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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 9 2010
Condominio (cuento) por Max Gurian

A Lucía

El primero de enero dejo esta vida, como es natural, sin reservas y con dos o tres cuentas pendientes. La relativa brevedad de la misma no me exime de cargos y culpas. Treinta años son suficientes para renovar desdichas y desdecirse cada vez con mayor ahínco, deseando, con un poco de suerte, perder la cuenta e imaginar un cero nuevo y un final feliz.

Siempre quise hacerme de un cero grande como una casa, pero las características de mi vivienda persistieron en la unidad: el mono ambiente de la calle Salta ignoraba los afanes de la suma y pretendía inspirar un aire oriental, ascético y ligeramente sinuoso, con sus imbricaciones de caja china. Para que me entiendan debería trazarles un plano, esas líneas rectas que se cierran sobre sí para decir “casa” –algunos, fascinados por ese entramado obsesivo, no dudan en decir “qué casa”–, y se entrecruzan para indicar ventanas, puertas o pasillos. Por desgracia no sé dibujar. Todavía recuerdo mi desesperación infantil con los Kalkitos. Se suponía que la actividad era sencilla; la diversión, cien por ciento garantizada. Yo frotaba con entusiasmo el lápiz sobre las imágenes, y el sudor de mis manos reconcentradas no era suficiente para realizar la tarea como se debía. Nunca pude determinar en la lectura de las instrucciones qué paso estaba saltando, o cuál –era una hipótesis tan buena como cualquiera– los fabricantes de singular pasatiempo habían omitido incluir. Librado a mi intuición, perdido en el camino de las formas, volvía al cuadernillo con ánimo vehemente, desafiado por la negligencia de la industria y los ribetes lógicos de una ecuación simple sin incógnita a la vista. A pesar de mi insistencia todas las figuras perdían sus extremidades, y por más que reincidiera en la fricción esas manchas colorinches, sin pies ni cabeza ni miembros identificables, mantenían su deformidad. Llegué a creer que el problema era el lápiz; necesitaba uno para zurdos. Recorrí las librerías del barrio sin éxito. Mis padres me explicaron que esos lápices especiales no se fabricaban en el país, y finalmente decidieron de común acuerdo, entre ellos, no regalarme más esos insidiosos cuadernitos. Tiempo después una revista ilustrada me confirmó que el modelo de sustitución de importaciones había sido muy selectivo; sus vectores, orientados hacia las necesidades básicas del consumidor, habían dejado de lado los artículos suntuosos. (Durante muchos años soñé con un mundo habitado por seres mutilados. Indefectiblemente, yo era manco.) Así las cosas, paciencia e imaginación.

Imaginen entonces un espacio minúsculo que lo contiene todo: la única esquina ortogonal del departamento alojaba un pequeño futón, también mesa de living o escritorio, según la necesidad del momento y la altura de mi cintura. Dos armarios cuidaban de mi higiene personal: detrás de la puerta blanca, perchas, estantes y algo de ropa; la puerta de acrílico a duras penas ocultaba la ducha. Un ventiluz impúdico, denso y fino como el trazo de una carbonilla, me servía de jabonera. Un desliz personal del arquitecto –su marca de estilo– que decidió abogar en pro de la comunicación de las torres y el ahorro de material. Los arquitectos, se sabe, no se ocupan de cuestiones humanas. Construyen maquetas y hombres a escala, decían mis padres; como los reyes del pesebre, dejan regalos inconsultos cuya utilidad es incierta y con los que debe uno conformarse y aprender a divertirse. (Esa ventanuca fue a su vez un digno buzón. Ya les contaré; es una tragedia.)

No nací en este departamento; lo habito desde mi primera juventud, casi dos décadas atrás, una eternidad. Mis padres, verduras laminadas o zancudas parisinas, decidieron partir hace tiempo, expeditivos. Pese a ello no me sorprendería encontrarlos en algún rincón de la vivienda, murmurando sobre el resultado de sus previsiones. Creo recordar que se fueron al extranjero, acaso en busca de ese lápiz dichoso, como tantos otros de su generación. Eso anunciaron los diarios, al menos; yo no lo sé. Para mí son ese triangulito ahumado de los antiguos gráficos sociales, una de las tantas cifras de las infografías domingueras. El 3,1% de la horma total. Siempre se arreglaron con poco. Frugales hasta en el ahorro, deben de haberse alojado en los agujeros menos cotizados. Es el precio de la pasión, decían ellos, y nadie escapa a su condición de deudor. Esta torre, sigo citando, fue su inversión a futuro. Hijos de inmigrantes, nietos de asalariados tenaces, y de por sí fervientes voluntaristas, quisieron legarme un título de propiedad. Cuatro paredes mías, mías, mías. En efecto cumplieron con su propósito. Irreprochables como de costumbre, me dejaron un oficio apostillado, certificado, legalizado. Su firma aquí, y sobre los nítidos puntitos –la impetuosa q asomada al abismo–, mi nombre: Roque Recart.

Conservo el documento como reliquia, un gesto anacrónico que me invade y del cual no puedo deshacerme. Es una curiosidad, el único ejemplar de papel que aún subsiste entre mis cosas. (Sobre su reverso garabateo estas notas antes de pasar a mejor vida.) Para ser veraz, intenté hacerme el distraído y olvidarlo en los recovecos de mi piso. Esconderlo, es decir, guardarlo adrede, hubiera sido una ingenuidad flagrante y tal vez una decisión acertada. Preferí sortear mi memoria y dejarlo caer, como quien no quiere la cosa, despistado, en algún lugar –no voy a decirles cuál– del departamento. Pocas horas más tarde mi vista develó el ardid entre el living y la cocina. Próxima a la escritura, una foto carnet me recordó las muecas de mis nueve años. (Todavía me pregunto si no habrá sido Clara la autora de la instantánea.) Linda foto, por cierto: el pelo lamido a la izquierda, las pupilas confusas entre tanto iris, la boca esforzándose por acomodar los labios dispares, refractarios. ¡Una pinturita!

No me iba a dar por vencido al primer fracaso. De ningún modo. Me vendé los ojos con un repasador a cuadros, y papel en mano, giré sobre mí mismo, no recuerdo si en dirección horaria o a la inversa, contando hasta cien. O ése era el plan, el plan perfecto. En realidad, promediando la treintena, ya mareado y brioso, arrojé el papel aprovechando el impulso liberador de la fuerza centrífuga. Imaginé su vuelo triunfal a través de la atmósfera doméstica, su trayectoria veloz y certera hacia un objetivo ajeno a mi voluntad. ¡Vuela, pasado, vuela! ¡Adelante! Por un segundo quise saberme contrito ante tamaña despedida y tuve que esforzarme para no llorar. Fue un efecto de las circunstancias, un vahído meloso del que me sobrepuse de a poco, avergonzado por haber sucumbido a un itinerario predeterminado, uno de los tantos hechos a medida para todos y cada uno de los tantos que nos dejamos llevar por la sensiblería prosaica y las agencias de turismo. Tardé un rato en desanudarme el repasador y dos en volver a enfocar la vista. El primer paso había sido un error; el siguiente, una confabulación del cálculo y el azar. A mis pies, en señal de victoria, el maldito documento exhibía orgulloso los sellos y las rúbricas. Me senté en el futón. Tenía que pensar, pensar en cómo, pensar por qué. Resolví –empecé bien– olvidar todo el asunto y convivir con la escritura. Al fin y al cabo no era más que un lunar, una mácula diminuta que bien podía perderse entre el ropaje cotidiano. Confiaría en mi desidia, en la indiferencia de las cosas; estamparía el documento en una de esas paredes mías, mías, mías, y fijaría su residencia dentro de mis dominios. Sería un rehén político incomunicado por costumbre, un niño pensando en el rincón durante demasiado tiempo, una mascota que moriría pronto de inanición y falta de afecto. Sí, podía cargar con una seña particular si limitaba sus contornos y la relegaba a un primer plano imperceptible, apenas primer plano, raramente seña, poca cosa.

Hubiera podido, estoy seguro. Pero no pude; no después de encontrar debajo de una de las suelas de mis zapatos una laminilla numerada con restos rojizos y ocres. ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Cómo pudo alojarse en el granulado de goma y resistir al peso de mis pasos? En su dorso, otro fósil vertebrado de origen ignoto: “capicú”. Sin pensarlo murmuré la palabra exhumada, una y dos y más veces, hasta que pude decirme “estoy murmurando” y enmudecí.

Mis ulteriores experimentos se frustraron, como era de suponerse, uno tras otro y en ese orden. La progresión fue desoladora; los hallazgos, diversos y mellizos. Cada vez que intentaba deshacerme del papel encontraba papeles. La especie era solidaria con sus semejantes, y nada mejor para estos entes demoníacos que mi reducida vivienda multiuso, toda magnetismo y algo marañosa. Junto con la foto y la laminilla, apilé los impresos en un extremo del futón, coronando el módico castillo de naipes con un boletín de calificaciones atiborrado de comentarios en tinta roja. Al parecer, si he de creerle al resplandor del cromatismo, no me destaqué en el estudio de las ciencias duras. Eso explicaría mis dificultades. ¡Es tanto más fácil sumar que restar!

Descubrí entonces, en ese instante luminoso, que no hay por qué desplazarse, todo está al alcance de la mano. En casa estoy siempre a un paso de la comodidad. Por eso no vale la queja en los complejos modernos. Nada falta en este edificio. Ustedes lo saben, basta con hacer una somera lista de sus atributos: frío y calor a discreción, viandas puntuales, y el televisor que, si quiero experiencias del exterior, me satisface de inmediato con una imagen vívida de la calle. Siempre desierto, el horizonte se confunde con el marco plástico de la pantalla. La única dificultad, seamos sinceros, reside en compartir el espacio. Sé que ustedes, o al menos la mayoría de ustedes, considerarán ridículo este anhelo, pero es herencia de una educación vetusta y malsana. Dije la mayoría, fue un momento de distracción. Nunca ha existido

tal cosa. Nadie quiere compartir sus inclinaciones con los otros. De sólo pensarlo incluso a mí me dan escalofríos. Y cuando tiemblo, y la columna es sólo alarma y escozor, recuerdo la admonición paterna: si te ve, Roque –o si vos lo ves–, te lleva. El Portero Errante recorre con método los pasillos, ausculta las puertas, rasga las ventanas. Vela por el vacío, el silencio y la limpieza. Su leyenda fue el terror de mi infancia. Toda travesura se clausuraba con la mención de la inminente llegada del monstruo. Porque lo era, de eso no podía dudarse. ¿Qué clase de hombre dedica sus días a espiar la vida de los otros? ¿Qué ser custodia sin fin la soledad de los lugares de paso? Pasé largas horas alternando ojos en la mirilla y nunca lo vi. De la rabia me incrustaba en la abertura metálica hasta saciarme de exoftalmia y de tedio. Ansiaba escoltarlo en su ronda nocturna, atravesar las torres y, sigiloso, copiar sus pasos sin que se diera cuenta. Quería ser el portero del portero.

Ahora que no temo sus apariciones puedo confesar que alterno a diario con mis prójimos. Durante mi aseo personal suelo entretenerme en la contemplación de las filminas que recubren las paredes del baño. Debo agradecerle a Clara esta insospechada diversión. Sin previo aviso ella deposita en mi jabonera las instantáneas de los inquilinos. Su departamento en la torre O comparte la entrada con el mío y nuestros padres los adquirieron en simultáneo. Me gusta creer que en otros tiempos jugábamos a las escondidas y en algún punto –no voy a decirles cuál– ella dejó de esconderse y yo dejé de contar. Cosas de chicos. Hoy somos vecinos y vivimos en el mismo condominio. Su generosidad no tiene límites. A modo de bienvenida, ella me ofrendó la imagen de su nuca sobre mi primer plástico amigo. Desde entonces espero dichoso cada nueva entrega y atesoro las filminas con amor.

Y ya son tantas que algunas se superponen pero ninguna se repite. Sobre un fondo común alguien mira a cámara e ingresa al edificio. Después desaparece sin más, pero eso no está en la foto. En ese preciso momento intervengo yo, aunque sé de antemano que no me es posible descubrir quién es quién en este mausoleo de caras y fechas. Aún así elijo una cualquiera y me doy el gusto de intentarlo. Las puertas se abren y un hombre, por ejemplo, camina con desgano hacia los ascensores, ladeado hacia la derecha por pensamientos graves, e interrumpe su marcha, por ejemplo, para buscar algo en la cartera, un pequeño estuche verde, pobre remedo de reptil, y retoca su maquillaje, por ejemplo, como si importara, y se desentiende del ascensor, decidido a terminar su golosina antes de volver a casa, mientras se ata los cordones sin dejar de cebarse, emperrado, satisfecho, apático y así o de otra forma. A veces me detengo en un gesto de mi vecino y por pura maldad, para ver qué pasa y qué no, suspendo su movimiento, lo dejo vibrando como un fantasma, o lo repito frenéticamente. Por motivos evidentes nunca puedo juntarlos en la misma escena: sería tan irreal, tan poco creíble que la sola idea estropearía todo el juego. Cuando agoto posiciones y designios, o me agota la reiterada circunstancia, armo series con las placas afines de mi colección. Los que arquean una ceja hacia las cámaras, los cabizbajos, los que sonríen sin causa ni consecuencia. La transparencia de las filminas no debería impedir que reconozcan mi propia entrada al edificio. Búsquenme: yo también sonrío.

Entre la ducha y las canillas dispuse mi serie favorita: mechones solitarios o simples manchones de algún vecino y el resto es la puerta y sus aledaños. Las hojas de vidrio, desproporcionadas, invitan a la contemplación. Antes de entregarme al refriegue de las toallas dibujo sobre las filminas con la humedad del baño. Deslizo mi dedo índice sobre los contornos de mi vecino y con extremo cuidado y constancia me extiendo sobre la superficie de los azulejos. Aquí imperan las articulaciones y los accesorios. Soy muy detallista: un codo o una rodilla pueden insumirme más vapor del necesario. Difícilmente llego a completar las figuras. Nunca me alcanza el tiempo para esbozar todas las partes del conjunto. Desesperarse y persistir no ayuda; el agua, sus emanaciones tibias, ingratas, me escaman las manos y debo detenerme antes de ser puro hueso. Interrumpo mis tareas con fastidio. Después enciendo el extractor y el súbito remolino barre restos de mis dedos que impregnan las filminas. Con mis huellas desaparecen los cuerpos, y todo listo para la próxima partida.

Hace meses que no recibo una nueva filmina. Se ha dejado de importar el plástico que absorbía las figuras de mis vecinos. Dicen que era tóxico y excesivamente caro, que hay que actualizar las tecnologías. Dicen muchas cosas; también hablan sobre el fin de las filminas. Yo no sé cómo puede vivirse sin plástico, y no estoy dispuesto a prescindir de él. Tampoco voy a tolerar que se juegue así con la gente.

Me consta: estoy poseído y exorcizado; me oprimen la compulsión gráfica y la falta absoluta de destreza. Técnica, talento, temple: los desconozco. ¿Serán necesarios? Ya que no hay números que ordenen el rumbo de mis trazos puedo alegrarme con borronear este pliego. Lamentablemente –está a la vista–, mi caligrafía deja mucho que desear. Sin lápiz ni lapicera, sólo me resta aguardar que en el futuro, fino de motricidad y si reincido en estas digresiones, cobre mi cuerpo mayor dominio en dichas lides. Quizá ser zurdo y manco, horror de mis pesadillas, sea casi –casi– como ser diestro. A tientas, bajo un haz de luz negra, me abriré camino con mi muñón: será una fiesta.

El calendario invita al brindis. ¡Salud! Dejo estas notas como señuelo para el portero y augurios para el año por venir. Algún vecino, o la misma Clara, pronto –empiecen a contar– me verá atravesar la diagonal de su pantalla y perderme, sí, contingente y sin mirar las estrellas, tras el margen de la carcasa.

 

acerca del autor
Max

Max Gurian, Buenos Aires, 1975, es docente de literatura en la Universidad de Buenos Aires, traductor y crítico. Ha publicado artículos y señas en medios académicos y suplementos literarios, como Radarlibros del diario Página 12, entre otros. Actualmente escribe para la Revista de Libros de España.