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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 11 2010
A la hora del mate por Eduardo Francisco Coiro

Al hombre la conocí en casa de Bob, mi ex suegro.
Era uno de los tomadores de mate, o amigos de la hora del mate que se aparecían cualquier día a la hora señalada: 17. 00 horas, ni antes al costo de interrumpir la siesta sagrada de mis suegros. Ni mucho después cuando los ánimos y el mate se lavaban inevitablemente. Era, el flaco o el flaco Corwin, como todos le llamaban. Un vecino del barrio cuya amistad con Bob se limitaba a 30 minutos en visitas de una o dos veces a la semana. Era un misterio ese hombre que se veía tan tempranamente envejecido. Flaco, flaquísimo, la espalda encorvada. La mirada algo torcida con ojos claros muy hundidos en el rostro. Uno lo definiría como un gringo colorado, seguramente hijo de italianos que se establecieron, trabajaron, criaron un hijo y se murieron en esta tierra hablando en su dialecto y lo mínimo en la castilla.
Pero esto no viene al caso. Lo cierto es que el flaco estaba absolutamente solo en el mundo. Sin familia, ni mujer ni nadie que se ocupe ni le dé sentido a su existencia.
Entonces el flaco aplicaba -según sus propias palabras- la política de parches a la soledad, que significaba que en diferentes casas del barrio lo bancaran un rato cada una en la semana.
Con Bob se llevaban bien si hablaban del tema preferido por mi suegro: denostar a Perón y todo lo que huela a peronismo de antes, de hoy o de siempre. El flaco hacia interrupciones aprobatorias en las historias que Bob contaba una y otra vez en la mesa a la hora del mate.
Perón era el responsable máximo de los males argentinos, así como la historia -para Bob- empezaba y casi concluía con Perón.
Eran los temas clásicos a la tarde, con un Perón que era un estudiante aventajado de sus profesores europeos: Mussolini, Hitler y Franco.
Al flaco le causaba gracia porque para él esos apellidos siniestros eran apenas los nombres de sus gatos de la primera y feliz infancia: Mussolini, Hitler y Stalin, incluso tenía un perro "el mariscal Rommel" que convivía pacíficamente con los gatos.

El flaco Corwin acompañaba los relatos de Bob con frases absurdas o desopilantes que muchas veces no tenían relación evidente con lo que se hablaba en ese momento. Yo grababa mentalmente algunas y luego las transcribía en mis cuadernos de ramos generales donde convivían frases, con detalles de gastos y tareas previstas para la semana.

Yo me preguntaba muchas veces que hacia allí a esa hora escuchando a dos o más viejos para los que el mundo se había detenido hace rato. Me lo preguntaba y no tenia respuesta salvo por Emily -mi ex mujer- la hija única de Bob y su mujer Pintora (siempre supuse que mi suegra pintaba para distraerse un poco de la reiteración de discursos de Bob).

Pero lo cierto es que con Emily llegábamos de visita. Me dejaba sentado en la mesa de la cocina a punto de tomar mate y a los pocos minutos se iba. Volvía bastante después de la hora del mate, a veces con bolsas que revelaban compras de ropa y a veces sin nada. Emily era -y es- un enigma para mí, salvo por el hecho de que yo quería una mujer rubia y de ojos celestes y ella cumplía con creces la condición. Era tan hermética como su madre a la que recuerdo siempre ida de todo y todos. Pasando horas a unos pocos metros de la mesa de la cocina, en el living con esos ventanales siempre estaban abiertos al norte y al paso de la luz solar. Allí ella ejercía el silencio, y la pintura con música clásica de fondo. Ignoraba o fingía ignorar las conversaciones que se desprendían de la mesa.

Lo cierto es que yo me convertí en testigo involuntario de muchas frases condenadas a la nada.
Bob y el flaco compartían un profundo escepticismo sobre la condición humana, sus conversaciones iban y venían flotando sobre la idea básica de la decadencia irremediable de los valores.

Eran Discepolianos, veían un mundo de lodo donde todos debían embarrarse para sobrevivir. Mundo cambalache casi copiado literalmente de la letra del tango.
"El hombre con la mujer es como un perro con el hueso, cuando más revolcadas tiene, más le gusta" decía Bob. Y me miraba como si yo tuviera que darme como aludido por las idas y vueltas de la relación con Emily.

Emily es Psicóloga. Ejerce como tal y siempre sospeche que ella había extendido su distancia instrumental de terapeuta a la relación conmigo. No había con ella posibilidad de discusiones abiertas, cerraba todos los caminos con interpretaciones y silencios. Su frase preferida que clausuraba todo después era "Esa es la sabiduría de lo inconsciente".

Pero a mí me llamaban más la atención las frases del pobre flaco Corwin. allí se exponía en su absoluta desesperanza con el mundo, su renuncia a entender sus reglas, a aceptarlo en lo más mínimo. Era también su manera de aceptar su derrota temprana a la funcionalidad de las cosas.

Cómo aquella de "no existe la felicidad ni nada que se le aparente".

Su obstinación por definir las cosas en códigos propios y frases que solo los entendidos podían descifrar, por ejemplo: "Los puros (por putos) de espíritu" era su manera invariable de definir a los políticos.

Nada tenía sentido, ni superficial ni oculto. Nada podía conmover su radical desilusión. Había clausurado cualquier esperanza sobre la humanidad. Él -al igual que Bob- solo creía en la fidelidad de su mascota.

Nunca pude saber cómo se llamaba el gato que vivía en la casa de Corwin, lo llamaba de siempre con nombres diferentes surgidos en el momento. Esa era su resistencia y rebeldía máxima ante el mundo: No llamar a nadie por su verdadero y formal nombre. y no asignarle a nadie un nombre definitivo.

A Bob nunca lo llamaba como Bob, sino como José, Josecito si le quería trasmitir cariño, u otros innumerables modos alegóricos como "el señor Fernández" "El padre de Soriano" "El nieto de Perón y Eva", "el capitán veneno", "John Silver", "Contramaestre Bob", "Fidel en la sierra", y otros que seguramente olvide de anotar o no pude presenciar.

Bob le tenía una infinita paciencia, creo que también sentía lástima por él, su desamparo y su obstinación para vivir como Robinson Crusoe, pero en una ciudad suburbana. Su casa y sus pocos amigos vecinos eran parte de la isla en la que transcurrían sus días.

El hombre había decidido demostrar en su propia existencia algo que yo temía extender al conjunto de los seres que sobrevivimos a esta sociedad de riesgos calculados y crueldades cotidianas poco mensurables. En esta sociedad de vértigos, de desafíos a consumir cuanta novedad haya en tecnología. Cada uno de nosotros esta potencialmente condenado a ser un engranaje de relojería sin uso a partir de cualquier momento de su vida. Obsoletos, piezas vivas de un mundo que no deja de producir museos de época en cada barrio, en cada casa.

Bob era una institución y un espíritu conservador aparentemente afín al flaco.
Para ellos nada nuevo valía la pena.
Tenía un juego de sillones del living de comienzos de los sesenta y decía con razón que los muebles modernos eran una porquería, especialmente desde el invento de la madera aglomerada y la fabricación automatizada en gran escala de muebles.

El flaco completaba diciendo que ni en autos ni en mujeres se había producido nada valioso después de la década del 50. De las mujeres decía cosas poco amigables como "tiene un Bush (por agujero) en el cerebro".

Su auto -en rigor los restos de un auto heredado de su familia- un Plymouth Fury modelo 1958. Era " el mejor auto del mundo" y prometía que cuando consiguiera los repuestos que le faltaban saldría con él y no se detendría hasta conocer el océano Pacífico. "Hasta la costa de Chile y si puedo más allá..."

Esta sociedad no está preparada para dejar crecer a la gente, anotaba yo mentalmente y seguía viendo cuando mi presencia y la del flaco coincidía con un Bob encendido y parlanchín escenas dignas de una película del estilo "Good bye Lenin".

La historia sobre la rotura -y virtual inutilidad- del auto del flaco, era -y sigue siendo para mí- tan increíble que un día fuimos con mi suegro a comprobarla con la excusa de devolverle un libro que Corwin la había prestado a Bob unos meses atrás.

Su auto reposaba cubierto de tierra en un garaje enorme que también era el cementerio de todos los objetos heredados a su familia. Herramientas de su padre, los restos del auto que no funciona desde muchos años atrás y objetos patéticamente inútiles, conviven en ese espacio generoso al que el flaco bautizo colgando un cartel pintado a mano con grandes letras rojas, legible desde la vereda de enfrente que dice "Sede igualdad de oportunidades".

Nosotros siempre sospechamos que la historia era una mentira flagrante y ponerla al descubierto era solo cuestión de mirar.

El auto tenía todos los signos de haber sido afectado por un derrumbe desde el capot hasta el techo sobre el asiento del conductor y acompañante.

Lo que se cayó podría haber sido un piano o un elefante, pero el flaco siempre contó una y otra vez que había sido un toro caído desde un camión jaula que pasaba por la calle donde el -afortunadamente- había dejado estacionado su auto. Afortunadamente, porque él estaba en la cola de Rentas, sino no la contaba.
El parabrisas no existía y se veía un rosario colgando del espejito retrovisor.
Justo aquí, -y el flaco señaló al rosario-, me encontré colgadas las bolas sangrantes del toro...
La verdad es que reímos con esa imagen hasta quedarnos sin aire.
También dimos por cierto algo más de esa fantástica historia. En el techo se ven dos agujeros enormes, que según Corwin, dejaron las astas del toro que perforaron el techo y llegaron a clavar el asiento de pana del conductor.
—Me salve porque Dios es grande, decía.

Nosotros nos rendimos a la evidencia y a partir de ese día creímos esa y otras historias aparentemente disparatadas del flaco.
El escenario fue así, parecido a lo que les cuento, durante años.
Las visitas del flaco. Los monólogos de Bob. Mi presencia como testigo - observador silencioso.
Emily que llegaba conmigo de la mano y a los pocos minutos fugaba a la calle.
Hasta que un día. La costumbre de renombrar al mundo, sus habitantes y seres vivos o muertos, le significó al flaco un traspié definitivo.
Corwin llamó de otra manera a Shirley -la perra bóxer de Bob, a quien seguro mi suegro amaba más que a su mujer e hija juntas.
El pobre flaco la llamó "Ramona". Probó una y otra vez, esperando que le festejaran la ocurrencia.
Se produjo un gran silencio y un clima de tensión en el aire, de esos que se cortan con tijera.
Bob entro en un hueco de silencio, de esos que como estelares agujeros negros no dejan de crecer y tragarse toda luz, palabra y gesto que tengan a mano.
Al poco tiempo, el flaco comprendió que ya no era bienvenido en esa casa y no fue más.
Meses después me separe de Emily y deje de visitar la casa de Bob.
Pero por lo que se —y puedo suponer—, nunca más lo perdono.

acerca del autor
Eduardo Francisco

Eduardo Francisco Coiro nació en 1958 en Lomas de Zamora, Argentina. Es Licenciado en Sociología de la Universidad de Buenos Aires y escritor. Es también director y editor del proyecto cultural Inventiva Social, publicación virtual abierta para escritores, con temáticas sociales y humanas.