en el patio de La Casa, al ritmo de una música lenta y melosa.
Se le vio errante y borracho, con el rostro lustroso, volviendo trastabillando a su casa de la laguna, pero también —afeitado y bañado— entrando puntualmente al periódico durante las diáfanas mañanas del último verano en que salió publicado El Correo del Este.

IV
Se tardó en asociar al señor vestido de negro con Agustín. Estaba siempre sentado en la sala de entrada del periódico, entre la puerta de la administración y la de la redacción. Circunspecto, de camisa blanca y traje negro, sostenía con las dos manos una gran cartera cruzada sobre sus piernas. Así lo veríamos sentado al salir y entrar y a nadie pareció llamarle la atención esa nueva figura imperturbable, tantas iban y venían, queriendo ver al Director.
En esos meses, El Correo del Estehabía lanzado varias campañas reclamando, entre otras cosas, tierras en las vecindades para quienes quisieran trabajarlas. Pero además, había abierto una sección de «Denuncias y atropellos» y las gentes hacían cola para contar sus propios males a jóvenes redactores. Otros, simplemente, querían poner un anuncio para vender una vieja bicicleta. Con tanta agitación como se vivía en ese momento, ya había quien murmuraba que el Director del periódico sería candidato a Diputado en las próximas elecciones.
Sin embargo, lo primero que nos llamó la atención del señor de negro fue su constancia. Luego, su discreción. Porque si venía a ver a Agustín, como finalmente se supo, nunca se lo dijo a nadie, porque el señor de negro nunca preguntó nada. Si lo hubiera hecho, hubiera sabido que algunas mañanas, cuando llegaba con el autobús de la capital y entraba puntualmente para sentarse en la segunda silla marrón de la antesala, Agustín ya había entregado el material de su página y se había ido o que, mientras él esperaba paciente en la entrada principal, Agustín salía por la del taller y se iba calle abajo con las solapas de su impermeable levantadas, aunque hiciera calor y el sol brillara en el cielo.
Pero un mediodía alguien vio al señor de negro discutir con Agustín. Tenía la cartera abierta y le señalaba con insistencia algunos números de un papel que agitaba el viento. Agustín se fue hacia La Casa de las Rocasy el señor de negro lo siguió con la misma insistencia con la que lo esperaba sentado.
Esa noche, dijeron algunos, Agustín cantó con voz velada por la emoción y el alcohol un tango y un bolero en el patio de La Casay bailó más apretado que nunca con la mujer de cuerpo menudo. Luego se fue con ella, abrazado y besándose por las calles desiertas.
Sin embargo, a la mañana siguiente Agustín llegó como siempre puntualmente a la hora. Traía bajo el brazo el que sería el último paquete que le veríamos.
A la salida del trabajo se fue con el señor de negro que lo esperaba desde las ocho. Los vieron luego sentados y bebiendo en el patio de La Casa con la mujer de gruesas piernas abiertas. Los tres alrededor de una mesa, la cuarta silla ocupada por el paquete.
Hablaban con naturalidad, pero algo forzado se había instalado entre la mujer y Agustín. Probablemente el hombre de negro, pensamos. Sin embargo, uno de nosotros dijo que no había sido el hombre de negro quien enrarecía la atmósfera de aquella mesa, sino el paquete.
El paquete, no por ser uno más —tantos habíamos visto— sino por ser el último y, sobre todo, por estar abierto.
La intimidad —para nosotros el secreto— de esos bultos estaba por fin desvelada: las mangas de un vestido de mujer cayendo lacias hasta el suelo, los redondos topos azules de su estampado sobre fondo blanco, permitiendo imaginar una silueta veraniega recortada contra la brisa del mar.
Ese día —nos contaron— pareció haber un definitivo y doloroso intercambio de palabras y de dinero que fue pasando de una a otra mano hasta llegar a las del señor de negro.
Palabras que, a quienes vieron a Agustín sentado con una cierta dureza desconocida en su flácida gordura y con la mirada perdida más allá de sus acompañantes y del paquete abierto, se les antojaron como decisivas.
Palabras dueñas de ese carácter tajante con que en aquellos lejanos años definíamos todo, con esa seguridad que hemos perdido ahora. Aquella envidiable condición de entonces le permitió a Agustín levantarse y decir un «Adiós» definitivo con un gesto que no admitía dudas.
Hubo que seguirlo, entonces.

No pudimos abandonar ese día a Agustín en su lento deambular por las calles de El Paso, tras las copas degustadas en silencio en un rincón del mostrador del bar Jiménez y preparando su entrada a las once de la noche en La Casa de las Rocas.
Un guitarrista del Norte cantaba en ese momento una milonga y las muchachas, entre ellas la menuda, estaban sentadas en la barra del bar. Reían sinceramente y parecían fumar más por la necesidad del papel que creían representar que por el deseo real de encender un cigarrillo. Agustín entró y se sentó en una mesa al borde del patio, pidió una gran botella y la abrió con parsimonia.
Algo que veníamos postergando esos últimos meses se hizo imperativo en ese momento. Teníamos que acercarnos, teníamos que saludarlo con un «Hola, ¿qué tal?», desprovisto de toda importancia y sentarnos a su lado con naturalidad, como si nosotros fuéramos también parroquianos habituales de La Casa de las Rocas. Entonces, solo tendríamos que esperar que hablara.
Agustín habló con fondo de música de boleros, empalagosos y tenaces, siguiendo tangos y milongas que se iba devorando la noche. Apenas vimos su perfil, pero lo escuchamos balbucear:
—¿Saben una cosa? Es muy difícil, aunque uno se invente excusas, recordar como se debe.
Luego, dueño de una confianza que nuestro silencio parecía propiciar, fue desgranando su secreto, el que había acompañado sus idas y venidas con paquetes sucesivos, bolsas y maletines de cartón.
 Hubo que recordarlo entonces en la condición que todos ya habíamos olvidado: Agustín era viudo.
Era viudo y quería seguir siéndolo, aunque todos hubiéramos decretado que ya no lo era.
«No quería ni debía olvidarla. Tenía que hacer algo para que Isabel siguiera estando presente en mi memoria. Es tan fácil que todo se borre y tan difícil recordar como se debe y como los seres queridos merecen». 
Nos explicó entonces, sirviéndonos de la botella que parecía haber pedido solo para esperar que llegáramos y le dijéramos: «Hola», como le habíamos dicho:
«Había que evitar que desapareciera totalmente de mi recuerdo. Todo conducía a que esos dos años de mi felicidad se disolvieran para siempre, los fogonazos de la memoria estallando cada vez más espaciadamente, perdiéndose aplastados por mi nueva vida que no era más que mi vida de siempre, la de antes de conocerla. Nada más y nada menos, porque no es fácil recordar aunque se cierren los ojos y se aprieten los puños en la soledad de una habitación».
Agustín se bebió un vaso y volvió a servirse, como si con ello respirara y cobrara el aliento para seguir diciendo lo que dijo: cómo impedir que su vida de ahora, en tanto era como la de antes, borrara el recuerdo de esos breves dos años.
Y lo había impedido, gracias a:
—Desprenderse en forma calculada de las pertenencias de Isabel. Abrir dos veces por semana el armario donde colgaba sus vestidos, un par de abrigos, chaquetas cortas de invierno y de verano, sacar de los cajones la ropa interior, enaguas, sostenes y bombachas, alinear los pares de zapatos de talón gastado y plantilla oscurecida por el sudor.
—Tomar esas prendas, tocarlas, recordar cuando tuvieron la forma ágil y discreta que las llevó puestas, decidir con cuidado cuál sería empaquetada ese día y llevada con ternura bajo el brazo, hasta la cita con la mujer gorda, intermediaria y vendedora de perfumes, baratijas, lencería y vestidos para las pupilas de La Casa de las Rocas.
—Negociar el precio de la venta, extendiéndose en una inútil descripción de la calidad de un vestido o una chaqueta, el valor probable que se pagó por ella, el poco uso que tuvieron y reclamar una cifra.
—Regatear y aceptar un precio mucho menor, como parte del mismo juego representado una y otra vez sin indiferencia, guardarse los billetes arrugados en el bolsillo del impermeable.
—Ir luego a reconstruir tenazmente, a lo largo de noches en que se alimentaba la nostalgia en vagos ejercicios de memorización de instantes y frases, los jirones de lo que iba quedando de su recuerdo.
—Descubrir un día que una de las pupilas de La Casa,Silvia,era menuda como lo había sido Isabel y podía llevar sus vestidos con procaz desenvoltura.
—Proponer a la mujer gorda un trueque interesado de ropas a cambio del derecho a tocarla en la penumbra del cuartucho de lámparas rosadas, mientras musitaría el nombre de la muerta.
Agustín nos explicó con una sonrisa algo triste, que:
—Le prohibí a la chiquita Silvia que hablara, mientras yo recordaba a la otra. Esa era la condición y ella aceptó no solo por la ropa que recibía, sino porque le gustó el juego de representar lo que nunca podría llegar a ser: el ser que yo había amado.
Pero la memoria, como el armario de Isabel, tenían un fondo: el espacio cerrado del propio vacío que iba creando el progresivo despojo. Una y otro quedarían un día sin contenido.
Por eso tuvo que aparecer el señor de negro.
Otro personaje tuvo que intervenir en ese salvamento imposible y llegó una mañana con su cartera cruzada sobre las rodillas, paciente y silencioso en la entrada del periódico.
El señor de negro era el cobrador de las Pompas Fúnebres que había enterrado a Isabel en un hermoso ataúd de caoba, llevado en una carroza tirada por cuatro caballos con penachos negros y dos cocheros con librea y chistera, el entierro que nunca pagó.
Un entierro no pagado, para que se lo recordaran un día de malos modos, para que lo persiguieran con las escenas finales que habían acompañado la despedida en el cementerio, después de haberla velado en una sala blanca del hospital de la capital.
Para que la memoria dolorosa de esos instantes no se perdiera hubo que entretener al señor de negro, darle largas, jugar a esquivarlo, inventarle excusas nuevas, darle pequeños pagos para conformarlo, pero también para hacerle volver con renovado ímpetu, buscando el resto. Como en el vaciarse paulatino del armario, nada podía hacerse de golpe.
El recuerdo al que tenía derecho Isabel así lo exigía y así lo creímos esa noche.
Agustín nos miró entristecido y con un sollozo, como uno de aquellos que le escuchamos en el recodo de la escalera del periódico, nos preguntó:
—¿Qué puedo hacer ahora que no tengo deudas que pagar, ni me queda nada suyo que vender? Me temo que es solo hoy que Isabel realmente se ha muerto, porque ya nada podrá mantenerla con vida en mi memoria.
Aquella noche, Agustín se quedó con la mujer menuda en La Casa de las Rocas, ceñida con el vestido de topos azules sobre fondo blanco, pero sospechamos que sería la última vez que intentaba asirse a su propia memoria con tanta desesperación, porque aun cerrando los ojos y prohibiéndole que hablara, nada podría volver a ser como había sido.
Una etapa de la vida de Agustín se cerraba inevitablemente y él sería el primero en saberlo.
En realidad, una etapa no solo de su vida, sino también de la nuestra.
Aquel otoño nos anunciarían lo previsible: el periódico dejaría de salir no porque diera las pérdidas que nos daba a todos, los titulares de la «Empresa colectiva», sino porque habían cortado los créditos de la papelera y el de los suministros de tintas y repuestos de la exportadora de la capital. Las malas lenguas dirían que las campañas a favor de la tierra para quienes la trabajaran habían alarmado a don Miguel Irralde, hombre de influencias hasta en la capital. Pero ya se sabe que, para todo lo malo que pasa en esta aldea, siempre se encuentra a un culpable.
Cuando El Correodejó de salir no tuvimos derecho ni a un discurso del Director, que ya había renunciado a ser Diputado, ni a otros instantes como aquellos en que las conciencias se galvanizan.
Cada uno de nosotros tomaría un rumbo diferente, alejándose de El Paso en los meses y años sucesivos por falta de trabajo y por tantas otras cosas que pasaron en nuestra aldea. Fuimos desapareciendo al punto de que hoy sería imposible decir dónde están los que vieron aquella mañana al Director entrar y dirigirse directamente hacia Agustín, abrazarlo con emoción y llevarlo hacia el rincón de la escalera donde comunicaba las noticias importantes a sus hombres de confianza.
¿Dónde están —por ejemplo— Luis, César, Alberto, Danilo, Héctor, Bubi, Danubio y los otros que ya hemos olvidado?
¿Dónde está Agustín?
¿Dónde estamos?

acerca del autor
Fernando

Fernando Aínsa, escritor y crítico hispano-uruguayo, trabajó en UNESCO de París desde 1974 hasta 1999. Reside actualmente en Zaragoza (España). Ha publicado ensayos, libros de cuentos, novelas y poemarios. Entre sus obras de ensayo figuran "La reconstrucción de la utopía" Buenos Aires y México; "Travesías", (2000). "Del canon a la periferia. Encuentros y transgresiones en la literatura uruguaya" y "Pasarelas. Letras entre dos mundos" y "Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de geopoética" (2002). "Narrativa hispano-americana del siglo XX. Del espacio vivido al espacio del texto" (2003). "Rescribir el pasado. Historia y ficción en América Latina" (2003) y “Del topos al logos. Propuestas de geopoética” (2006), “Prosas entreveradas” (2009) y “Confluencias en la diversidad. Siete ensayos sobre la inteligencia creadora uruguaya” (2011). De su obra de creación destacan las novelas “El paraíso de la reina María Julia” (1994 y 2006) y “Los que han vuelto” (2009). Ha publicado los poemarios "Aprendizajes tardíos" (2007) y “Clima húmedo” (2011). Algunos de sus libros obtuvieron premios en Argentina, México, España, Francia y Uruguay. Colabora en revistas literarias especializadas de Latinoamérica, EE.UU. y Europa.