El mundo, según dicen algunos, es inmensamente grande.
Este mundo, según explican otros con suficiencia, está cubierto por agua y por tierra.
El agua
Frente al océano donde se extiende nuestra aldea, al borde de esos campos donde solo un camino nos une a la capital de la que poco sabemos, la mayoría tenemos razones para creer que el mundo está cubierto, sobre todo, de agua. Cuando se pasea con tanta facilidad la mirada en el límite del horizonte marino, desprovisto de relieve aun los días de temporal, es más sencillo imaginar un mundo cubierto solo por mares y océanos.
Además, aunque no somos muy buenos pescadores, sabemos que basta echar un bote al agua y aventurarse un poco más allá de la Punta del Diablo, para encontrar peces y calamares en abundancia, tanta vida y secretos se esconden bajo la superficie de las cosas.
Sentados en la playa o sobre las rocas cerca del faro abandonado, también podemos ver los barcos que pasan frente a nuestra costa. Algunos de los más grandes, los que tienen chimeneas o varios mástiles, vienen de mares lejanos donde —según recuerdan las personas de más edad— hace frío cuando aquí hace calor y se festeja la Navidad con nieve detrás de las ventanas.
Tampoco podemos olvidar que a través de este océano que se despliega con colores tan variados, han llegado algunos habitantes de El Paso y la mayoría de nuestros antepasados. Sin embargo, no somos marinos capaces de proyectar un viaje sobre estas aguas que tan fácilmente cortan las proas de los barcos. Por eso, alguien ha dicho que, a excepción de algunos pescadores y de los contrabandistas que se arriesgan por la costa en las madrugadas, la mayoría vivimos en realidad de espaldas al mar.
Porque, aunque imaginemos que el océano es grande y que hay libertad para recorrerlo, nuestras inquietudes y preocupaciones se concentran en la tierra.
La tierra.
La tierra no abunda en El Paso.
Nuestra aldea se levanta en una estrecha franja que limita al Sur con la playa y el océano y al Norte con la carretera y la laguna. En esta «banda» —como la llamamos— que va de oriente a occidente, están situadas nuestras casas y las pequeñas parcelas que cultivamos sin mucho entusiasmo. Hacia el Oeste la tierra es buena, pero está rodeada por un alambrado y no tenemos acceso a ella. Esa tierra pertenece a don Miguel Irralde y su familia y un camino que sale de la carretera lleva a El Casco, la gran casa en que viven.
Los que han ido alguna vez a la escuela saben que los puntos cardinales son cuatro. Sin embargo, difícilmente pensamos en el Este, aunque por su horizonte salga el sol todas las mañanas. En la dirección de este último punto nadie se arriesga. Grandes médanos y arenales lo cubren y playas desiertas se extienden por kilómetros, hasta otros poblados lejanos donde —según cuentan los que se han aventurado en esas zonas— hay palmeras.
Alambrados, la costa, una carretera, la laguna y los médanos, delimitan nuestra banda por los cuatro puntos cardinales y la aíslan sin darle mucho respiro, aunque hay quien dice que gracias a esas barreras naturales es el resto del mundo el que se separa de nosotros y no a la inversa.
Pero en realidad si el mundo está lleno de paisajes y hombres diferentes —como parece ser en realidad— nos es más fácil imaginarlo mirándolo desde el mar. La tierra nos obliga a pensar en lo que somos y el océano nos permite soñar en lo que quisiéramos ser.
Nuestro cielo —sostienen los que han venido de otras latitudes— está cubierto por estrellas diferentes a las nuestras. Han explicado que estas tierras y estos mares están regidos por otros astros. Sin embargo, no debe creerse por ello que esta aldea situada en las antípodas es necesariamente el Reino del Revés.
Estos pueblos australes —de los que formamos parte— tienen también sus inviernos y sus veranos, aunque unos caigan en julio y los otros en enero. La oposición de tiempo y calendario y el nombre diferente que se les da a las estrellas no supone que gentes y costumbres sean igualmente opuestas.
Claro que algunas cosas solo son posibles en estas tierras. Por ejemplo, bañarse en la playa el día de Año Nuevo o sentarse al sol en invierno mirando hacia el Norte.
Pero debe recordarse que los hemos defraudado, según han escrito los viajeros que han pasado por estas tierras. Habían soñado con ríos de plata, edades de oro, montañas de canela y con gigantes de buen corazón que, por vivir en las antípodas de su mundo deberían calzar sombreros y llevar zapatos en la cabeza. Por ello dejaron sus lejanas tierras con la esperanza de encontrar aquí todo lo que habían perdido allá.
Nosotros deberíamos ser capaces de hacer lo que ellos ya no podían hacer en su vieja patria. Nos llamaban la Tierra Prometida, una especie de paraíso austral perdido en el otro hemisferio. Aquí todo debería ser posible: tierra de la esperanza y del futuro. «¡Bienaventurados los que no tienen pasado!», habían pregonado en sus crónicas de viajes, negándonos un capítulo en la historia.
Tan cegados estuvieron por lo que quisieron descubrir aquí y no encontraron, que no se tomaron la molestia de comprender cómo somos en realidad. Nadie quiso quedarse muchos días entre nosotros, aunque algún viajero se detuvo a estudiar pájaros y plantas. Los ritmos de las estaciones del año, aunque contrarios, eran idénticos a los suyos —se decían, nos decían— y proseguían su viaje hacia el Este, donde los colores son más intensos.
«Coincidentia oppositorum», sentenció un fraile que anotó las fechas en que florecen las margaritas y los caballos relinchan en la pradera, para incluirnos como un reflejo invertido del espejo de su tierra en la nuestra.
Nada más, ni nada menos, aunque todo estuviera sacudido como está por el viento que sopla sin cesar sobre esta costa.
El viento, el aire
Los vientos pueden llegar desde cualquier dirección en todo momento. Tal vez por estar levantada a la orilla del Mar Austral y por no tener grandes montañas en el confín de su breve territorio, esta banda está sometida a todo tipo de vendavales. Dicen que no es bueno para ningún pueblo que aires provenientes de todos los puntos cardinales puedan abatirse sucesivamente sobre hombres y casas, levantando polvaredas en las calles, agitando la respiración de los jóvenes y cambiando con facilidad la dirección de las veletas.
Un día de verano puede ser así barrido en pocas horas y traer un cielo frío y gris en los remolinos de un viento del Sur. Insectos multicolores pueden llegar una tarde bochornosa con un viento del Norte o pingüinos morir desorientados en la playa después de una tempestad.
Por eso El Paso padece a veces sequías. La tierra parece calcinada, la hierba se seca y las vacas mugen con nerviosismo detrás de los alambrados. Se temen entonces los incendios.
El fuego
El fuego que sirve en invierno para calentarse y para asar carne o hervir agua en grandes ollas puede chisporrotear en los campos y extenderse hacia las casas y los ranchos con techos de paja, a partir de una chispa que ha saltado sin querer o porque alguno ha imaginado que gracias a la destrucción de lo poco que tenemos, podríamos luego empezar desde cero; un pueblo donde todo sería nuevo, menos los hombres. Por eso, cuando hay sequía, algunos de nosotros mira hacia el cielo, esperando milagros.
En otras ocasiones los vientos cambian y, sin que ningún milagro se produzca, llueve torrencialmente. El nivel de la laguna y del arroyo suben y las zonas más bajas y más pobres de la aldea se inundan. Entonces, con una resignación y una solidaridad que nadie nos ha enseñado, les ayudamos entre todos a evacuar sus casas y a encontrar refugio en las aulas de la escuela.
Alguien ha dicho que por algo esta aldea se llama El Paso. Todo pasa sobre él y poco queda, porque vientos, climas, hombres e influencias de todo tipo se abaten con violencia para irse luego a otro lado con un golpe en la dirección de las veletas.
Sin embargo, los que hemos nacido y esperamos morir aquí, sabemos que no todo llega y se va. Nos basta recorrer las lápidas y cruces del viejo cementerio de la colina, leer los nombres inscritos en la piedra y en la madera, cotejar entre nuestros recuerdos fechas y gentes, para saber que quienes vivieron o viven aquí han tejido una historia que deja rastros.
La historia
Acostumbrados a ver pasar viajeros cargados de aventuras ajenas y recibiendo los ecos de las cosas importantes que suceden más allá de nuestro horizonte, nos hemos creído sin derecho a la historia. No tenemos monumentos, bibliotecas o castillos y los que han ido a la escuela han aprendido siempre la historia de los demás y la geografía de países lejanos.
Sin embargo, ahora somos capaces de reconstruir e imaginar la vida de nuestro pueblo, aunque el pasado se confunda muchas veces con el presente, tan simultáneas pueden ser las existencias representativas de épocas tan diversas.
Los hombres y las mujeres de nuestra aldea pueden reconocerse en un mismo día en las décadas y en los siglos de otros. Esta amable confusión nos permite ser —antes que nada— testigos y protagonistas de un tiempo que hemos aprendido a medir de un modo diferente al de otros pueblos.
Nuestros hombres y mujeres, los vivos y los muertos, confundidos en nuestra memoria y en nuestra imaginación, todos podríamos ser los autores de este libro. Bastaría con que cada uno diera su nombre a un capítulo para comprobar que un momento de la vida de un hombre puede ser el mejor resumen de los siglos que otros han necesitado para tener un capítulo en la historia.
Cosas tan sencillas pasan también en las antípodas, un modo de descubrir —no sin cierta sorpresa— que finalmente no somos tan diferentes los de aquí de los de allá y que, pese a todo y a todos, el mundo no debe de ser tan grande como creían algunos al principio.
Fernando Aínsa, escritor y crítico hispano-uruguayo, trabajó en UNESCO de París desde 1974 hasta 1999. Reside actualmente en Zaragoza (España). Ha publicado ensayos, libros de cuentos, novelas y poemarios. Entre sus obras de ensayo figuran "La reconstrucción de la utopía" Buenos Aires y México; "Travesías", (2000). "Del canon a la periferia. Encuentros y transgresiones en la literatura uruguaya" y "Pasarelas. Letras entre dos mundos" y "Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de geopoética" (2002). "Narrativa hispano-americana del siglo XX. Del espacio vivido al espacio del texto" (2003). "Rescribir el pasado. Historia y ficción en América Latina" (2003) y “Del topos al logos. Propuestas de geopoética” (2006), “Prosas entreveradas” (2009) y “Confluencias en la diversidad. Siete ensayos sobre la inteligencia creadora uruguaya” (2011). De su obra de creación destacan las novelas “El paraíso de la reina María Julia” (1994 y 2006) y “Los que han vuelto” (2009). Ha publicado los poemarios "Aprendizajes tardíos" (2007) y “Clima húmedo” (2011). Algunos de sus libros obtuvieron premios en Argentina, México, España, Francia y Uruguay. Colabora en revistas literarias especializadas de Latinoamérica, EE.UU. y Europa.