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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 10 2010
Como te dije por Odilón Moreno Rangel

Una llovizna constante como el murmullo del andar de cientos de millones de hormigas, y una oscuridad tristísima, me abrazan.
—¡¡Estúpida!! Te lo dije, y no me hiciste caso —te digo sin dar crédito de lo que veo—. De cualquier manera se iba a dar cuenta. No tuvo ningún sentido lo que hiciste; no se puede ocultar lo que somos. Nosotras no debemos permitir que nos amen y, mucho menos amar.
—¡No! El amor sí puede ser para mí. Quiero ser diferente —me refutaste ese día en que empezó esta tragedia—. ¡¡Estoy harta de esta vida!!
—Ya sabes que es así. Viene uno, dos o más hombres, los haces felices, te haces feliz; luego vienen otros, son felices, eres feliz, y así sucesivamente, y no hay problema alguno. Todos contentos —te dije lo más tranquila que pude. No contestaste, te quedaste pensativa. Esperé un momento y luego te expliqué:
—Si amas, y dejas que te amen, quién sea esa persona, va a querer otra cosa de ti, entonces vas a padecer.
—Pero ya no quiero estar sola. No tienes idea de cómo anhelo que alguien me acompañe en lo más simple y cotidiano de la vida: en el desayuno, en las compras de la semana, en el pago de los servicios públicos… no sólo para estar en la cama —me argumentaste. Observé tu mirada aletargada de irremediable enamoramiento, y supe que estabas perdida.
—¿Y cómo le vas a hacer con los niños? —te cuestioné. Me ibas a decir algo pero no dejé que hablaras. Seguí tratando de convencerte—. No los puedes olvidar, así como así, es parte de nuestra naturaleza.
—Yo no voy a sufrir, verás. Seré como ellas —dijiste en voz baja, pero segura y al mismo tiempo avergonzada de ti misma.
—Todas, tarde o temprano todas caen, y no me has contestado ¿qué vas a hacer con lo de los niños?
—A mí nunca me pasará eso —luego te quedaste en un silencio atormentado—. De los chiquillos poco a poco me olvidaré y...
—¡¡No!! —te interrumpí airada—. ¿Sabes qué va a pasar? Por más que lo intentes, no vas a resistir la tentación, y él se va a dar cuenta de quién eres realmente y hasta allí habrás llegado. Él mismo se encargará de ti. Así ha sido siempre.
—¡¡No! —gritaste—. Eso no va a suceder. Él me ama, me lo ha dicho, sería incapaz de hacerme daño —luego encendiste un cigarrillo. Caminabas nerviosamente por el cuarto. Traías un vestido corto, y ajustado. La vestimenta hacía que resaltaran tus hermosos senos. Luego dijiste:
—Yo también lo amo. No lo pienso perder. Lo voy a tratar bien —sonreíste con coquetería—. A él le gusta… —luego deslizaste como si fueran perlas de agua, tus dedos entre el escote. Recorriste sensualmente con tus manos de luna, tu cuerpo; paraste a la altura de tu vulva y moviste sinuosamente los dedos. —Nunca se aburrirá de mi —sentenciaste.
—Eso no es suficiente —te contesté, y luego me fui. Te quedaste farfullando no sé qué cosas.

Dejé de verte unos meses. Te volví a ver hasta la madrugada del día de hoy. En el tiempo en que no nos vimos, experimenté sentimientos contradictorios. Por un lado, él no tener noticias tuyas, de cierto modo, me hacía feliz. Suponía que estabas bien porque de lo contrario me hubieras contactado. Pero también sentía una insufrible tristeza porque estaba segura que de cualquier manera, por más que se alargara el tiempo, todo iba a terminar mal.
—Ves que no es fácil dejar de ser lo que somos —musité a tus espaldas hace unas horas cuando te sorprendí acechando ese suculento cuerpecillo.
—Los estoy dejando amiga —me contestaste suavemente con la excitación borbollando en tu voz. Estabas sonrojada.
—Eso es lo que veo —te comenté irónicamente—. ¿Tu marido? ¿Lo dejaste dormido?
—Sí.
—El sortilegio, no siempre te va a funcionar —te dije en tono severo—. Ese hombre un día va a despertar y al no encontrarte te va a buscar, y se va a dar cuenta del animal que eres, sino es que ya te descubrió. Vas a acabar de mala manera. —proferí lánguidamente otra vez sobre lo mismo para ver si esta ocasión regresabas a la cordura, pero no funcionó—. Luego volteaste a verme.
—Ya casi no salgo. Te juro que es la última vez —te miré, estabas fuera de control—. Sólo una vez más quiero sentir esa deliciosa cabecita en mi lengua; quiero succionar lentamente su jugo, hasta sentir cómo se convulsiona ese cuerpecito —temblabas de deseo.

No te contesté, me eché a volar. La noche era sombría como todas las noches que salimos. Mientras me alejaba, escuché cómo soltabas tu triste y desesperado vaho para dormir a los infelices padres. Luego me figuré cómo se deslizaba tu lengua en medio de la penumbra del cuarto, los sollozos inconsolables de esa criatura, y tu corazón agitado por la emoción del momento. También me imaginé cómo tu lengua atravesaba la frágil cabeza del niño, y cómo se le iba la vida mientras que tú ganabas vitalidad por última vez.

Me fui a casa, ya no busqué una criatura para mí. Me senté a esperar a que me hablaras, estaba convencida que lo harías. Deseé con toda mi fuerza que estuviera equivocada, porque desde que te vi de nuevo, tuve la certidumbre de que todo iba a acabar muy pronto.
—¡Tenías razón! ¡Soy una imbécil, soy una imbécil! ¡Se dio cuenta! —me dijiste entre sollozos, hace unos minutos que conversamos por teléfono—. Mi pierna está hecha ceniza. Él está encerrado en nuestro cuarto. Le supliqué que me perdonara, pero no quiso. ¿Cómo lo convenzo?
—¡¡No seas estúpida!! —Te grité carcomida por la angustia—. Sal de allí, inmediatamente.
—¡¡No!! ¡¡Quiero que me perdone!! No lo quiero perder —me contestaste llorando desconsoladamente.
—Sal lo más pronto que puedas, no tienes mucho tiempo —te supliqué—. ¡¡Entiende!! ¡¡Olvida esa absurda idea del amor!! —te dije ahogada de exasperación—. ¿Qué quieres? Créeme, nunca podrás ser como ellas. —No esperé a que me contradijeras, agregué:
—Voy para allá, te voy a ayudar —finalicé la llamada.

Ahora estoy junto a tu cadáver. Acabo de terminar de evocar cómo es que paso esto. Una insoportable pesadumbre me lacera el interior. Tu plumaje está embadurnado de sangre. Me encuentro de hinojos. Tengo el rostro entre mis manos y lloriqueo inconsolable. Un nuevo día va despuntando. La llovizna no ha parado. Me incorporo y me alejo, lentamente. Nadie me ve. Todo terminó... como te dije.

acerca del autor
Odilón

Odilón Moreno Rangel, nació y reside en la ciudad de Pachuca, Hidalgo (México), 1972. Actualmente se desempeña como profesor del Centro de Educación Superior del Magisterio. Es miembro del Comité Estatal de Investigación Educativa de las Escuelas Normales del Estado de Hidalgo. Es psicólogo educativo y actualmente realiza el posgrado “La práctica de los valores en contextos educativos” que convoca la Organización de Estados Iberoamericanos, por formación virtual con la coordinación académica de la Universidad de Barcelona.