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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 10 2010
Lluvias sin destino por Silvia Hebe Bedini

Mariel llegó al aeropuerto justo cuando la tormenta sacudió los vidrios del avión.  Aterrizar fue sinónimo de agradecer, a Dios, a la vida, a la suerte, agradecer.

El final del viaje contenía tantos símbolos en su significado que Mariel apenas si podía enfocar la mente en el siguiente paso: salir del avión de una buena vez y pisar un suelo que la esperaba. Y en su hija. Sus primeros nuevos pasos en Buenos Aires como mujer y madre dispuesta a lograr su independencia y felicidad.

Los trámites de ingreso a Argentina no le generan tensión, ya llegó, ya está, ya ha tenido 17 horas para digerir el inconteniblemente triste momento de la despedida en Estados Unidos.  Sofía, su hija, aún muestra en su carita los signos de la congoja al despedirse de su papá en aquel frío y nada contenedor aeropuerto de Los Ángeles. Sofía no entiende, no quiere entender la razón por la cual 10.000 Km. de distancia la separan ahora del primer gran amor de su vida. No puede aceptar que él lo haya decidido así. ¿Se deciden las despedidas? ¿Se deciden las angustias? ¿Por qué su mamá y su papá, quienes no han hecho otra cosa que repetirle que la aman, decidieron generarle semejante dolor? No le cierran las declaraciones de amor y los resultados.

Mariel se siente culpable, se le nota en los ojos y en la manera de abrazar a su hija como si la misma tormenta se hubiese desencadenado por su culpa. Si bien ella sabe que su hija entiende, y muy bien, que la decisión de la separación no fue un común acuerdo y que los gritos explicitaban claramente que su mamá sobraba en la vida de quien fuera su pareja por casi dos décadas, Mariel no puede dejar de sentirse culpable. La decisión de volverse a su tierra y generar esa brecha de contacto físico entre padre e hija es algo que la invade como una angustia penetrante en las noches, pero aunque extraño e inesperado, durante el día la calma la domina, sabe que hizo todo lo posible; sabe que incluso se ha arriesgado a ayudar a su pareja a llegar al psicoanálisis para la aceptación de su real deseo: estar solo. Como siempre, Mariel desafío verdades aún sabiendo que podían resultarle nocivas. Empujó y empujó la situación hacia dos direcciones que se oponían por concepto, hacia sí misma (dejando claro que ella priorizaría ante todo la unión de la familia) y hacia su pareja (para ayudarlo a definirse, aún sabiendo que eso la arrojaría a ella fuera de la ecuación).  

Y pasó lo que Mariel temía y sabía que iría a pasar: quien cree necesitar estar solo, tarde o temprano decidirá darse esa oportunidad. Fue cruel la manera en que ella tuvo que recibir la noticia; no esperaba ser echada de un auto en medio de una avenida mientras insultos y frases crueles taladraban sus oídos y los de su hija, quien incómodamente presenciara toda la súbita discusión desde el asiento trasero del auto. ¿Cómo iría a imaginar esa criatura que su vida se decidiría en cuatro gritos e insultos de su padre a su madre? ¿Cómo iría ella a pensar que pedirle a su mamá que no bajara del auto, como papá le gritaba que hiciese, en medio de una avenida -en medio de una concurrida avenida- la pondría a ella en el papel de testigo de la peor angustia e impotencia de su  mamá?

Recoger las valijas no cambia la expresión del rostro de Mariel como otras veces lo hubiese hecho. El símbolo de recuperar lo enviado, de asegurarse lo privado luego de una transitoria separación, esta vez no significa gran cosa. Lo valioso ya se quebró y desde su fractura ella deberá aprender a ser feliz en otros términos. Esta vez lo material recuperable es demasiado poco. Pero lo nuevo, la promesa de futuros rayos iluminando el cielo, eso sí la lleva a apurar el paso y olvidar el eterno re-girar de la cinta transportadora de maletas. “A ver si dejo de girar, cargo lo que necesito nomás, y dejo de planear viajes por un tempo”, dice en voz alta para sorpresa de Sofía, quien la mira sin entender.

La llegada, el encuentro. Unos pasos que aún no se han dado pero que por fin se darán sobre un suelo propio.

Un divorcio más entre los millones de divorcios que el exilio propone y dictamina. Un desequilibrio de costumbres y descensos que siempre alcanzan a quienes confían en el amor como en un todopoderoso bálsamo que todo lo nivela.

Sofía ve a su tío esperándolas y sale corriendo hacia él, se parece tanto a su padre que el recuerdo de uno diciéndole adiós y la sonrisa del otro recibiéndola con un abrazo la confunden y no sabe si largarse a reír o a llorar, y como toda nena de seis años que no puede decidirse, mira a su mamá y repite lo que su mamé hace: llora y ríe al mismo tiempo. 

Mariel respira profundo y se deja ayudar a cargar las valijas. Por fin el peso no la frena, aplasta e invalida; por fin llega la etapa de recibir lo enviado y comenzar de nuevo. Por fin el miedo se hace presente pero vencible y deja de amenazarla desde depresiones y soledades.

Buenos Aires está más linda y amenazante que nunca, esa dualidad que la hace tan extrañable al estar lejos. El aire y el cielo no son los de Los Ángeles, tampoco las bocinas y los desenfrenos, pero en los ojos de Sofía, en esos ojos pardos de lágrimas inseguras  y curiosidad inocente, hay un brillo que desafía, que no pide permiso para mostrarse a pesar de la situación agonizante de la reciente despedida,  y que le recuerda a Mariel, que no importa si es ahora, en un mes o en más de un año, su decisión de vivir plenamente y de alejarse del exilio de sus instintos, cobrará sentido más allá de la tristeza actual e incontenible de esos ojos pardos. 

Las lluvias de primavera en Buenos Aires nunca faltan, sino no sería Buenos Aires; y los paraguas multicolores distraen la atención de lo gris que se ha dejado atrás. 

No llueve en California, casi nunca. Y cuando lo hace, la lluvia es silenciosa, como un llanto tímido. Pero este octubre de Buenos Aires llueve a gritos, gritos de los que Sofía no se asusta y Mariel no necesita escaparse.

Hay lluvias sin destino, y así eran aquellas lejanas lluvias. Mientras que las nuevas, menos cobardes y más escandalosas, prometen anunciarse y curar sequías. Atrás quedan las mochilas no elegidas para acompañarlas en este viaje.