Sábado 18 | Mayo de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 6 2011
Replicante por Diego S. Lombardi
Sacando las escenas agregadas del unicornio y las fotos sobre el piano —dijo Daniel—, hay claras alusiones en los diálogos que permiten intuir que no es humano. Como cuando Gaff le dice: “Ha hecho un verdadero trabajo de hombre, señor”.
No encuentro que sea una premisa irrefutable.
¿Y qué me decís del hecho de aguantar colgado desde la cornisa sujetándose tan sólo con sus dos dedos dislocados?
Ambos sabemos muy bien que es una verdad hollywoodense que el héroe protagonista tenga una fuerza sobrehumana; sólo por si acaso menciono el hecho, por ser forzosamente evidente si de fuerzas estamos hablando, que si no fuera humano, no recibiría semejantes palizas por parte de los Nexus 6.
No entiendo por qué te empecinás en mantener esta postura ridícula.
Lucio frunció los labios. A través de su ventanilla, el atardecer moría al fondo, entre los arbustos de un pequeño monte circundado por kilómetros de cultivos.
Recordó que una vez, intentando cazar vizcachas en las vacaciones invernales de séptimo grado, cayó en un charco de barro para, más tarde, embutido en unos pantalones de su primo prestados para que no se enfermara, quedar desacreditado durante la cena y en cada una de las charlas de aquella noche. 
Por otra parte, perdería gracia el duelo final si fuera un replicante.
Lo decís porque tu forma de ver el mundo es bastante simple. Por eso te gusta la versión con final feliz; los dos viajando a través de un bonito paisaje, como irte por cuatro días a un simposio de ingeniería electrónica, volver, cenar con tu mujer y hacer luego el amor lentamente, con caricias, en la posición del misionero.
Un burdo e infundado ataque hacia mi persona como reacción a quedarte sin argumentos —respondió Lucio.
Se tiró hacia la izquierda y aceleró. Pasaron a un camión.
Y para tu información, Jessica es muy creativa. Una gran mujer, aunque últimamente estemos discutiendo bastante —agregó.
No lo hagas tan personal, my dear friend. Y cuidá a Jessica. Es una buena mujer.
¿Y te pensás que no lo hago? Hago de todo por ella. Pero hay veces en que la suerte no juega de mi lado. Fijate: el jueves tuve que acompañarla a ver una obra en la que actuaba una de sus compañeras de oficina y, como siempre, fui avisado a última hora. En esos momentos es mejor respirar profundamente y decir a todo que sí, porque sino ahí comienza el rollo de que ya no compartimos nada juntos o nunca me querés acompañar a ningún lado, situaciones que siempre conllevan como consecuencia directa unos días de abstinencia sexual. Pasamos a buscar a otra pareja amiga, bueno, amiga de ella, yo sólo los había visto en dos o tres oportunidades anteriores y, para serte sincero, no los trago demasiado. En especial a ella, que es del tipo de mujer habladora, de voz aguda, que todo el tiempo hace referencias a series de televisión como Friends y Sex and the City. Llegamos casi sobre la hora y, antes de entrar, leer las palabras “Taller” y “Cultural” en el afiche confirmaron mi premonición de que estaba por presenciar un espectáculo de mierda. Aun así me comporté como un duque. Haría cualquier cosa por complacer a Jessica. Luego fuimos a un bar y tomamos algunas copas, después de todo la obra no había estado tan mal. Jessica, que no es de beber, al llegar a casa se le antoja fumar; cuando revisa mi portafolio buscando los cigarrillos la veo que saca la Luger.
—¿Una Luger?
Sí, una Luger. Cómo llegó a mi portafolio es otra historia, y para no irme demasiado por las ramas, resumiendo, te cuento que mi tía no es capaz de llevar la computadora a un técnico cualquiera, no, ante el menor inconveniente se encapricha al punto de ofenderse enajenadamente si el sobrino que vive tan cerca y que sabe tanto de computación no va a echarle un ojo a la máquina. En su casa, la semana pasada, mientras perdía toda una tarde formateando su disco e instalando programas, la veo venir con una caja de zapatos. Me dice: “Mirá, esto era del abuelo”. Reconozco que algo me sedujo inmediatamente. La acepté y la guardé en mi portafolio. Una Luger. Una Luger P08. Yo no entiendo demasiado de armas, pero aun así supe lo que era. Estaba impecable, lista para asesinar a un judío, a un espía aliado. Y te juro, el hecho de haberla llevado toda esa semana en el portafolio cambió mi actitud hasta en los más sencillos detalles; era como si todo el tiempo me dijera, me recordara: Aquí estoy. Estoy contigo. Lo que siguió podés intuirlo; me hizo un escándalo. Yo sabía de su rechazo absoluto por las armas, pero bueno, era de mi abuelo y de todos modos pensaba venderla, digo, ¿qué iba a hacer con una Luger en el portafolio? Son reliquias de guerra. Ni te imaginás cuánto cotizan. Y estaba nueva, te digo. Lista para usar. La cuestión, entonces, es que estuve un buen rato para hacerle entender a Jessica que no era un maldito psicópata con planes de descerrajar tiros a los que se me cruzaran por ahí. Le expliqué que pensaba venderla. Luego de un rato lo entendió. Pero siento que ahora me mira de otro modo. Si Jessica me deja, me mato.
—La historia es algo confusa, especialmente por el hecho de haber estado paseando por todos lados con una pistola, pero es totalmente verosímil.
Hay algo que no te conté. Desde hace algún tiempo la vengo notando inquieta, más ciclotímica que lo habitual, con recurrentes ideas existencialistas acerca de sentirse plena, encontrar el camino personal y todas esas cosas. Comenzó a hacer yoga. Perfecto. No dije absolutamente nada cuando se anotó en un taller de coaching ontológico, algo que en lo personal creo un mamarracho. El asunto es que desde hace dos meses está yendo a terapia, con una psicóloga joven, idealista. Esto lo sé por lo que ella me cuenta. Ahora no puedo evitar sentirme perseguido.
—Lucio, estás exagerando.
—¿Lo creés? Imaginate las barbaridades que puede aconsejarle una resentida, que hasta hace unos meses subrayaba apuntes en un Mc Donalds, a una mujer como Jessica que cuenta la historia de la Luger en el portafolio de su marido.
—Pero si sos inofensivo como un teletubbie. ¿Qué ibas a hacer con un arma? Ni siquiera podés mantener la mirada a los ojos.
Bajaron la marcha y frenaron en una estación de servicio. Cargaron gasoil. Tres perros que vagabundeaban alrededor de la gomería largaban vapor por las fauces como si fueran chimeneas.
Eso de la mirada y el coraje no tiene nada que ver. He visto a gente matar mirando de reojo.
Daniel lo miró, casi sin expresión.
—Bueno, puede que tal vez no matar, pero sí cortar una milanesa con puré mirando el plato de costado. Es casi como una blasfemia.
A veces sos ridículamente fatalista —dijo Daniel.
Volvieron a la ruta. Hacía rato que llevaban encendidas las luces y el cielo se mostraba obscenamente estrellado, como nunca se veía en la ciudad.
Y vos, ¿nunca una mujer en serio? Me refiero a que nunca te he visto frecuentar una por más de dos meses. Con los ojos como si estuvieran corriendo una carrera de embolsados difícilmente pasarías el análisis Voight Kampf de nuestra joven psicóloga.
La verdad es que me siento más a gusto así. Prefiero no involucrarme demasiado. Y tal vez debería dormir mejor. Pero bueno, pues creo que sí hubo una vez una mujer.
Bueno, pues si sólo crees que tal vez, es posible que haya sido un recuerdo implantado.
Preferiría no contar nada si todo lo que diga va a tomarse en broma.
Bueno, Dan, tranquilo. No te pongas tan sensible.
Daniel echó el respaldo un poco más atrás y se hundió en el asiento. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su campera.
La historia de cómo conocí a Brigitte fue algo extraña. Al comienzo fueron simples miradas, cuando nos cruzábamos en los espacios comunes que había en el edificio. En aquel tiempo estaba en mi último año de facultad y vivía de prestado en un semipiso que me había cedido un gran amigo de mi padre, hasta que se vendiera, sobre Libertador. Como te decía, al principio fueron simples miradas. Ella no se comportaba como todos, que cuando entran al ascensor simulan como que nadie más estuviera allí, mirando la puerta o arreglándose frente al espejo. Parecía querer decir algo con su mirada; miraba de un modo morboso, insistente.
¡Qué descarada!
—Andaría por los tempranos cuarenta y siempre estaba exquisitamente vestida y pintada en exceso. Hubo una vez en que coincidimos en el supermercado. Ella estaba preguntando a la china de la caja por no sé qué producto, sin poder hacerse entender, utilizando sus manos para dar énfasis al discurso. Hasta tuvo que acercarse el verdulero para ayudar. Al final se resignó y se marchó ofuscada, cargada de bolsas. Yo, que había ido a buscar tan sólo una gaseosa para darle un poco de color a mi almuerzo, me apresuré a salir y con mi mejor tono casual me ofrecí a ayudarla, acción bastante atrevida para con una mujer casada.
No podía esperarse menos de un casanova.
Una tarde, mientras intentaba estudiar un poco, recuerdo que ya había caído el sol, escucho ruidos de llaves en la puerta. Algo asustado, debo reconocer, pegué inmediatamente un ojo a la mirilla.
No me jodas. ¿Era ella?
Ella vivía también en un departamento “A”, sólo que en el octavo piso, o sea, dos más abajo. Cuando abrí la puerta lanzó su mejor cara de sorpresa; me pidió disculpas, dijo que se había equivocado, que andaba con la cabeza en cualquier lado, frunció el ceño por unos instantes y luego me largó una sonrisa increíble, a la vez que me acusaba de ser el que la había ayudado con las bolsas del supermercado. Hablaba muy bajo, como si temiese que la oyeran.
No sé cómo serían los pasillos de aquel edificio, pero si de algo estoy seguro, y te lo digo porque desde siempre he vivido en departamento, es que uno tiene una consonancia personal con su pasillo. No importa que sean todos estructuralmente idénticos, uno se da cuenta casi al instante de que no está en su pasillo.
Sí, bueno. Es lo que pensé. Me pidió pasar. Todo tenía un tinte demencial; ella sentada, yo ahí parado, descalzo pero con medias, parecíamos una escena dirigida por Harmony Korine para que un grupo de drogados aplauda de pie en algún festival de cine independiente. El departamento prácticamente vacío, la iluminación tenue de la lámpara, su vestido rojo como si viniera de una fiesta, su pelo rubio alborotado; sentada en el sofá verde, el contorno de su figura se hacía poco preciso por la luz y el contraste de colores. A partir de ahí comenzamos a vernos, a escondidas, claro. Y, de a poco, fui enterándome de su vida. Su marido era director de cine, de día nunca estaba en su casa y muchas veces ni siquiera volvía por las noches. Por lo general ella subía a mi departamento a cualquier horario y, al principio, no la tomé demasiado en serio; la imaginé loca. Yo todavía un adolescente y ella una actriz cuarentona venida a menos. Eso fue lo que pensé en un principio; que ella era como un coche usado, para andarlo hasta que se fundiera.
¿Actriz de cine?
Estuvo en el teatro algún tiempo, en obras que nosotros no conocemos ni de nombre. Una vez me contó que estaba estudiando el libreto de una película que dirigiría su marido; de él nunca tuve mucha información, simplemente sabía que se veían poco, que viajaba seguido al exterior. El título de la película ya no lo recuerdo. Lo que recuerdo perfectamente es que su marido se llamaba Fabricio, y eso sí que no pude olvidarlo. Ella evitaba hablar de él. Yo tampoco preguntaba demasiado. Me contentaba tan sólo con escuchar de vez en cuando el tamborilear de sus dedos sobre la puerta. A veces me recitaba pasajes. Llegué a creer que lo hacía realmente bien. 
Estuvieron algunos instantes en silencio. De tanto en tanto, Lucio descuidaba la ruta y miraba a Daniel sonarse la nariz con un pañuelo.
¿Y entonces?
Hubo algo más. En nuestros encuentros, nos conectábamos como entidades primigenias mediante un lenguaje cósmico. Había veces que pasábamos horas sin hablar. Sus gimoteos parecían recrear un código inextricable y en esos momentos yo, por más que lo intentase, tampoco podía articular palabra; era como un sacrilegio irrumpir en aquellos momentos con alguna estupidez. Paradójicamente, nunca logré sentirme tan comunicado; nuestros cuerpos fluían en una danza constante, como si fueran parte de una misma cosa que hacía contraste con nuestra anterior concepción de nosotros mismos, como si hubiéramos estado flotando a la deriva en la soledad del espacio; recién allí podía uno decir que estaba vivo, que existía un ventiluz que conectaba nuestras dimensiones paralelas en donde podían encastrarse las respiraciones, las lenguas, nuestros sexos ahogándose en el océano de nuestras pupilas dilatadas.

De estas ideas pasé a otras más extravagantes, como creerla una criatura híbrida entre humanos y reptiles. Así estuvimos cerca de un año. Cuando la novedad dejó de ser tal para ambos supe que su película jamás se filmaría, al menos con Brigitte como protagonista. Comenzó a visitarme cada vez menos hasta que me di cuenta de que había pasado lo que en un principio creí más improbable. Me había enamorado.
Carajo.
Por aquel tiempo el departamento terminó por venderse y, una de mis últimas tardes allí, Brigitte se apareció con una cámara de video. De esas tipo hogareñas. También trajo una botella de champagne. Yo copas no tenía, así que brindamos en vasos de formas diferentes. Me pidió que la filmara. Al principio dudé, se me cruzaron por la cabeza muchas cosas pero creí que la idea no era mala, eso de llevarme un recuerdo de Brigitte y nuestro particular amor. Había venido con su vestido rojo y en el sillón verde se desdibujaba como en un sueño. Yo la filmaba y ella con las piernas cruzadas iba levantando poco a poco su falda. Con el ojo puesto en la cámara tuve ganas de llorar. Se levantó y comenzó a besarme, me quitó la cámara y la dejó sobre la mesita apuntando al sillón como si ya lo hubiera premeditado con días de antelación. Me bajó el pantalón y de un empujón me obligó a sentarme. Ella se levantó el vestido y sin ropa interior se sentó sobre mí mientras me besaba y me llevaba las manos a sus nalgas, obligándome a separarlas para que se notara bien cómo entraba la pija. “¿Te gusta, Fabricio, te gusta?”, preguntó. Creo que no me sorprendió lo que en ese momento creí una simple confusión más que el darme cuenta que era la primera vez que hablaba mientras hacíamos el amor. Supe al instante que algo estaba pasando. Quiso irse casi inmediatamente. Me dijo que no le gustaban las despedidas. Ahí mismo fue como si me hubieran apretado un interruptor. Rogué cosas absurdas, que se fuera conmigo, que me diera tiempo, que un ingeniero electrónico no tarda en hacer buen dinero. Ella rió. Y como si de golpe se hubiera dado cuenta de su crueldad, se acercó muy lentamente a la ventana y corrió las cortinas, también muy lentamente, como si fuera un teatrito. Ya era de noche. Observó un rato el cielo y señaló una estrella que estaba un poco más arriba de las tres marías. “Te condeno, con el poder que los astros me confieren, a que nunca te olvides de mí. Ésa seré yo. Una estrella”, dijo. El video no era para mí. Tomó la cámara y se fue. Cerca de mediodía desperté por el alboroto de las sirenas. Asomé mi cabeza por la ventana y allí la ví, tendida en el pasto y con sus piernas en una posición que difícilmente pueda adquirirse de forma natural.
¿Saltó?
¿Qué creés?
Lo siento.

Se escuchó una alarma de mensaje; cruzaron un paso a nivel. A los costados de la ruta la noche parecía colgar densos telones. Lucio tomó su celular y con una sola mano al volante evitó lo más que pudo pisar la línea blanca del asfalto. Allí en lo alto estaba Brigitte. Daniel encendió la radio, levantó la vista y la observó sin saber que en realidad era una estrella extinta que, por la distancia, aún se proyectaba en una moribunda luz de otros días.